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domingo, 20 de noviembre de 2016

El nuevo mundo que tarda en aparecer



El viejo mundo se muere


Gustave Massiah

La situación parece desesperanzadora. La ofensiva de las derechas y las extremas derechas ocupa el espacio y los espíritus. Se desarrolla en los medios de comunicación y trata de expresar la derechización de las sociedades. Pero no es nada de eso y nada está jugado. Las sociedades resisten y las contradicciones están en marcha; son ellas las que determinan el futuro.

Para comprender la situación partamos de la cita de Antonio Gramsci: “El viejo mundo muere, el nuevo mundo tarda en aparecer y en este claroscuro surgen los monstruos”/1

En este contexto, la estrategia de los movimientos sociales que quieran llevar adelante un proyecto emancipatorio debe articular la respuesta a la urgencia y la construcción de un proyecto alternativo de futuro. Deben al mismo tiempo luchar contra los monstruos e inscribirse en la construcción de un nuevo mundo.

El viejo mundo se muere

Los choques financieros de 2008 confirman la hipótesis del agotamiento del neoliberalismo. El calentamiento climático, la disminución de la biodiversidad y las contaminaciones globales, confirman el agotamiento del productivismo. Se avanzan hipótesis sobre un agotamiento del capitalismo como modo hegemónico de producción. Damos por supuesto que lo que sucedería al capitalismo no sería forzosamente un modo justo y equitativo; la historia no está escrita y no es lineal.

En el Foro Social Mundial de Belém, en 2009, tuvo lugar una convergencia de movimientos: el movimiento de las mujeres, los movimientos campesinos, los movimientos ecologistas y los movimientos de los pueblos amazónicos han expresado fuertemente un nuevo punto de vista. Han afirmado que, si se trata de redefinir las relaciones entre la especie humana y la naturaleza, no se trata solamente de una crisis del neoliberalismo o del capitalismo, se trata de una crisis de civilización, la que desde hace cinco siglos ha puesto adelante la modernidad occidental y ha conducido a algunas de las formas de la ciencia contemporánea.

La situación está marcada por la permanencia de las contradicciones. La crisis estructural articula cinco contradicciones principales: económicas y sociales, con las desigualdades sociales y las discriminaciones; ecológicas con la destrucción de los ecosistemas, la limitación de la biodiversidad, el cambio climático y la puesta en peligro del ecosistema planetario; geopolíticas con las guerras descentralizadas y el auge de nuevas potencias; ideológicas con la interpelación de la democracia, los presiones xenófobas y racistas; políticas con la corrupción nacida de la fusión de lo político y lo financiero que alimenta la desconfianza en relación con lo político y abole su autonomía. La derecha y la extrema derecha han llevado una batalla por la hegemonía cultural, desde finales de los años 1970, contra los derechos fundamentales y particularmente contra la igualdad, contra la solidaridad, por las ideologías securitarias, por la descalificación amplificada desde 1989 (año de la caída del Muro de Berlín, ndt) de los proyectos progresistas. Han llevado ofensivas sobre el trabajo por la precarización generalizada; contra el Estado social, por la mercantilización y la privatización y la corrupción generalizada de las clases políticas; sobre la subordinación de lo numérico a la lógica de la financiarización.

Los nuevos monstruos

A partir de 2011, los movimientos casi insurreccionales de ocupación de las plazas atestiguan la respuesta de los pueblos a la dominación de la oligarquía. A partir de 2013, la arrogancia neoliberal retoma la delantera y confirma las tendencias que han emergido desde finales de los años 1970. Se reafirman las políticas dominantes, de austeridad y de ajuste estructural. La desestabilización, las guerras, las represiones violentas y la instrumentalización del terrorismo se imponen en todas las regiones. Las corrientes ideológicas más reaccionarias y los populismos de extrema derecha son cada vez más activos. Adoptan formas específicas como el noeconservadurismo libertario en los Estados Unidos, las extremas derechas y las diversas formas de nacional-socialismo en Europa, el extremismo yihadista armado, las dictaduras y las monarquías petroleras, el hinduismo extremo, etc. Pero, a medio plazo, nada está jugado.

Hay que preguntarse sobre estos monstruos y las razones de su emergencia. Se apoyan sobre los miedos alrededor de dos vectores principales y complementarios: la xenofobia y el odio a los extranjeros: los racismos bajo sus diferentes formas. Hay que señalar una ofensiva particular que toma las formas de la islamofobia; después de la caída del Muro de Berlín, el “islam” ha sido instituido como el enemigo principal en el “choque de civilizaciones”.

Esta situación resulta de una ofensiva llevada con constancia desde hace cuarenta años, por las derechas extremas, para conquistar la hegemonía cultural. Se ha centrado especialmente sobre dos valores. Contra la igualdad en primer lugar, afirmando que las desigualdades son naturales. Por las ideologías securitarias, que consideran que solo la represión y las libertades pueden garantizar la seguridad.

El endurecimiento de las contradicciones y de las tensiones sociales explica el surgimiento de las formas extremas de afrontamiento. El endurecimiento empieza por el de la lucha de clases y se extiende a todas las relaciones sociales. El multimillonario Warren Buffet declaraba tranquilamente que "algunos dudan de la existencia de una lucha de clases; por supuesto que hay una lucha de clases y es mi clase quien la está ganando”. La financiarización ha profundizado las desigualdades y la casta de los muy ricos se ha restringido. Las llamadas clases medias se han hinchado, pero la precarización afecta y pone en riesgo a una parte de las mismas.

La voluntad de acumulación de riquezas y de poderes es insaciable. Frente a esa desmesura, se asiste a un refugio en la vuelta de lo religioso, confiando en que conseguirá suavizar los extravíos insoportables. La confianza en la regulación estatal está fuertemente cuestionada. La clase financiera ha conseguido subordinar a los Estados. Y el proyecto de socialismo de Estado ha naufragado en las nomenclaturas y en las nuevas oligarquías. La situación es inestable. ¿Cómo creer que puede durar indefinidamente un mundo en el que 62 personas, 53 hombres y 9 mujeres, poseen tanto como otras3,5 mil millones? La voluntad de imponer la reproducción de la situación y el miedo de las revueltas se traduce en el auge de la violencia, la represión y las guerras.

Pero también hay otro motivo para esta situación, que es el miedo de la aparición de un nuevo mundo. Los nuevos monstruos saben que su mundo está en cuestión; para salvaguardar sus posiciones y sus privilegios, instrumentalizan el miedo al futuro, el temor de las convulsiones sociales de las sociedades que va a marcar el futuro.

El nuevo mundo que tarda en aparecer

¿Cuál es este nuevo mundo que tarda en aparecer? Un nuevo mundo que puede dar miedo a los privilegiados y que los movimientos sociales dudan en percibir.

La propuesta es estar atento a las revoluciones en marcha. Hay varias revoluciones en marcha, pero están inacabadas. Y sus salidas son inciertas. Nada permite afirmar que no serán aplastadas, desviadas o recuperadas. Por tanto, convulsionan al mundo; son también portadoras de esperanzas y marcan ya el porvenir y el presente. Son revoluciones de amplio período y cuyos efectos se inscriben en varias generaciones.

Para ilustrar esta idea, partamos de cinco revoluciones en marcha y que son, recordémoslo, inacabadas. Se trata de la revolución de los derechos de las mujeres; de la revolución de los derechos de los pueblos; de la revolución ecológica; de la revolución numérica; de la revolución del poblamiento del planeta.

La revolución de los derechos de las mujeres es la más impresionante. Ella cuestiona relaciones milenarias. Las luchas por los derechos de las mujeres han avanzado enormemente durante los últimos cuarenta años. Se mide progresivamente las convulsiones que suscitan. Esta revolución se encuentra inacabada y arrastra resistencias de una gran violencia. Se puede medir por la violencia de las reacciones de ciertos Estados contra toda idea de la liberación de las mujeres y por la resistencia en todas las sociedades al cuestionamiento del patriarcado. La revolución de los derechos de las mujeres ya ha suscitado un gran cambio en la estrategia de los movimientos; es la negativa a subordinar a otras luchas la lucha contra la opresión de las mujeres. Su negativa a considerar su reivindicación como una contradicción secundaria ha sido retomada por todos los movimientos y traduce el reconocimiento de la diversidad de los movimientos sociales y ciudadanos.

