martes, 18 de octubre de 2016

EE UU: La verdadera naturaleza de los candidatos



Thomas Frank Harold Meyerson

Ahora que es seguro que pierda Trump, ya podemos olvidarnos de una Clinton progresista


Thomas Frank

Y así termina el gran levantamiento populista de nuestra época, que va quedándose  patéticamente en nada entre el barro y la intolerancia agitadas por un aspirante a caudillo de tercera llamado Donald J. Trump. Así se cierra una era de indignación populista que comenzó en 2008, cuando el sueño de Davos de un mundo regido por benevolentes banqueros comenzó a agrietarse. El descontento ha adoptado muchas formas en estos ocho años – de las idealistas a las cínicas, de Occupy Wall Street al Tea Party – pero todas han fracasado a la hora de cambiar gran cosa en algo.

Y ahora la última, la manifestación más fea y fraudulenta está fracasando de un modo tan espectacular que puede desacreditar al populismo mismo en los años por venir.

Hace dos semanas, escribía yo acerca de cómo el fenómeno de Trump había reconfigurado la geometría convencional del sistema bipartidista. Trump cotizaba al alza en las encuestas en ese momento, y había razones para creer que su crítica de los acuerdos comerciales – una de las diversas causas de Trump largo tiempo ligadas a la izquierda populista  – podría dar al traste con los felices planes centristas de los demócratas.

Ahora vamos a sopesar la hipótesis contraria. En las dos semanas transcurridas, Trump se ha destruido de una manera más eficiente de lo que podría haberlo hecho cualquier campaña de oposición. Primero, lanzó una pila de insultos a a la familia de un soldado norteamericano en Irak, luego destacados periodistas suscitaron dudas acerca de su estado mental, y después (como para confirmar a los escépticos) dejó caer una pista contundente de que los entusiastas de las armas podrían emprender acciones contra   Hillary Clinton en caso de que nombrara jueces del Tribunal Supremo que no fueran de su gusto.

Sus oportunidades, según estimación de los sondeos, pasaron casi de la noche a la mañana de ser algo bastante decente a una completa basura. Durante buena parte de este año, el populismo ha tenido verdaderamente preocupada a la clase más dorada. Estaba  Bernie Sanders y la amenaza impensable de un presidente socialista. Estaba el aterrador resultado favorable al Brexit. No hace mucho los diarios norteamericanos de tirada nacional publicaban artículos en portada contándoles a los lectores que era hora de tomarse en serio a los seguidores de Trump, si no al mismo Trump. Y el 3 de agosto, Thomas Friedman, columnista del New York Times redactó, para ser exactos, lo siguiente: “Me aterra que la gente esté harta de las élites, que odie y desconfíe tanto de [Hillary] Clinton y esté tan preocupada por el futuro: los puestos de trabajo, la globalización y el terrorismo” que pueda votar de verdad a Trump.

Sí, le aterraba a Friedman que al pueblo norteamericano ya no le gusten sus señores. Puesto que sin duda les ha aterrado a muchos de sus amigos ricos darse cuenta en los últimos años de que la gente antes conocida como clase media se siente enojada por perder su nivel de vida a manos de las mismas fuerzas que están haciendo que esa gente rica se sienta todavía más cómoda.

Bueno, Friedman ya no tiene que sentirse aterrado. Hoy parece que sus élites se están ocupando debidamente de estos asuntos. Los “puestos de trabajo” la verdad es que no importan en estas elecciones ni tampoco la debacle de la “globalización”, ni ninguna otra cosa, verdaderamente. Gracias a este imbécil de Trump, todas esas cuestiones han quedado barridas de la mesa en la que los norteamericanos se congregan en torno a Clinton, la mujer del hombre que concibió el sueño de Davos desde un principio.

Conforme los republicanos más destacados han ido desertando de ese barco que se hunde del Partido Republicano de Trump, el sistema bipartidista norteamericano se ha convertido temporalmente en un sistema unipartidista. Y dentro de ese partido único, el proceso politico tiene un asombroso parecido con una sucesión dinástica. Los miembros del partido en cargos públicos seleccionaron hace mucho a Clinton como candidata propia, evidentemente decididos a elevarla a despecho de cualquier objeción posible, de cualquier potencial problema legal. También ayudó el Comité Nacional Demócrata, tal como nos cuenta WikiLeaks. Y otro tanto hizo el presidente Barack Obama, ese pretérito paladín de la franqueza, que en varios de los últimos años hizo todo lo que estaba en su mano por liquidar todo aquello que desafiara a Clinton para garantizar así que continúe ella su legado de tibio neoliberalismo amigo de los bancos.

