Ucrania y unión bancaria: Europa sigue brillando por su ausencia
Carlos ElordiMerkel, a su llegada a la reunión del PPE previa a la cumbre de Bruselas.
Los últimos acontecimientos que se han producido en el territorio político de la UE no están precisamente animando a creer en la trascendencia de las próximas elecciones europeas. La incapacidad de los 28 para acordar una respuesta que esté a la altura de las iniciativas que Vladímir Putin ha adoptado en Ucrania no sólo ha confirmado patéticamente que la UE carece de algo parecido a una política exterior, sino también las enormes limitaciones que los dirigentes europeos tienen a la hora de actuar un palmo más allá de la frontera de sus estrictos intereses nacionales. Y los cicateros acuerdos adoptados en materia de unión bancaria han mostrado que, más allá de concesiones muy restringidas, los países ricos de la UE, con Alemania a la cabeza, siguen sin estar dispuestos a poner el dinero necesario para solventar los problemas de los más endeudados.
Hasta los analistas menos osados coinciden en que la UE ha actuado mal desde el inicio de la actual crisis ucrania. Que propició lo que iba a ser el elemento desencadenante de la misma –el acuerdo de asociación de Ucrania a la UE, que sacaba al país de la esfera de influencia de Rusia– sin poner un solo euro para hacerlo viable. Que cuando el poder entonces dominante en Kiev rechazó dicho acuerdo, provocando una protesta popular que no dejaría de crecer, algunas cancillerías europeas y, particularmente, sus servicios secretos, se dedicaron, en secreto, a apoyar dicha protesta sin tener un plan para hacer frente a las consecuencias que un eventual éxito de la misma podría provocar y, más en concreto, la inevitable respuesta por parte de Moscú.
Los acontecimientos se fueron precipitando –el Maidán ganó la partida al presidente Yanukovich, le depuso sin mayores miramientos constitucionales, se declaró fervientemente antirruso y finalmente Putin ocupó Crimea– sin que a Bruselas se le ocurriera convocar una cumbre para acordar una posición en torno a la peor crisis que el continente ha vivido desde la desintegración de Yugoslavia y que, si los peores escenarios futuros se verificaran, sería bastante más grave que aquella, porque, puestos a lo peor, podría llevar a soluciones militares de amplio espectro. O, cuando menos, a que se plantearan sobre el papel.
Tan necesaria cumbre sólo se ha producido esta semana. Cuando los hechos, al menos en la fase actual, ya se habían consumado. Dos días después de que Vladímir Putin anunciara la integración de Crimea en la Federación Rusa, los líderes de los 28, reunidos en Bruselas, se limitaban a proclamar que eso estaba muy mal, que no podía ser, y a adoptar unas sanciones mínimas en cuya eficacia no podía confiar nadie. Nunca la UE ha demostrado tener tanta cortedad de miras. Tal y como están las cosas, Putin –que él sí que tiene objetivos claros en política exterior, que él sí que sabe que ésta es un ingrediente primordial de cualquier política de Estado– tiene las manos sustancialmente libres para decidir autónomamente. Y si a partir de ahora actúa con prudencia, que eso es lo que parece que va a ocurrir, será porque así lo considere oportuno, de acuerdo con sus propios cálculos e intereses, no porque se lo impongan desde fuera.
La actitud timorata de Europa no se debe tanto al miedo a las eventuales represalias energéticas por parte de Rusia. Distintos informes europeos coinciden que un corte del suministro de gas tendría consecuencias mucho menores de las que pudo tener hace una década y se podían asumir. A lo que Europa tiene miedo es a un enfrentamiento con cualquier potencia que se atreva a cuestionar su supuesta hegemonía en el hinterland que considera propio.
La soberbia complaciente de la clase dirigente europea le ha impedido comprender que la Rusia que se creía sojuzgada para siempre tras el desastroso final del sistema soviético ha resurgido de sus cenizas y quiere contar con voz propia en la escena internacional. Los grandes de la UE no lo tenían previsto. Creían que las inversiones, el comercio y los chantajes financieros bastaban para tener controlado a Moscú. Y ahora no sólo no saben qué hacer, sino que carecen de instrumentos para afrontar lo que se les ha venido encima. La inexistencia de una verdadera unión política europea, con su correspondiente política exterior, aparece como un problema insuperable y paralizante.
Respecto del otro asunto, el Gobierno de Mariano Rajoy se ha quedado solo a la hora de cantar las excelencias del reciente acuerdo en materia de unión bancaria. Las demás opiniones coinciden en que el texto se ha quedado muy corto respecto a las necesidades reales, en que Alemania no ha cedido en su férrea posición de no implicarse demasiado en la solución de los problemas bancarios del resto de países de la eurozona, al tiempo que ha dejado fuera del ámbito de aplicación del acuerdo a buena parte del sector financiero germano. Y, lo que es más inquietante, que si se produce una nueva crisis bancaria, los recursos que se dispondrán para afrontarla sólo serán algo más sólidos y estarán algo más perfilados que los que había en la anterior. Por tanto, nada sustancial ha cambiado.
Por el contrario, se nos repite hasta la saciedad que lo que sí han cambiado, a mejor y mucho, son las atribuciones de los parlamentarios europeos a la hora de influir en las decisiones políticas de la UE. Pero, vistas más de cerca, esas nuevas atribuciones, siendo bienvenidas, tampoco son para tanto. Y, además, todavía está por ver qué incidencia tendrán en la práctica, a medida que vayan rodando y generen anticuerpos con los que los poderes comunitarios reales tiendan a anularlas. Lo que, hoy por hoy, sí que parece seguro es que el Parlamento europeo, aun dotado de esas nuevas atribuciones, no podría haber evitado, en lo sustancial, que la política de la UE se orientara de forma distinta a lo que hasta ahora lo ha hecho en la crisis ucrania ni en materia de unión bancaria
Fuente: Público.es