También es significativa la revolución de los derechos de los pueblos. Está inacabada y enfrentada a las tentativas de reconfiguración de las relaciones imperialistas. La segunda fase de la descolonización ha comenzado. La primera fase, la de la independencia de los Estados ha encontrado sus límites. La segunda fase es la de la liberación de los pueblos. Ella desemboca sobre nuevas cuestiones, con los derechos de los pueblos que adoptan diferentes nombres: indígenas, primeros, autóctonos. Renuevan la cuestión de las identidades con la irrupción de identidades múltiples como han sido calificadas por el poeta EdouardGlissand. Interpela sobre la relación entre las libertades individuales y las libertades colectivas.

La revolución ecológica está en sus inicios. Desde ya convulsiona la comprensión de las transformaciones y el sentido del cambio. Ella introduce la noción del tiempo finito y la noción de los límites en relación con el crecimiento ilimitado. Pone en cuestión todas las concepciones del desarrollo, de la producción y del consumo. Reimpone la discusión sobre la relación entre la especie humana y la naturaleza. Interpela sobre los límites del ecosistema planetario. La revolución ecológica es una revolución filosófica que trastorna las certidumbres más consolidadas.

La revolución de lo numérico es una parte de una nueva revolución científica y técnica, combinada especialmente con la de las biotecnologías. Abre nuevas contradicciones sobre las formas de producción, de trabajo y de reproducción. Impacta a la cultura, empezando a convulsionar a terrenos tan vitales como los del lenguaje y la escritura. Por el momento, la financiarización ha logrado instrumentalizar las convulsiones de lo numérico, pero las contradicciones permanecen abiertas y son profundas.

La revolución del poblamiento del planeta está en gestación. Todas las grandes convulsiones históricas han tenido consecuencias sobre el poblamiento del planeta. Entenderlo permite evitar calificar a las cuestiones de las migraciones y de los refugiados como crisis migratorias que se podrían aislar y que acabarían por reabsorberse. Los cambios en el poblamiento del planeta prolongan las rupturas precedentes. La de la urbanización y de la armadura urbana mundial con la multiplicación de los barrios precarios. El cambio climático no solo va a acentuar las migraciones medioambientales. La elevación del nivel del mar podría alcanzar hasta un metro desde ahora hasta el final de siglo. Según las Naciones Unidas, el 60% de las 400 áreas urbanas de más de un millón de habitantes en 2011 -o sea 900 millones de personas aproximadamente-, estarían expuestas a un elevado riesgo natural. La escolarización de las sociedades modifica los flujos migratorios. Los diplomados que salen permanecen en contacto con su generación a través de internet. Los otros alimentan al grupo de los parados diplomados, nueva alianza entre los hijos de las capas populares y los hijos de las capas medias. Los movimientos sociales intentan articular las luchas por el derecho a seguir viviendo y trabajando en el país. Verifican que las ganas de permanecer son indisociables del derecho a salir. La noción misma de identidades se encuentra interpelada por la evolución de los territorios y por el mestizaje de las culturas.

El necesario pensamiento estratégico

Los movimientos sociales y ciudadanos deben adoptar su estrategia a la nueva situación. Todo pensamiento estratégico se construye sobre la articulación entre la urgencia y la construcción de un proyecto alternativo. La urgencia es la resistencia a los nuevos monstruos. Pero para resistir es necesario un proyecto alternativo.

El proyecto alternativo empieza a perfilarse. Desde 2009, en el Foro Social Mundial de Belém al que se ha hecho anteriormente mención, la propuesta que se presenta es la de una transición ecológica, social, democrática y geopolítica. Esta propuesta combina la toma de conciencia de las grandes contradicciones y la intuición de las grandes revoluciones inacabadas en marcha.

Hay que insistir sobre la idea de transición que es frecuentemente –mal- presentada como una propuesta de temporización. La propuesta de transición no se opone a la idea de revolución, está en ruptura con una de las concepciones de la revolución, la de la gran tarde; inscribe la revolución en el tiempo largo y discontinuo. Subraya que en el mundo actual emergen nuevas relaciones sociales, como han emergido las relaciones sociales capitalistas, de forma contradictoria e inacabada, en el mundo feudal. Esta concepción da un nuevo sentido a las prácticas alternativas que se buscan y que permiten, también en este caso de forma inacabada, precisar y preparar un proyecto alternativo.

Una de las dificultades de este período concierne a esta articulación entre la resistencia y el proyecto alternativo. La lucha de clases es, sin duda, el elemento determinante de la resistencia y de la transformación. Pero es necesario redefinir la naturaleza de las clases sociales, de su relación y de las luchas de clases. En la concepción dominante de los movimientos sociales, la revolución social debía preceder y caracterizar a las otras revoluciones y liberaciones. La importancia de las otras cinco revoluciones en marcha interpela a la revolución social y el atraso de la revolución social interpela a su vez a las otras revoluciones.

No es necesario volver a la urgencia de la resistencia contra los monstruos. A la vez que señalar la importancia y la necesidad de un proyecto alternativo. No es secundario comprender como el miedo all nuevo mundo actúa sobre la aparición de los monstruos. Cojamos el ejemplo de un elector de Trump, de clase media, blanco, en el Estados Unidos profundo; cuando mira alrededor suyo ve que los indios siguen ahí, que los negros ya no soportan el racismo, que los latinos son cada vez más numerosos y a veces mayoritarios y que las mujeres no se dejan manejar. ¡Acaba por ver que su América profunda va a dejar de existir y está dispuesto a coger sus fusiles para tirar!

De hecho, las sociedades resisten más de lo que se piensa a la derechización de las elites y de los medios de comunicación. Se puede verificar. En Hungría, el referéndum contra los extranjeros no ha podido ser validado, ya que, a pesar de las presiones, solo el 37% de los-as húngaros-as han ido a votar en esa consulta. En Polonia, las manifestaciones masivas han hecho retroceder a los que querían prohibir cualquier aborto. En Francia, dos tercios de los-as franceses-as se han opuesto a la abrogación de las leyes de matrimonio para todos. Un sondeo en cinco países europeos muestra que, según los países, del 77% al 87% de los encuestados son favorables a la regularización de los sin papeles que dispongan de un contrato de trabajo. Un sondeo de Amnistía Internacional en 27 países ha mostrado que, a pesar de los discursos anti-refugiados, en 20 de los 27 países, más del 75% de los encuestados está a favor de la acogida de los refugiados.

Cuando pueden expresarse, las sociedades son más abiertas y más tolerantes de lo que quieren hacer creer las corrientes de extrema derecha y los medios de comunicación que les sirven de correa de transmisión. Pero esta resistencia no se muestra, no se traduce en la adhesión a un proyecto progresista, manifestando así la ausencia de un proyecto alternativo creíble. Es menos “la derecha” que triunfa que “la izquierda” se desmorona.

Así pues es necesario que resistamos, en lo inmediato, paso a paso y aceptar comprometerse en el tiempo largo. Esta resistencia pasa por la alianza con todas las y todos los -y ellos-ellas son numerosos/as-, que la igualdad es mejor que las desigualdades, que las libertades individuales y colectivas deben ser ensanchadas al máximo, que las discriminaciones conducen al desastre, que la dominación conduce a la guerra, que es necesario salvaguardar el planeta. Esa batalla sobre los valores pasa por el cuestionamiento de la hegemonía cultural del neoliberalismo, del capitalismo y del autoritarismo. Podemos demostrar que resistir es crear. Por cada una de las revoluciones inacabadas, a través de las movilizaciones y las prácticas alternativas, podemos luchar para evitar que sean instrumentalizadas y sirvan para reforzar el poder de una élite, antigua o nueva.

Los años que vienen serán sin duda muy difíciles y las condiciones serán muy duras. Pero, a escala de una generación, nada está jugado, todo es posible.