Mis amigos de izquierdas se persuadieron de que esta cuestión realmente no importaba, de que las numerosas concesiones de Clinton a los partidarios de Sanders eran concesiones permanentes. Pero con la Convención ya acabada y rebasada la lucha con Sanders, los titulares muestran que Clinton está triangulando a la derecha, haciéndose con los dólares y el respaldo, y que las élites se han escabullido del gran destrozo de los republicanos.

Ella va contactando con el estamento de política exterior y los “neocon”, con los republicanos en cargos públicos, con Silicon Valley, y, por supuesto, con Wall Street. En su gran discurso de Michigan el jueves [11 de agosto] se presentó como la candidata  que podría reunir a todos los grupos que polemizan y lograr victorias políticas por medio de una congregación verdaderamente abarcadora.

Las cosas cambiarán de aquí a noviembre, por supuesto. Pero lo que parece más plausible desde la posición actual es una aplastante victoria de Clinton, y con ello el triunfo de la complaciente ortodoxia neoliberal. Habrá conseguido ella su gran victoria, no como adalid de las preocupaciones de los trabajadores sino como la mayor moderada de todos, como líder de una imponente campaña de sensatez y unidad nacional.El desafío populista de los últimos ocho años, lo dirigiera Trump o Sanders, habrá sido derrotado de forma resonante. El centrismo reinará triunfante sobre el Partido Demócrata en los años por venir. Este sera su gran logro. Sonarán las campanas por todo Washington D.C.

De esta forma irónica e indirecta, Trump puede acabar resultando un desastre para la política de reformas en la que nunca ha creído realmente. Desde luego, sería difícil encontrar un líder que pudiera desacreditar más concienzudamente el populismo que este multimillonario libre de compasión. Para las amadas “élites” de Friedman, predigo que Trump les valdrá de importante propósito simbólico. A Trump le encanta jactarse de que es immune al flagelo del dinero en la política, que no es títere de nadie, y a partir de su inminente ruina y deshonra, sin duda se nos dirá que saquemos muchas lecciones acerca de cómo el dinero en la política  contribuye en realidad a prevenir el ascenso de gente como Trump y hacer más estable el sistema.

A lo largo de decenios, los de Davos nos han dicho que dudar de la “globalización” era una especie de racismo, y pronto Trump, como perdedor por aplastamiento, les confirmará esto en términos abrumadores.

A mis amigos y a mí nos gusta pensar en quién sera “el próximo Bernie Sanders”, pero lo que aquí estoy sugiriendo es que quienquiera que sea el que surja para dirigir la izquierda populista se verá presentado simplemente como el siguiente Trump. El ceñudo rostro de club de campo se convertirá en imagen de la reforma populista, tuvieran los auténticos populistas algo que ver con él o no. Este es el desastre potencial real de 2016: que el legítimo descontento económico se va a ver desestimado como intolerancia y xenofobia en los años por venir.

The Guardian, 13 de agosto de 2016



El acosador nocturno


Harold Meyerson

Este mes de octubre, Turner Classic Movies—el único canal de televisión que veo con cierta frecuencia — está dedicando las tardes del domingo a las viejas películas de Frankenstein. Cuando acabó el debate Clinton-Trump de anoche [9 de octubre], cambié al TCM, que llevaba sólo media hora con The House of Frankenstein, y de repente, una pregunta que acechaba en lo profundo de mi mente mientras veía el debate —¿a quién me recuerda Donald Trump?—encontró respuesta.

Porque, afrontémoslo: Trump parece cada vez más anormal conforme la campaña sigue dale que dale. Hasta ahora, la sensación ha sido más de Mussolini que de cualquier otro: barbilla levantada (como para ocultar cualquier flacidez importante), boca burlona y una movilidad facial y corporal cada vez más rígida. Pero anoche, a medida que acechaba en torno al estrado, con su rostro como un rectángulo ceñudo, su pelo un amasijo horizontal, sus movimientos agarrotados, su tambaleante sentido de la orientación, esa  forma suya que se cernía de manera repentina y amenazante sobre Clinton, más bajita…  mostraban una perceptible semejanza con el monstruo de [Boris] Karloff.

Ojalá las monstruosidades fueran sólo visuales. Al juramentarse procesar y meter en la cárcel a Hillary Clinton en caso de ganar, el ataque de Trump a la forma en que una  democracia conduce sus asuntos llegó a nuevos abismos. Era también, con todo, la última reiteración de la costumbre de la derecha, desde hace casi veinticinco años, de criminalizar a los demócratas por el delito de ganar elecciones. La búsqueda frenética y bien financiada de algún escándalo que derribara a Bill Clinton después de que tuviera la temeridad de ser elegido presidente continuó años y años hasta que la derecha lo impugnó por una felación en el Despacho Oval. La respuesta de la ciudadanía consistió en propinarles a los republicanos una derrota resonante en las elecciones de 1998 y hacer que Clinton se disparase en las encuestas hasta alturas inéditas.

