martes, 22 de octubre de 2013

Ed Miliband y la Izquierda Inglesa

 


 

Ali, Lindsay German....
20/10/2013


 

Cuando ataca la prensa amarilla


El único objetivo del asalto a la reputación de Ralph Miliband era castigar y desprestigiar a su hijo Ed. La maniobra, organizada por el Daily Mail y por su editor —un reptil que antiguamente
Blair y Brown cortejaban con diligencia—, les ha salido como tiro por la culata. Originariamente fue diseñada para desacreditar al hijo menor mediante un bombardeo con los “pecados del padre”. Sin embargo, la respuesta vehemente de Edward Miliband ha unido a la mayor parte
del país en su defensa y contra el tabloide. Si Ralph hubiera estado vivo, habría encontrado el inesperado consenso extremadamente divertido.
Los tories y los liberal-demócratas han expresado claramente su desacuerdo con el Mail. Jeremy Paxman, en las noticias de la noche de la BBC, mostró ejemplares antiguos del Mail con sus titulares pro-fascistas (“Arriba los Camisas Negras” fue el más señalado). Dos antiguos miembros del gabinete Thatcher han defendido la memoria de Miliband y Michael Heseltine ha recordado a los ciudadanos que fueron la Unión Soviética y el Ejercito Rojo quienes posibilitaron la victoria contra las fuerzas del Eje. Finalmente, una encuesta de opinión
auspiciada por el Sunday Times ha revelado que el 73 por ciento de la opinión pública apoya a Ed Miliband frente al periodicucho de Rothermere. ¿Han obligado, quizás, estas figuras a que
el Mail contratara a un escritorzuelo para llevar a cabo la campaña con un estilo ligeramente más “sofisticado”, pero repleto de calumnias y difamaciones? Si despiden pronto a Paul Dacre
y lo envían a su inmensa hacienda en Irlanda, la historia tendrá un final hollywoodiense. El triunfo del bien sobre el mal, se podría decir, empleando el lenguaje de tabloides y políticos en
estos tiempos aciagos.
La demonización de Ralph Miliband pone sobre la mesa ciertas cuestiones que tanto la prensa tory como la liberal han tratado siempre de vadear. Éstas tienen mucho que ver con las ideas políticas de Miliband sobre Gran Bretaña, sus instituciones políticas y el resto del mundo; sobre el contexto de la originaria adicción de Lord Rothermere por Mussolini y por Hitler y su prole inglesa en Gran Bretaña (Oswald Mosley y su cuadrilla, por ejemplo, aunque no sólo ellos)
hasta septiembre de 1939; y sobre la cuestión del patriotismo y su paralelismo con las ideas de izquierdas.
La popularidad que el fascismo cobró en la derecha no estaba restringida a, ¡ay!, los Rothermere o los Mitford. La seguridad de clase del conservadurismo europeo se vio amenazada por la Revolución Bolchevique de Rusia en 1917, cuyo objetivo declarado era
destruir el capitalismo global. El miedo asedió los pasillos del poder en todas las capitales y la presencia de numerosos marxistas de origen judío, tanto en el partido Bolchevique como en el Menchevique, alimentó el antisemitismo en toda Europa. El impacto del triunfo de las camisas negras fascistas en Roma, cinco años después de la victoria bolchevique, no debería ser subestimado. Con raras excepciones, la derecha europea, incluyendo sus sectores liberales,
saludó dicho triunfo como un grandioso éxito para la civilización occidental, y lanzó un enorme suspiro colectivo de alivio. El capitalismo había encontrado sus propias tropas de choque.
Algunos distinguidos editores de lengua inglesa en Londres (Hutchinson) y en Nueva York (Scribners) publicaron la Autobiografía de Mussolini en distintas ediciones: la introducción, obra
de Richard Child, un antiguo embajador de EE. UU. en Italia y entusiasta fascista que contribuyó a la redacción del libro como negro literario, elogiaba al dictador en un lenguaje extravagante como uno de los “líderes estadistas del mundo”. Hasta ell final de sus días, el
caudillo fascista citaba de memoria lo que Winston Churchil había dicho en una visita a Roma cinco años después del triunfo de sus escuadristas en 1927:
“No puedo evitar sentirme encantado, como ha ocurrido a tantas otras personas, con los
modales delicados y sencillos y con el porte distante y calmado del Signor Mussolini, a pesar de tantas preocupaciones y tantos peligros. Cualquiera podría darse cuenta de que Mussolini
no pensaba en otra cosa que en buscar el bien del pueblo italiano, tal y como él lo entendía.
Ningún otro interés suscitaba mayor importancia para él. Si yo hubiera sido italiano, estoy