15/10/2016

Gustave Massiah es una personalidad de referencia internacional en el espacio altermundista
Fuente: Viento Sur
Notas:

1/ Cuadernos de la Cárcel, Tomo 3, ERA, 1984, (pdf) disponible en http://www.mediafire.com/view/cukxs78er9y3neb/Cuadernos_de_la_cárcel_(Tomo_III)

https://blogs.mediapart.fr/jean-pierre-anselme/blog/071116/le-nouveau-monde-qui-tarde-apparaitre

- See more at: http://www.vientosur.info/spip.php?article11927#sthash.PlDSPPP9.dpuf

lunes, 18 de abril de 2016

Romper el silencio: ha empezado una guerra mundial







John Pilger

Counterpunch

Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García

He estado filmando en las islas Marshall, que están en medio del océano Pacífico, al norte de Australia. Cada vez que le digo a alguien dónde he estado me preguntan “¿Dónde es eso?”. Si doy una clave diciendo “Bikini”, dicen “Ah, el traje de baño”.

Pocas personas parecen estar enteradas de que el bañador llamado bikini tiene ese nombre para celebrar las explosiones nucleares que destruyeron el atolón de Bikini. Entre 1946 y 1958, Estados Unidos hizo estallar 66 artefactos nucleares –el equivalente a 1,6 bombas de Hiroshima cada día durante 12 años– en las islas Marshall.

Hoy día Bikini está en silencio, transformado y contaminado. Las palmeras crecen formando una extraña cuadrícula. Nada que se mueva, No hay pájaros. Las lápidas del viejo cementerio son focos vivos de radiación. El contador Geiger aplicado a mis zapatos marcaba “peligro”.

De pie en la playa veía caer el agua verde esmeralda del Pacífico por la pendiente de un enorme agujero negro. Se trata del cráter dejado por la bomba de hidrógeno a la que llamaron “Bravo”. La explosión envenenó a las personas y el medio ambiente en cientos de kilómetros, posiblemente para siempre.

En el viaje de regreso, hice escala en el aeropuerto de Honolulu; en el puesto de la prensa, vi la revista estadounidense Women’s Health (La salud de la mujer). En la portada, una sonriente mujer en bikini y el titular: “Tú también puedes tener un cuerpo bikini”. Unos días antes, en las Marshall, yo había entrevistado a mujeres que tenían muy diferente “cuerpo bikini”. Todas ellas habían sufrido cáncer de tiroides y otros cánceres posiblemente mortales.

Al contrario de la mujer que sonreía en la revista, todas ellas eran pobres: las víctimas y cobayas de una superpotencia rapaz que en estos momentos es más peligrosa que nunca.

Relato esta experiencia a modo de advertencia y para poner fin a una distracción que tantos de nosotros hemos consumido. El creador de la propaganda moderna, Edward Bernays, describía este fenómeno como “la manipulación consciente e inteligente de los hábitos y opiniones” de las sociedades democráticas. Él llamaba a esto “gobierno invisible”.

¿Cuántas personas tienen conciencia de que ha empezado una guerra mundial? Hoy en día, se trata de una guerra de propaganda, de mentiras y distracción, pero esto puede cambiar en cualquier momento, con la primera orden equivocada o el primer misil.

En 2009, el presidente Obama se presentó ante una multitud en actitud de adoración en el centro de Praga, en el corazón de Europa. Se comprometió a construir “un mundo libre de armas nucleares”. La gente lo ovacionó y algunos lloraban. Los medios derramaron un torrente de lugares comunes. Después de esto, a Obama se le concedió el Premio Nobel de la Paz.

Todo era una patraña. Obama estaba mintiendo.

Su administración ha construido más armas nucleares, más ojivas nucleares, más sistemas de lanzamiento de armas nucleares, más fábricas de armas nucleares. Solo el gasto en cabezas nucleares aumentó más durante el gobierno de Obama que con cualquier otro presidente de Estados Unidos. En 30 años se ha gastado más de un billón de dólares –un millón de millones, es decir, un 1 seguido de 12 ceros–.

Hay planes para la construcción de una bomba nuclear en miniatura; se la conoce como la B61 modelo 12. Nunca ha habido nada parecido. El general James Cartwright, ex vicepresidente del Estado Mayor Conjunto, dijo: “La miniaturización nuclear [hace que el uso de esta] arma sea más posible”.

En los últimos 18 meses, la mayor concentración de tropas desde la Segunda Guerra Mundial –comandada por Estados Unidos– se está desplegando a lo largo de la frontera occidental rusa. Desde la invasión de la Unión Soviética por los ejércitos de Hitler, ninguna fuerza militar extranjera ha montado semejante amenaza demostrable contra Rusia.

Ucrania –una vez integrante de la Unión Soviética– se ha convertido en un parque temático de la CIA. Después de haber orquestado un golpe de Estado en Kiev, Washington controla de hecho a un régimen que está al lado de Rusia y es hostil a ella. Un régimen literalmente plagado de nazis. Las figuras parlamentarias prominentes de Ucrania son descendientes políticos de los conocidos grupos fascistas OUN [Organización de Nacionalistas Ucranianos] y UPA [Ejército Insurgente Ucraniano]. Elogian públicamente a Hitler y llaman a la persecución y expulsión de la minoría rusohablante.

Esta noticia casi no existe en Occidente, o es tergiversada para quitarle la carga de verdad.

En Letonia y Estonia –países vecinos de Rusia– el poder militar de Estados Unidos está desplegando fuerzas de combate, tanques y armamento pesado. Esta provocación extrema de la que es objeto la segunda potencia nuclear del globo es recibida en Occidente sin que se haga oír una sola voz.

Lo que constituye una perspectiva de guerra nuclear todavía más peligrosa es una campaña paralela contra China.

Casi no pasa un día en el que no se coloque a China en el estatus de “amenaza”. Según el almirante Harry Harris, comandante estadounidense de la zona Pacífico, China está “levantando un gran muro de arena en el mar de China Meridional”. Se refiere a la construcción de pistas de aterrizaje en las islas Spratly, que son objeto de disputa con Filipinas, una disputa que pasó desapercibida hasta que Washington presionó y sobornó al gobierno de Manila, y el Pentágono lanzó una campaña propagandista llamada “libertad de navegación”.

¿Qué significa esto en realidad? Significa que los barcos de guerra estadounidenses tengan libertad para patrullar y dominar el litoral marítimo chino. Trate usted de imaginar cuál sería la reacción de Estados Unidos si buques de guerra chinos hiciesen lo mismo frente a las costas de California.

Yo rodé una película llamada The War You Don’t See (La guerra que usted no ve) en la que entrevisté a distinguidos periodistas de EEUU y Gran Bretaña: reporteros como Dan Rather, de CBS; Rageh Omar, de la BBC; o David Rose, de The Observer. Todos ellos dijeron que si los periodistas y presentadores de radio y TV hubiesen hecho su trabajo y cuestionado la propaganda que sostenía que Sadam Hussein poseía armas de destrucción masiva; si los periodistas no hubiesen amplificado las mentiras de George W. Bush y Tony Blair y no se hubieran hecho eco de ellas, la invasión de Iraq en 2003 posiblemente no habría ocurrido, y cientos de miles de hombres, mujeres y niños hoy estarían vivos.

En principio, la propaganda que está preparando el terreno para una guerra contra Rusia y/o China no es muy diferente. Que yo sepa, ningún periodista de los medios de “la corriente dominante” occidental –un equivalente a Dan Rather, digamos– pregunta por qué China está construyendo aeródromos en el mar de China Meridional.

La respuesta saltaría a la vista. Estados Unidos está rodeando a China con una red de bases militares, misiles balísticos, unidades de combate, aviones de bombardeo que transportan bombas nucleares. Este mortífero arco, que comprende Australia, las islas del Pacífico, las Marianas y Guam, Filipinas, Thailandia, Okinawa, Corea del Sur y, ya en Eurasia, también Afganistán e India. Estados Unidos ha puesto un dogal en el cuello de China. Pero esto no es noticia. Silencio mediático; guerra mediática.

Con mucho secretismo, en 2015, Estados Unidos y Australia realizaron los mayores ejercicios aeronavales de los últimos años, fueron conocidos como ‘Sable talismán’. Su finalidad era mejorar los planes de guerra aeronaval y de bloqueo de corredores marítimos –como los estrechos de Malaca y de Lombok– para cortar el acceso de China al petróleo, al gas y a otras materias primas de Oriente Medio y África.