Enfrentados a las agallas todavía mayores de las que ha hecho gala Barack Obama al ser elegido presidente aun siendo negro, la derecha en general, y Trump en particular, difundieron la historia de que había nacido en realidad en Kenia. Y ahora que Hillary Clinton parece estar a sólo un mes de su victoria presidencial, Trump vuelve a recaer en las historias de las depredaciones sexuales de Bill (y esta vez, en el papel no inmediatamente aparente de Hillary en ellas) que el fiscal especial cuidadosamente escogido por la derecha, Kenneth Starr, creyó tan insubstanciales que se negó a incluirlas en su lista de exposición de hechos de 1998. Todavía saca a cuento Bengasi [el asalto al consulado estadounidense en esta ciudad libia el 11 de septiembre de 2012, que causó varios muertos, entre ellos el embajador en Libia, Christopher Stevens],otro caso favorito de la derecha republicana, por más que ocho investigaciones republicanas en el Congreso no encontraran nada que sugiriese mala praxis por parte de Hillary, así como sus correos electrónicos, aunque el FBI tampoco encontrara nada ni remotamente delictivo.

Y justo para asegurarse que la derecha no titubearía en un momento en que su campaña se está viniendo abajo, anoche Trump puso la guinda: amenazó a Clinton con la cárcel en caso de que gane él. A santo de qué, exactamente, iba a procesarla, condenarla y meterla en el trullo, Trump no supo decirlo en el momento de ser concreto, y tampoco le hacía falta: esto es justo lo que los deplorables [denominación usada por Clinton para referirse a algunos votantes republicanos] —el término, aunque impreciso, no es inadecuado —que oyen las noticias de Sean Hannity, Rush Limbaugh, Breitbart [demagogos de medios de comunicación de la derecha radical] y los de su calaña, necesitaban oír para rendirle vasallaje, una vez más, al Donald.

¿Convenció esto o cualquier otra cosa que dijera Trump a cualquier votante indeciso para decidirse por él después del debate de anoche? No hay pruebas de ello. Al dirigir ataques desmesurados que sólo tienen eco si los espectadores subscriben la realidad de ficción de Breitbart [red de noticias ultraconservadora favorable a…], Trump no estaba tratando siquiera de convencer a los indecisos. Más bien, sonaba como una llamada de apareamiento a los palurdos que constituían una porción lo bastante grande de las filas republicanas como para hacer que se lo pensaran dos veces muchos cargos electos del Grand Old Party [Republicano] que están contemplando rescindir su respaldo a Trump, como hicieron tantos en el curso del fin de semana. Pero por lo que respecta a persuadir de verdad a votantes más anclados en la realidad que los “breitbartianos” para que siguieran su senda…eso no pasó.

Y luego tenemos todo ese acoso y acecho en el estrado. Después de que saliera a la luz la grabación de “meterle mano al conejito”, no parece probable que la imagen de un gigantón frankensteiniano que se cierne sobre Clinton sea garantía para las mujeres que votan, en un plano subliminal y en el de algo no-tan-subliminal, de que Trump es un tipo seguro como para andar por ahí…y mucho menos un tipo seguro como para investirle del poder del Estado.

Además,  ni siquiera el Monstruo perseguía a sus enemigos políticos.

The American Prospect, 10 de octubre de 2016

Thomas Frank (1965), doctor en Historia por la Universidad de Chicago, es columnista de Harper´s Magazine y ha colaborado con The Wall Street Journal, Le Monde Diplomatique, The Nation, The Washington Post e In These Times. Importante analista político y sociológico, entre sus libros más conocidos se cuentan The Conquest of Cool [La conquista de lo cool, Alpha Decay, Barcelona, 2011), What´s the Matter with Kansas (2004) [¿Qué pasa con Kansas?, Ed. Antonio Machado, Madrid, 2008], The Wrecking Crew, How the Conservatives Rule (2008), Pity the Billionaire [Pobres Magnates, Sexto Piso, Ciudad de México, 2013] y el recientísimo Listen, liberal.
Harold Meyerson columnista del diario The Washington Post y editor general de la revista The American Prospect, está considerado por la revista The Atlantic Monthly como uno de los cincuenta columnistas mas influyentes de Norteamérica. Meyerson es además vicepresidente del Comité Político Nacional de Democratic Socialists of America y, según propia confesión, "uno de los dos socialistas que te puedes encontrar caminando por la capital de la nación" (el otro es Bernie Sanders, combativo y legendario senador por el estado de Vermont).

Fuente: Sin Permiso

Traducción: Lucas Antón

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