seguro de que le habría apoyado con todo mi corazón, de principio a fin, en su lucha triunfante contra los apetitos y las pasiones brutales del leninismo”.
Churchil explicó que la significación internacional del fascismo radicaba en su capacidad para movilizar a las fuerzas sociales afines en contra del enemigo común:
“Italia nos ha mostrado que existe una forma de luchar contra las fuerzas subversivas que puede congregar a las masas, lideradas correctamente, con el fin de valorar y defender el
honor y la estabilidad de la sociedad civilizada. Nos ha proporcionado el antídoto necesario contra el veneno ruso. De aquí en adelante ninguna gran nación carecerá del medio último de protección contra el crecimiento canceroso del bolchevismo”.
Aquí lo tenemos sin cabida a confusión. El fascismo era un baluarte necesario contra la amenaza de la revolución comunista. Todo esto se había escrito y hablado mucho antes de las abominables purgas de Stalin y las hambrunas producidas por la industrialización forzosa. Se
convirtió en el leitmotiv de la derecha continental. Además, explica, entre otras cosas, la facilidad con que el gobierno de Vichy colaboró con el Tercer Reich tras la ocupación de Francia en 1940.
Los políticos Británicos —Chamberlain, Halifaz, Butler y compañía— quienes más tarde serían
denunciados como “apaciguadores”, eran, de hecho, mucho más representativos de la élite anglo-europea que los que rápidamente cambiaron de parecer en el último momento al darse
cuenta de que ni Hitler accedería a un reparto equitativo del continente y sus colonias, ni haría el favor a Londres de atacar a la Unión Soviética antes de conquistar el resto de Europa. Eso fue lo que hizo que la guerra se volviera inevitable.
A Churchill nunca le tembló la mano a la hora de explicar las contradicciones primarias ysecundarias de su política. Su prioridad estratégica era defender los intereses de Gran Bretaña.
Era el defensor más consistente y elocuente de las colonias, como otros lo habían sido en la élite imperial. En 1933, el Secretario de Estado Británico para la India, L. S. Amery, explicó con mucha calma a sus compañeros parlamentarios, sin suscitar ninguna tormenta de protestas, porqué habría sido hipócrita por parte de Gran Bretaña oponerse a la ocupación japonesa de Manchuria:
“Confieso que no veo ninguna razón por la que, sea en acto o palabra, o por compasión, debamos posicionarnos individualmente o intencionalmente en contra de Japón en esta cuestión. Japón ha formulado una acusación de gran peso basándose en realidades
fundamentales... ¿quién de nosotros podría tirar la primera piedra y decir que Japón no debería haber actuado con el objetivo expreso de establecer la paz y el orden en Manchuria y defenderse de las agresiones continuas del vigoroso nacionalismo chino? Toda nuestra política en la India o en Egipto podría ser condenada si nosotros condenamos a Japón”.
Los líderes imperialistas de principios del siglo XX eran menos propensos al doble rasero que los nuestros. En una fecha tan tardía como 1939, Churchill, en su colección de ensayos
Grandes Contemporáneos, no vio razón alguna por la que sus reflexiones sobre Mein Kampf y su autor no debieran reeditarse:
“La historia de esa lucha no puede leerse sin admiración por el coraje, la perseverancia y la
fuerza vital que le permitió desafiar, desacatar, conciliar o vencer a toda autoridad o resistencia que se interpusiera en su camino... Siempre he dicho que si Gran Bretaña fuera derrotada en la
guerra, desearía encontrar a un Hitler que nos devolviera a nuestro lugar legítimo entre las naciones.”
Los banqueros y hombres de negocios estadounidenses y británicos estaban en la línea del frente dotando de armas al Tercer Reich como “baluarte contra el bolchevismo” (tal y como
explicó Lloyd George, imitando a Churchill). El Gobernador del Banco de Inglaterra no escatimó palabras: los préstamos británicos a Hitler deben verse como una “inversión contra el bolchevismo”. Éste fue el posicionamiento común de las élites en aquellos momentos. “No
podemos y no debemos oponernos a la reivindicación alemana de igualdad de derechos en términos de armas. Tendremos que enfrentarnos al rearme de Alemania”, declaró el Secretario
de Asuntos Exteriores británico, Sir John Simon, el 6 de febrero de 1934. Un mes después el presidente de Vickers Limited justificó así las ventas a la Alemania fascista: “No puedo asegurarlo en términos concretos, pero sí puedo garantizar que nada se está llevando a cabo