En el circo conocido como la campaña presidencial estadounidense, Donald Trump aparece como un loco, un fascista. Ciertamente, es detestable, pero también es alguien que odia a los medios. Esto solo ya despertaría nuestro escepticismo.

Los puntos de vista de Trump sobre la inmigración son grotescos, pero no mucho más que los de David Cameron. Trump no es el Gran Deportador de Estados Unidos; sí lo es el ganador del Premio Nobel de la Paz, Barack Obama.

Según un gran comentarista liberal, Trump está “desencadenando las fuerzas oscuras de la violencia” de Estados Unidos. ¿Desencadenándolas? Este es el país donde los bebés le disparan a su madre y la policía está empeñada en una guerra asesina contra los estadounidenses negros. Este es el país que ha atacado y tratado de derribar a más de 50 gobiernos, muchos de ellos elegidos democráticamente, y bombardeado desde Asia a Oriente Medio, provocando la muerte y la miseria de millones de personas.

Ningún país puede igualar este sistemático récord de violencia. La mayor parte de las guerras de Estados Unidos (casi todas ellas contra países indefensos) no han sido iniciadas por presidentes republicanos sino por demócratas liberales: Truman, Kennedy, Johnson, Carter, Clinton, Obama.

En 1947, una serie de directivas del Consejo de Seguridad Nacional (NSC, por sus siglas en inglés) describieron los principales objetivos de la política exterior de Estados Unidos como [la construcción de] un mundo sustancialmente hecho a nuestra propia imagen”. La ideología era mesianismo estadounidense. Todos éramos estadounidenses. U otra cosa. Los herejes serían convertidos, subvertidos, comprados, difamados o aplastados.

Donald Trump es un síntoma de esta actitud, pero también es un disidente. Dice que la invasión de Iraq fue un crimen; él no quiere entrar en guerra con Rusia y China. Para nosotros, el peligro no es Trump sino Hillary Cliton. Ella no es una disidente. Ella personifica la resiliencia y la violencia de un sistema cuyo cacareado “excepcionalismo” es totalitario con un ocasional rostro liberal.

Según se acerque el día de las elecciones, Clinton será saludada como la primera mujer en la Oficina Oval, sin que importen sus crímenes y mentiras; tal como fue alabado Barack Obama por ser el primer presidente negro, y los progresistas se tragaron sus tonterías sobre la “esperanza”. Y las bobadas continúan.

Descrito por el columnista de The Guardian Owen Jones como “divertido, encantador, con una falta de formalidad de la que escapan prácticamente todos los políticos”, al día siguiente Obama envió unos drones para asesinar a 150 personas en Somalia. Acostumbra a matar los martes, según el New York Times, cuando le entregan una lista de candidatos a ser asesinados por medio de drones. Es un tío muy legal.

En 2008, en su campaña presidencial, Hillary Clinton amenazó a Irán con “destruirlo completamente” con armas nucleares. Como secretaria de Estado en el gobierno Obama, ella participó en el derribo del gobierno democrático de Honduras. Su contribución en la destrucción de Libia, en 2011, fue casi jubilosa. Cuando el líder libio, el coronel Gaddafi, fue sodomizado en público con un cuchillo –un crimen que solo fue posible gracias a la logística estadounidense–, Clinton se regodeó diciendo: “Nosotros llegamos, lo vimos y él murió”.

Una de las más estrechas aliadas de Clinton es Madeleine Albright, la ex secretaria de Estado, que ha atacado a algunas jóvenes mujeres por no apoyar a “Hillary”. Es la misma Madeleine Albright que celebró infamemente por la televisión la muerte de medio millón de niños iraquíes diciendo “valió la pena”.

Entre los más grandes apoyos de Clinton están los grupos de presión israelíes y las empresas fabicantes del armamento que alimenta la violencia en Oriente Medio. Ella y su marido han recibido una fortuna proveniente de Wall Sreet. Aun así, ella está a punto de ser consagrada candidata de las mujeres para deshacerse del maligno Trump, el demonio oficial. Entre las seguidoras de Hillary hay distinguidas feministas: como Gloria Steinem, de Estados Unidos, y Anne Summers, de Australia.

Hace una generación, una corriente de pensamiento postmoderno ahora conocido como “política identitaria” hizo que muchas personas inteligentes y de mente progresista se inhibieran de analizar las causas y las figuras que ellas apoyaban –los impostores de Obama y Clinton; los falsos movimientos progresistas como Syriza, en Grecia, que traicionaron al pueblo de ese país y se aliaron con sus enemigos.

La autoabsorción –una especie de exaltación de mí mismo– se convirtió en el nuevo Zeitgeist (tiempo del espíritu) en las privilegiadas sociedades occidentales y marcó la desaparición de los grandes movimientos contra la guerra, la injusticia social, la desigualdad, el racismo y el sexismo.

Hoy en día, la larga siesta podría estar acabando. La juventud está volviendo a despertar. Poco a poco. Los miles de jóvenes que en Gran Bretaña apoyaron a Jeremy Corbyn como líder laborista forman parte de este despertar, al igual que aquellos que acudieron para apoyar al senador Bernie Sanders.

No obstante, la semana pasada, en Gran Bretaña, el aliado más cercano a Jeremy Corbyn, su tesorero en la sombra John McDonnell, implicó a un gobierno laborista en la cancelación de la deuda de la banca pirata y, de hecho, en la continuación de la llamada austeridad.

Y en Estados Unidos, Bernie Sanders prometió apoyar a Clinton en el caso de que sea nominada. Él, también, ha votado por el empleo de la fuerza contra algunos países cuando, según su parecer, sea “correcto”. Dice que Obama ha hecho “un gran trabajo”.

En Australia hay una especie de política de la morgue, en la que se suceden tediosos juegos parlamentarios interpretados por los medios mientras los refugiados y los pueblos originarios son perseguidos y crece la desigualdad, al mismo tiempo que el peligro de una guerra. El gobierno de Malcom Turnbull acaba de anunciar el llamado presupuesto de la defensa de 195.000 millones de dólares, que es un impulso en la dirección de la guerra. El debate no existe. Silencio.

¿Qué ha pasado con la gran tradición de la acción directa popular sin las limitaciones de los partidos? ¿Dónde están el coraje, la imaginación y el compromiso necesarios para iniciar un largo viaje hacia un mundo mejor, justo y pacífico? ¿Dónde están los disidentes en el arte, el cine, el teatro, la literatura?

¿Dónde están aquellos que harán pedazos el silencio? ¿O estamos esperando a que se dispare el primer misil nuclear?

Esta es una versión corregida de un discurso que John Pilger pronunció en la Universidad de Sydney, Australia; su título era ‘Ha empezado una guerra mundial’.

John Pilger es un periodista, cineasta y escritor de origen australiano. Es autor, entre otros, del libro: Freedom Next Time. Sus documentales pueden verse gratuitamente en su página web: http://www.johnpilger.com/

Fuente: http://www.counterpunch.org/2016/03/23/a-world-war-has-begun-break-the-silence/

Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.

Fuente: Rebelión

domingo, 13 de marzo de 2016

El mundo después de Obama







Vijay Prashad

Frontline

Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández

Cuando el presidente de Estados Unidos Barack Obama aceptó el Premio Nobel de la Paz en 2009, dijo: “Quizá el aspecto más controvertido de recibir este premio sea el hecho de que soy el comandante-en-jefe del ejército de una nación que está inmersa en dos guerras”. Obama se refería a las guerras en Afganistán e Iraq, aunque esa fue una respuesta asaz modesta. EEUU había participado en algo más que dos guerras. En 2001, George Bush metió al país en una Guerra contra el Terror en todo momento y en cualquier lugar. Las Fuerzas Especiales estadounidenses y la aviación teledirigida se habían involucrado en operaciones de combate en muchos más de dos países.

Ningún otro país ha dejado una huella tan amplia como EEUU. Tiene 800 bases militares en 80 países y puestos de vigilancia por todo el planeta en función de los intereses estadounidenses. Ni China ni Rusia se acercan de lejos a EEUU en términos de alcance militar. Con el colapso de la Unión Soviética en 1991, EEUU no tuvo ya competidores en el escenario mundial, dedicándose a fomentar la guerra sin preocupación ni cuestionamiento alguno. Esto se hizo evidente en Iraq en 1991. La falta de una presión eficaz frente a las ambiciones de EEUU llevó a los diversos jerifaltes a santificar sus guerras en las Naciones Unidas. Tras el fiasco de su invasión de Iraq en 2003, la legitimidad de EEUU se erosionó, por lo cual se presionó a la ONU para que aprobara velozmente un nuevo mandato, la doctrina de Responsabilidad de Proteger (R2P) de 2005, por la que se sugería que los Estados miembros de la ONU podían intervenir en un conflicto interno si los civiles estaban sufriendo las consecuencias del mismo.

Las guerras de Hillary Clinton


Con independencia de cuáles puedan ser los puntos de vista personales de Obama sobre la guerra, no se ha rodeado precisamente de pacifistas. Había dicho que la invasión de Iraq de 2003 había sido una “guerra mala”, pero que el ataque de EEUU contra Afganistán era, en cambio, una “guerra buena”. Y que podían emprenderse otras “guerras buenas”, sobre todo si contaban con el visto bueno de la R2P. Por ejemplo, la guerra contra Libia de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) fue un ataque de tipo R2P. Obama se había mostrado reticente. Pero su secretaria de estado Hillary Clinton trabajó duro para convencerle de bombardear Libia. Como escribió la asesora de Hillary Clinton, Anne-Marie Slaughter, en un correo del 19 de marzo de 2011: “Nunca me he sentido más orgullosa de haber convencido al presidente en este tema”. Hillary Clinton respondió tres días después: “Cruza los dedos y reza por un aterrizaje suave por el bien de todos”. Libia, que fue mucho más la guerra de Hillary Clinton que la del francés Nicolas Sarkozy, empezó siendo la “guerra buena”, convirtiéndose poco después en una “mala”.

Hillary Clinton es la presunta candidata demócrata para suceder a Obama. Uno de sus argumentos con los que defiende su candidatura es que supera a otros candidatos del partido a nivel de experiencia en política exterior. Pero, ¿qué clase de experiencia es la que acumula? La parte más importante de su hoja de servicio es que pasó cuatro años como secretaria de estado en la primera presidencia de Obama. Los momentos clave de su carrera muestran que se dedicó a socavar los intereses democráticos de otros países en nombre de los intereses globales de EEUU. En 2009, el departamento de Hillary Clinton jugó un papel activo en el golpe de Estado contra Manuel Zelaya, el presidente democráticamente electo de Honduras. La desgracia de Latinoamérica no desalentó a Hillary Clinton, que quería precipitar nuevas elecciones bajo el golpe para “echar por tierra el asunto de Zelaya”, como señaló en su autobiografía. El golpe envió un mensaje a toda América Latina: EEUU no había olvidado actuar en nombre de sus intereses empresariales y militares contra cualquier desafío al statu quo.

Golpe blando


Al siguiente año, jugó un papel clave en la dimisión de Yukio Hatoyama, primer ministro de Japón, que había sido elegido democráticamente. Hatoyama había prometido eliminar la base militar estadounidense de Okinawa. Hillary viajó a Japón en cuanto Hatoyama intentó cumplir esa promesa, dedicándose a presionar contra la retirada de la base y fomentando el descontento entre la clase política. Uno de los aliados de Hatoyama rompió con él. Y Hatoyama tuvo que dimitir pocas semanas después de que Hillary Clinton se marchara del país. Fue un golpe blando. La guerra contra Libia en 2010 fue la experiencia más potente de Clinton. Cuando el líder libio Muamar Gadafi fue asesinado en los alrededores de Sirte, ella dijo: “Llegamos, vimos y se murió”. Fue una demostración despiadada del poder de EEUU. Es una muestra de cómo Hillary Clinton podría gobernar como presidenta: con puño de hierro contra cualquier desafío al poder estadounidense.

Hillary Clinton es la medida del punto de vista del establishment estadounidense respecto a su autoridad y necesidad de dirigir la agenda del mundo. El republicano más cercano a ella es Marco Rubio, el joven senador cubano-estadounidense por Florida. Tanto Rubio como Hillary creen que EEUU es un país excepcional y que sin su liderazgo el mundo se hundiría en una ciénaga. Le encanta decir que EEUU es “una nación indispensable” y sugiere que hay pocos problemas en el mundo “que puedan resolverse sin contar con su país”. “Hay una nación única sobre la tierra”, dijo Rubio en 2014, “que sea capaz de reunir a las personas libres de este planeta para hacer frente a la propagación del totalitarismo”. Sólo EEUU puede hacer eso. Las demás resultan en sí mismas peligrosas. China y Rusia, para Rubio y Hillary Clinton, son amenazas vivientes. “En Moscú hay un gánster que no sólo está amenazando a Europa”, dijo coloridamente Rubio el pasado año, sino que “está amenazando con destruir y dividir la OTAN”. Hillary Clinton, cuando era secretaria de estado, comparó a Vladimir Putin con Adolph Hitler. El establishment se comprometió a hacer retroceder a Rusia. Hay un amplio consenso en eso.

Si bien dicho establishment estadounidense representa fácilmente a Rusia como una nación siniestra, se muestra mucho más cauto sobre China. Tanto Hillary Clinton como Rubio admiran al ex secretario de estado Henry Kissinger, quien sostiene en su libro titulado “China” que las dos potencias deberían colaborar. Dada la interpenetración de las economías china y estadounidense, la confrontación no es muy aconsejable. Sobre Cuba y Vietnam, Rubio dijo que el compromiso no había llevado la libertad a esos países. Cuando le preguntaron sobre China, dijo: “Desde una perspectiva geopolítica, nuestra aproximación a China tiene que ser necesariamente diferente a Cuba”. Es la palabra necesariamente la que indica la precaución que propugnaba Kissinger. El pasado año, Hillary Clinton levantó ampollas en Pekín al cuestionar el compromiso de sus dirigentes con los derechos de la mujer. Pero esto no define sus relaciones con China, que son mucho más pragmáticas, en línea con los intereses empresariales de EEUU. El choque de espadas es malo para todos aquellos intereses que prefieren un buen acuerdo a un enfrentamiento abierto.

Aislacionismo republicano


Si bien Rubio y Hillary Clinton son un reflejo de la posición del establishment respecto a la guerra y el comercio, el candidato presidencial republicano Donald Trump llega a la política exterior desde una postura muy particular. A nivel superficial, Trump parece un aislacionista, alguien que quiere que EEUU se retire de los líos por todo el mundo. Quiere construir un muro gigantesco alrededor del país y utilizar el potencial aéreo para disciplinar a los pueblos del planeta. Ted Cruz, un fanático religioso, ha hecho comentarios genocidas acerca de ese uso del poder aéreo. Dijo que quiere bombardear desaforadamente al Estado Islámico para averiguar “si la arena puede brillar en la oscuridad”. Trump dijo que sus tropas bañarían sus balas en sangre de cerdo antes de ejecutar a los musulmanes. Esa es su retórica rabiosa. Pero al mismo tiempo, Trump atacó la guerra de George Bush en Iraq en 2003 diciendo que fue “un error gordo y enorme, ¿no es cierto?”.

Trump y Cruz son incoherentes en su aislacionismo. No les gustaría enredar a EEUU en guerras pero están ansiosos por bombardear a sus adversarios. Su aislacionismo es también anacrónico. El ejército estadounidense no sólo se ha extendido por el mundo sino que su gobierno se considera como el policía planetario. Este papel de policía se basa en el mantenimiento de una serie de relaciones financieras y comerciales por todo el mundo. Es decir, que la presencia militar de EEUU establece las condiciones del poderío económico estadounidense, que es impulsado a través de la Organización Mundial de Comercio y el Fondo Monetario Internacional (donde EEUU estuvo muy dispuesto a respaldar un segundo mandato de Christine Lagarde). Un aislamiento verdadero tendría que romper con una política exterior dedicada a proteger los intereses en el extranjero de las corporaciones trasnacionales y multimillonarios estadounidenses. Pero a los aislacionistas republicanos les gustaría conseguir los beneficios del poder militar sin tener que ejercerlo. Ese es el núcleo de su confusión.