sin la aprobación y autorización de nuestro gobierno”. [War is Terribly Profitable por Henry Owen, Londres, 1936.] Siempre fue así.
Ésta era la atmósfera en la que el Daily Mail y otros tabloides (por no mencionar a Geoffrey Dawson en The Times o al rey Eduardo VIII en palacio) manifestaron distintos grados de afecto y simpatía por el Tercer Reich. Aún más, éste fue el contexto que explicó la atracción de
muchos intelectuales y trabajadores británicos (incluyendo a los camaradas Philby, Burgess, Maclean, Blunt y otros) por el comunismo, como única fuerza capaz de vencer a los nazis. En esto, como recordó Heseltine al país, no estaban tan equivocados. Curiosamente, a Ralph
Miliband, al contrario de lo que afirmaban las difamaciones de Tom Bower en un número reciente del Sunday Times, nunca le atrajeron los partidos comunistas ni los grupos situados más a su izquierda. Tampoco fue partidario de la lucha armada en América del Sur, pese a que era ferozmente hostil a las dictaduras militares apoyadas por los EEUU en la región.
Los levantamientos estudiantiles de 1968-9 dieron con él en la London School of Economics (LSE). Su reacción inicial, como la de Jurgen Habermas en Alemania, fue calificar (en una carta privada) la ocupación de la LSE por ciertos radicales como un acto de “fascismo de izquierdas”.
Miliband desaprobó enérgicamente la idea de que los estudiantes eligieran a sus profesores.
Cuando se le comunicó que iba a ser elegido por amplia mayoría, no le hizo mucha gracia.
Cambió de idea tras los arrestos masivos y la expulsión de Robin Blackburn; entonces escribió que “el Oakeshottismo sofisticado es una costra muy delgada: cuando se agrieta, como ha
ocurrido aquí, emerge un tipo de conservadurismo más bien feo y visceral”. Más tarde me confesó que uno de sus grandes pesares era no haber dimitido del LSE inmediatamente después de que expulsaran a Blackburn.
Era un académico marxista ferozmente independiente que podía ser igualmente mordaz con las distintas izquierdas radicales (me habló con mucha severidad en los 70 cuando le dije que la revolución mundial no era una utopía) como con las socialdemócratas. Su trabajo clave
sobre Gran Bretaña fue El Socialismo Parlamentario (1961), en el que habló de la “enfermedad del laborismo”, sin dejar ninguna duda acerca de sus posiciones. Más tarde se mostró profético
sobre lo que el futuro podía verdaderamente traer con el colapso de la izquierda, cuando escribió en 1989:
“Sabemos lo que este inmenso proceso histórico ha llegado a significar para los enemigos del socialismo en todo el mundo: no sólo la inminente desaparición de los regímenes comunistas y
su substitución por otros capitalistas, sino la erradicación de cualquier tipo de alternativa socialista al capitalismo. Con esta ponzoñosa perspectiva del poco esperado desvanecimiento
de una antigua pesadilla, lo que sigue de forma natural es la celebración del mercado, de las virtudes de la libre empresa y de la avaricia ilimitada. Tampoco queda restringida a la derecha
la creencia cada vez mayor de que el socialismo, entendido como una transformación radical del orden social, ha visto su final: los apóstoles de los “nuevos tiempos” en la izquierda han acabado albergando la misma creencia. Todo a lo que hoy en día podemos aspirar, a ojos del
“nuevo realismo”, es a una gestión más humana del capitalismo, el cual, de cualquier modo, está siendo transformado de raiz”.
Las ideas políticas de Miliband estaban bien lejos de las de sus hijos. Pretender cualquier otra cosa es una sandez. Ralph no era un conservador unionista que creyera en una “justicia social”
parcelada. Fue un socialista anti-capitalista acérrimo hasta el final de sus días. Mantenía una relación muy estrecha con sus dos hijos, estaba orgulloso de sus logros, pero como cualquier otro refugiado emigrante lo habría estado —“los chicos lo han hecho bien en un país
extranjero”—, de ninguna manera en un sentido político. Aborrecía al New Labour y en nuestras últimas conversaciones describía a Blair como un “hombre teflón”. Ni él ni su mujer
Marion (una socialista y feminista con ideas igualmente firmes) intentaron nunca imponer su visión política a los chicos. Dado su poca paciencia, sin embargo, me pregunto si esta
contención política paternal habría sobrevivido a la guerra de Iraq. Lo dudo mucho.