El candidato demócrata Bernie Sanders comparte los puntos de vista de Trump sobre la guerra de Iraq pero se aproxima a las raíces del poder desde una perspectiva diferente. Sanders dijo que EEUU “no puede y no debería ser el policía del mundo”. Esto supone una ruptura del consenso. En lo que se refiere al poder de Wall Street a nivel interno, Sanders es claro como el cristal. Sin embargo, no es tan claro públicamente con los vínculos entre las ventajas financieras y comerciales conseguidas por EEUU a partir de su presencia militar por todo el mundo. El único camino para retirar de verdad el poder militar de EEUU sería reconocer que eso implicará también que el país no tenga ya ventajas financieras y comerciales sin freno por todo el planeta. Hay algo de profético en la voz de Sanders al fulminar a Wall Street y los multimillonarios. Pero en lo que se refiere al mundo, va un poco a tientas. No es, como sugiere Hillary Clinton, que le falte experiencia. El resto de los candidatos en las posibilidades de suceder a Obama se muestran unidos en el punto de vista de que el poder de EEUU es intocable. Sanders parece sugerir que la era del poderío estadounidense debe llegar a su fin. Pero no puede permitirse expresarlo así.

Vijay Prashad es director de Estudios Internacionales en el Trinity College y editor de “ Letters to Palestine ” (Verso). Vive en Northampton.


Fuente:

http://www.frontline.in/world-affairs/the-world-after-obama/article8299429.ece


Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, a la traductora y a Rebelión como fuente de la traducción.

miércoles, 2 de marzo de 2016

De cómo una flor rosada ha derrotado a la única superpotencia mundial


De cómo una flor rosada ha derrotado a la única superpotencia mundial

La guerra del opio de EEUU en Afganistán

Alfred W. McCoy
TomDispatch.com
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández


Después de pelear la guerra más larga de toda su historia, EEUU está al borde de la derrota en Afganistán. ¿Cómo puede haber ocurrido? ¿Cómo es posible que la única superpotencia mundial haya estado continuamente batallando durante quince años, desplegando 100.000 de sus efectivos más especializados, sacrificando las vidas de 2.200 de esos soldados, gastando más de un billón de dólares en sus operaciones militares, dilapidando 100.000 millones más en la supuesta “construcción y reconstrucción de la nación”, ayudando a crear, financiar, equipar y entrenar a un ejército de 350.000 aliados afganos, y no sea capaz aún de pacificar una de las naciones más empobrecidas de la tierra? Tan deprimente es la perspectiva de estabilidad en Afganistán para 2016 que la Casa Blanca de Obama ha cancelado no hace mucho una planeada retirada de otro contingente de soldados, dejando alrededor de 10.000 efectivos de forma indefinida en el país.
Si fueran a cortar el nudo gordiano de complejidad que es la guerra afgana, encontrarían que en el fracaso estadounidense allí radica la mayor paradoja política del siglo: el gigantesco ejército de Washington ha sido parado en seco en su ruta de acero por una flor rosada, la amapola del opio.
A lo largo de más de tres décadas en Afganistán, las operaciones militares de Washington sólo han tenido éxito cuando se han adaptado de forma razonable y cómoda al tráfico ilícito del opio en Asia Central, y han fracasado cuando no lo han complementado. La primera intervención estadounidense en el país se inició en 1979. Tuvo parcialmente éxito porque la guerra indirecta que la CIA lanzó para expulsar a los soviéticos de allí coincidió con la forma en que sus aliados afganos utilizaban el abultado tráfico de drogas del país para sostener su larga lucha de una década de duración.
Por otra parte, en los casi quince años de continuos combates desde la invasión de EEUU en 2001, los esfuerzos de pacificación han fracasado en gran medida a la hora de frenar la insurgencia talibán porque EEUU no ha podido controlar el enorme excedente del comercio de heroína del país. Como la producción de opio se incrementó desde un mínimo de 180 toneladas a unas monumentales 8.200 en los primeros cinco años de ocupación estaodunidense, el suelo de Afganistán parecía haberse sembrado con los dientes de dragón del antiguo mito griego. Cada cosecha de amapola producía un nuevo plantel de combatientes adolescentes para el creciente ejército de guerrillas de los talibán.
En cada una de las etapas de la trágica y tumultuosa historia de Afganistán de los últimos 40 años –la guerra encubierta de la década de 1980, la guerra civil de la década de 1990 y la ocupación de EEUU desde 2001-, el opio jugó un papel sorprendentemente importante en la conformación de los azares del país. En uno de los giros del destino más amargos de la historia, la forma en que la ecología singular de Afganistán convergió con la tecnología militar estadounidense transformó esta nación remota y sin salida al mar en el primer narcoestado del mundo, un país donde las drogas ilícitas dominan la economía, definen las opciones políticas y determinan la fortuna de las intervenciones extranjeras.

Guerra encubierta (1979-1992)

La guerra secreta de la CIA contra la ocupación soviética de Afganistán durante la década de 1980 ayudó a transformar las anárquicas zonas fronterizas afgano-pakistaníes en el semillero de una expansión sostenida del tráfico mundial de la heroína. “En las áreas tribales”, el Departamento de Estado informaría en 1986, “no hay fuerzas policiales. No hay tribunales. No hay impuestos. Ningún arma es ilegal… El hachís y el opio están con frecuencia a la vista”. En aquel entonces, ese proceso llevaba mucho tiempo en marcha. En vez de formar su propia coalición de líderes de la resistencia, la Agencia confió en el crucial Interservicio de Inteligencia pakistaní (ISI, por sus siglas en inglés) y en sus clientes afganos, que pronto se convirtirían en los gestores del pujante tráfico tranfronterizo del opio.
Como cabía esperar, la Agencia miró hacia otro lado mientras la producción de opio de Afganistán crecía de forma incontrolada desde unas 100 toneladas anuales en la década de 1970, a 2.000 toneladas en 1991. En 1979 y 1980, justo cuando los esfuerzos de la CIA empezaban a redoblarse, se abrió una red de laboratorios de heroína a lo largo de la frontera afgano-pakistaní. Esa región se convirtió pronto en la mayor productora de heroína del mundo. En 1984, suministraba un sorprendente 60% del mercado estadounidense y el 80% del europeo. Dentro de Pakistán, el número de adictos a la heroína fue desde prácticamente cero (sí, cero) en 1979, a 5.000 en 1980 y a 1.300.000 en 1985, una tasa de adicción tan alta que fue tildada por la ONU de “especialmente impactante”.
Según el informe del Departamento de Estado de 1986, el opio “es la cosecha ideal en un país asolado por la guerra, ya que requiere de muy escasa inversión de capital, crece rápidamente y es de fácil transporte y comercialización”. Además, el clima de Afganistán es muy adecuado para esta cosecha templada, con un rendimiento promedio dos o tres veces superior al de la región del Triángulo de Oro del Sureste Asiático, la anterior capital del comercio del opio. A medida que la incesante guerra entre la CIA y los subrogados de los soviéticos generaban al menos tres millones de refugiados e interrumpían la producción alimentaria, los campesinos afganos se volvían “desesperadamente” hacia el opio, ya que producía fácilmente “altos beneficios” con los que poder cubrir los precios cada vez más altos de los alimentos. Al mismo tiempo, según el Departamento de Estado, los elementos de la resistencia se implicaron en la producción y tráfico del opio “para proporcionar alimentos básicos a la población que estaba bajo su control y financiar las compras de armamento”.
Cuando la resistencia de los muyahaidines se fortaleció y empezó a crear zonas liberadas en el interior de Afganistán en los primeros años de la década de 1980, acudieron a financiar sus operaciones recaudando impuestos de los campesinos que producían la lucrativa adormidera, especialmente en el fértil valle de Helmand, en otro tiempo considerado el granero del sur de Afganistán. Las caravanas que transportaban armas de la CIA para la resistencia en esa región volvían a menudo cargadas de opio, informaba el New York Times, “con el consentimiento de los responsables estadounidenses o pakistaníes de la inteligencia que apoyaban a tal resistencia”.
Una vez que los combatientes muyahaidines sacaban el opio a través de la frontera, lo vendían a los refinadores pakistaníes de heroína que operaban en la Provincia Fronteriza del Noroeste del país, una zona de guerra encubierta controlada por el estrecho aliado de la CIA, el general Fazle Haq. En 1988, había entre 100 y 200 refinerías de heroína sólo en el distrito de Khyber de esa provincia. Más hacia el sur, en el distrito Kohi-Soltan de la provincia de Baluchistán, Gulbuddin Hekmatyar, el favorecido activo afgano de la CIA, controlaba seis refinerías que convertían en heroína una gran parte del opio del valle de Helmand. Camiones de la Célula de Logística Nacional del ejército pakistaní llegaban cargados de armamento de la CIA hasta esas zonas fronterizas desde el puerto de Karachi, y volvían abarrotados de heroína hacia puertos y aeropuertos, desde donde era exportada a los mercados mundiales.
En mayo de 1990, cuando estaba poniéndose fin a esta operación encubierta, el Washington Post informaba de que el principal activo de la CIA, Hetmakyar, era también el principal traficante de heroína de los rebeldes. Las autoridades estadounidenses, afirmaba el Post, llevaban tiempo negándose a investigar las acusaciones de tráfico de heroína contra Hekmatyar, así como contra el ISI de Pakistán, en gran medida “porque la política de narcóticos estadounidense en Afganistán estaba subordinada a la guerra contra la influencia soviética en ese país”.
En efecto, Charles Cogan, exdirector de la operación afgana de la CIA, habló después francamente acerca de las opciones de su Agencia. “Nuestra misión principal era hacer tanto daño a los soviéticos como fuera posible”, dijo en 1995 en la televisión australiana. “En realidad, no teníamos ni los recursos ni el tiempo necesarios para dedicarnos a investigar el comercio de la droga. No creo que tengamos que pedir perdón por eso… Se fracasó en el tema de las drogas, sí, es verdad. Pero se consiguió el objetivo principal. Los soviéticos se marcharon de Afganistán”.

La guerra civil afgana y el ascenso de los talibán (1989-2001)

A largo plazo, esa intervención “clandestina” (de la que tan abiertamente se escribió o alardeó) produjo un agujero negro de inestabilidad geopolítica nunca cerrado ni cicatrizado.
Situado en las remotas zonas norteñas del monzón estacional, donde las nubes de la lluvia llegan ya muy exprimidas, el Afganistán árido no se recuperó nunca de la devastación sin precedentes sufrida en los años de la primera intervención estadounidense. Aparte de zonas irrigadas como el valle de Helmand, las tierras altas semiáridas del país eran ya un frágil ecosistema llevado al límite para mantener a poblaciones grandes cuando estalló la guerra en 1979. Cuando esa guerra se fue apagando entre 1989 y 1992, la alianza dirigida por Washington abandonó el país sin patrocinar un acuerdo de paz ni financiar reconstrucción alguna.
Washington se limitó a mirar hacia otro lado cuando en el país estalló una despiadada guerra civil que produjo 1,5 millones de muertos, tres millones de refugiados, una economía arrasada y un grupo de señores de la guerra bien armados dispuestos a luchar por el poder. Durante los años de la terrible contienda civil que siguió, los campesinos afganos cultivaron la única cosecha que aseguraba beneficios instantáneos, la adormidera. La cosecha del opio, que se había multiplicado veinte veces hasta las 2.000 toneladas durante la era de la guerra encubierta de la década de 1980, se duplicaría durante la guerra civil de la década de 1990.
En este agitado período, el auge del opio debería considerarse una consecuencia de los graves daños que dos décadas de guerra habían causado. Con el retorno de esos tres millones de refugiados a una tierra asolada por la guerra, los campos de opio fueron un regalo del cielo respecto al empleo, ya que requerían de nueve veces más trabajadores que cultiva el trigo, alimento básico del país. Además, sólo los narcotraficantes eran capaces de acumular rápidamente el capital suficiente para poder proporcionar los tan necesitados adelantos de dinero a los campesinos pobres del trigo, adelantos que equivalían a más de la mitad de sus ingresos anuales. Ese crédito resultaba vital para la supervivencia de muchos aldeanos pobres.
En la primera fase de la guerra civil, de 1992 a 1994, los implacables señores de la guerra locales combinaban las armas con el opio en una lucha por el poder a nivel nacional. Determinados a instalar a sus aliados pastunes en Kabul, la capital afgana, Pakistán se sirvió del ISI para entregar armas y fondos a sus principal cliente, Hekmatyar. En aquel momento era el primer ministro nominal de una díscola coalición cuyas tropas se pasarían dos años ametrallando y bombardeando Kabul en unos combates que dejaron la ciudad en ruinas y alrededor de 50.000 afganos muertos más. Sin embargo, cuando no logró tomar la capital, Pakistán pasó a apoyar a una nueva fuerza pastún, los talibán, un movimiento fundamentalista que había surgido de las escuelas militantes islámicas.
Después de apoderarse de Kabul en 1996 y controlar gran parte del país, el régimen talibán fomentó el cultivo local del opio, ofreciendo protección gubernamental al comercio de exportación y recaudando los muy necesitados impuestos tanto del opio producido como de la heroína fabricada a partir de él. Las investigaciones sobre el opio llevadas a cabo por la ONU mostraron que los talibán, durante sus primeros tres años en el poder, habían aumentado la cosecha del opio del país hasta las 4.600 toneladas, es decir, el 75% de la producción mundial en ese momento.
Sin embargo, en julio de 2000, cuando una devastadora sequía entró en su segundo año y una hambruna masiva se propagó por Afganistán, el gobierno talibán ordenó de repente que se prohibieran todos los cultivos de opio como aparente recurso para conseguir el reconocimiento y ayuda internacionales. Una posterior investigación de la ONU sobre las cosechas en 10.030 pueblos, encontró que esta prohibición había reducido la cosecha en un 94%, hasta producir sólo 185 toneladas.
Tres meses después, los talibán enviaron una delegación presidida por su viceministro de asuntos exteriores, Abdur Rahman Zahid, a la sede de la ONU en Nueva York para intercambiar la continuación de la prohibición de las drogas por el reconocimiento diplomático. Sin embargo, esa Organización impuso nuevas sanciones al régimen por proteger a Osama bin Laden. EEUU, por otra parte, recompensó en realidad a los talibán con 43 millones de dólares en ayuda humanitaria, aunque secundó las críticas de la ONU sobre bin Laden. Al anunciar esta ayuda en mayo de 2001, el secretario de estado Colin Powell, alabó “la prohibición sobre la adormidera, una decisión de los talibán a la que damos la bienvenida” e instó al régimen a “actuar en una serie de cuestiones fundamentales que nos separan: el apoyo al terrorismo y la violación de los estándares de los derechos humanos internacionalmente reconocidos, especialmente el trato dado a las mujeres y niñas”.