¿Qué ocurre entonces con el patriotismo? ¿Difiere en algo del nacional-chovinismo, del jingoísmo, etc.? ¿Tienen la misma connotación para una nación ocupada que para el poder ocupante? Hace unas décadas, me enfrenté a tres periodistas en el programa “Confronta la
Prensa” del canal Tyne Tees en Newcastle. El más derechista de ellos, Peregrine Worsthorne del Sunday Telegraph, enojado por lo que yo estaba diciendo, me interrumpió:

“¿La palabra patriotismo tiene algún significado para gente como usted?”
“No”, respondí, “a mis ojos un patriota es poco más que un esquirol del internacionalismo”.
Desconcertado, refunfuñó, “buena frase”.
De hecho, había robado la sentencia a Karl Liebnecht, el socialista alemán, que la empleó cuando explicó su voto en contra de los créditos de la guerra en el parlamento alemán, en 1914.
Ralph Miliband, como muchos anti-fascistas, se unió a las fuerzas armadas en la Segunda Guerra Mundial. Se opuso a las guerras de Korea y Vietnam y habló alto y claro en contra de la expedición a las Islas Malvinas. Un vistazo rápido al Socialist Register, la revista anual que fundó en 1964, revela el fuerte internacionalismo que defendía. El texto de Marcel Liebman sobre “el significado de 1914” merecería una reimpresión, ahora que Gran Bretaña se prepara
oficialmente para celebrar el centenario de la carnicería que fue la Primera Guerra Mundial.
Ralph siempre agradeció (según sus propias palabras) que Gran Bretaña les ofreciera asilo a él y a su padre, refugiados judíos huidos de la Bélgica ocupada, en 1940. A pesar de ello, siempre fue un bicho raro, un crítico severo de la élite dominante británica y de sus instituciones, así como del Partido Laborista y de los sindicalistas ennoblecidos por la Reina.
Mejor será que lo dejemos todos aqui...


Tarik Ali, miembro del consejo editorial de Sin Permiso, acaba de publicar The Obama Syndrome (Verso)


Traducción para www.sinpermiso.info: Vicente Abella

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