La guerra contra el terror (2001-2016)

Tras una década ignorando a Afganistán, Washington volvió a descubrió ese lugar en la venganza emprendida tras los ataques del 11-S. Pocas semanas después, en octubre de 2001, EEUU empezó a bombardear el país y a continuación lanzó una “invasión” encabezada por los señores de la guerra locales. El régimen de los talibán se vino abajo, en palabras del veterano periodista del New York Times, R.W. Apple, a una velocidad “tan repentina y tan inesperada que los funcionarios del gobierno y los expertos en estrategia… encuentran difícil explicar”. Aunque los ataques aéreos estadounidenses causaron considerables daños psicológicos y físicos, muchas otras sociedades han resistido bombardeos mucho más masivos sin hundirse de esa manera. En retrospectiva, parece probable que la prohibición del opio hubiera aniquilado económicamente a los talibanes, dejando su teocracia convertida en una cáscara hueca que saltó hecha añicos con las primeras bombas estadounidenses.
Hasta un alcance por lo general no valorado, Afganistán, durante las dos décadas anteriores, había dedicado una parte cada vez mayor de sus recursos –capital, tierra, agua y trabajo- a la producción de opio y heroína. En el momento en que los talibán prohibieron su cultivo, el país se había convertido, a nivel agrícola, en poco más que un monocultivo del opio. El narcotráfico representaba la mayor parte de sus ingresos fiscales, casi todos los ingresos de sus exportaciones y empleaba a una gran parte de su mano de obra. En este contexto, la erradicación del opio demostró ser un acto de suicidio económico que llevó a una sociedad ya debilitada al borde del colapso. En efecto, una encuesta de la ONU realizada en 2011 halló que la prohibición había “provocado una grave pérdida de ingresos para alrededor de 3,3 millones de personas”, el 15% de la población, que incluía a 80.000 campesinos, 480.000 trabajadores itinerantes y los millones de personas que dependían de ellos.
Aunque la campaña de bombardeos estadounidenses se estuvo ensañando con el país a lo largo de octubre de 2001, la CIA gastó 70 millones de dólares “en desembolsos directos en efectivo sobre el terreno” para movilizar a su vieja coalición de señores de la guerra tribales y acabar con los talibanes, un gasto que el presidente George W. Bush llamaría más tarde una de las mayores “gangas” de la historia. Para capturar Kabul y otras ciudades claves, la CIA puso su dinero tras los dirigentes de la Alianza del Norte, a los que los talibán no habían nunca derrotado del todo. Ellos, a su vez, dominaban desde hacía mucho tiempo el narcotráfico en la zona del noroeste de Afganistán, que estaba bajo su control durante los años de los talibán. Mientras tanto, la CIA se volvió también hacia un grupo de señores de la guerra pastunes que se habían mantenido activos como traficantes de droga en la parte sureste del país. Como consecuencia de todo ello, cuando los talibán fueron a menos, ya se habían establecido las bases para la reanudación del cultivo del opio y el narcotráfico a gran escala.
Una vez tomadas Kabul y las capitales provinciales, la CIA cedió rápidamente el control de las operaciones a las fuerzas aliadas uniformadas y a las autoridades civiles cuyos ineptos programas de supresión de la droga en años venideros dejarían en un primer momento los crecientes beneficios del tráfico de heroína en manos de esos señores de la guerra y, en años posteriores, en manos de las guerrillas talibán. En los primeros años de la ocupación estadounidense, antes de que el movimiento consiguiera reconstituirse, la cosecha de opio se incrementó hasta las 3.400 toneladas. Las drogas ilícitas, en un desarrollo sin precedentes históricos, serían responsables de un extraordinario 62% del producto interior bruto (PIB) del país en 2003. Durante los primeros años de la ocupación estadounidense, el secretario de defensa Donald Rumsfeld “desestimó las crecientes señales de que el dinero de la droga se estaba canalizando hacia los talibán”, mientras que la CIA y el ejército de EEUU “hacían la vista gorda ante las actividades relacionadas con la droga de destacados señores de la guerra”.
A finales de 2004, la Casa Blanca, después de casi dos años sin mostrar prácticamente interés alguno por la cuestión, de externalizar el control del opio en sus aliados británicos y el entrenamiento de la policía en los alemanes, se tuvo que enfrentar de repente con la inquietante información de inteligencia de la CIA sugiriendo que la escalada del narcotráfico estaba alimentando el resurgimiento de los talibán. Con el apoyo del presidente Bush, el secretario de estado Powell instó entonces a poner en marcha una agresiva estrategia contra el narcotráfico que incluía una defoliación aérea, al estilo Vietnam, de las zonas rurales de Afganistán. Pero el embajador de EEUU, Zalmay Khalilzad, se resistió a este enfoque secundado por su aliado local Ashraf Ghani, entonces ministro de finanzas del país (y ahora su presidente), quien advirtió que tal programa de erradicación provocaría un “empobrecimiento generalizado” en el país al no contar con los 20.000 millones de dólares de ayuda exterior para que pudieran crear “una verdadera alternativa de subsistencia”.
Como solución de compromiso, Washington pasó a depender de contratistas privados como DynCorp para entrenar a los equipos afganos en la erradicación manual. Sin embargo, en 2005, según la corresponsal del New York Times Carlotta Gall, ese enfoque se había convertido ya en “algo parecido a una broma”. Dos años después, cuando se extendían tanto la insurgencia talibán como el cultivo del opio en lo que parecía ser una moda sinérgica, la embajada de EEUU volvió a presionar a Kabul para que aceptara el tipo de defoliación aérea que EEUU había patrocinado en Colombia. El presidente Hamid Karzai se negó, dejando este crucial problema sin resolver.
El informe de la ONU de 2007 sobre la Situación del Opio en Afganistán halló que la cosecha anual se había incrementado en un 24% hasta un record de 8.200 toneladas, lo que se traducía en el 53% del PIB del país y el 93% del suministro ilícito de la heroína mundial. Hay que destacar que la ONU afirmó que las guerrillas talibán habían “empezado a extraer recursos económicos de las drogas para armas, logística y pagos a las milicias”. Un informe del Instituto por la Paz de EEUU concluyó que, en 2008, el movimiento tenía 50 laboratorios de heroína en su territorio y controlaba el 98% de los campos de adormidera del país. Ese año, recaudaron al parecer 425 millones de dólares en “impuestos” de gravar el tráfico del opio, y con cada cosecha obtenían los fondos necesarios para reclutar un nuevo plantel de jóvenes combatientes de los pueblos. Cada uno de esos potenciales guerrilleros podía contar con pagos mensuales de 300 dólares, cantidad muy por encima de los salarios que habrían conseguido como trabajadores del campo.
A mediados de 2008, para contener la expansión de la insurgencia, Washington decidió enviar al país 40.000 soldados de combate estadounidenses más, aumentando las fuerzas aliadas a 70.000. Reconociendo el papel crucial de los ingresos procedentes del opio en las prácticas de reclutamiento talibán, el Tesoro estadounidense creó también la Afghan Threat Finance Cell y empotró a 50 de sus analistas en las unidades de combate con el encargo de poner en marcha acciones estratégicas contra el narcotráfico.
Según un veterano analista, al utilizar métodos cuantitativos de “análisis de redes sociales” y “modelaje de redes de influencia”, esos expertos civiles instantáneos “señalarían a los intermediarios hawala [acreedores rurales] como nodos fundamentales dentro de la red de un grupo insurgente”, lo que provocó que los soldados de combate estadounidenses tomaran “cursos de acción cinética”, es decir, de forma literal, echar abajo la puerta de la oficina hawala y liquidar sus operaciones”. Unos actos “tan controvertidos” pudieron “degradar temporalmente la red de financiación de un grupo insurgente”, pero esos progresos se producían “a costa de alterar a un pueblo entero” que dependía del prestamista para conseguir créditos legítimos y que constituían “la inmensa mayoría del negocio del hawalador”. De esta forma, una vez más, el apoyo a los talibán creció.
En 2009, las guerrillas se estaban extendiendo tan velozmente que la nueva administración Obama optó por un “incremento” de los efectivos estadounidenses hasta llegar a los 102.000, en un intento de contener a los talibán. Tras meses ampliando los despliegues de tropas, se lanzó oficialmente la nueva estrategia bélica del presidente Obama el 13 de febrero de 2010 en Marja, una remota ciudad-mercado en la provincia de Helmand. A medida que las oleadas de helicópteros descendían en sus alrededores escupiendo nubes de polvo, cientos de marines corrían a través de los campos de brotes de adormidera hacia el recinto con muros de adobe de la ciudad. Aunque su objetivo eran las guerrillas talibán locales, los marines estaban de hecho ocupando la capital del comercio global de la heroína. El suministro del 40% del ilícito opio mundial crecía en los distritos de los alrededores y gran parte de esa cosecha se comerciaba en Marja.
Una semana después, el comandante general estadounidense voló en helicóptero a la ciudad con Karim Khalili, vicepresidente afgano, para dar a conocer ante los medios la imagen de una nueva estrategia de contrainsurgencia que, dijo a los perodistas, era sólida como una roca para pacificar pueblos como Marja. Sólo que nunca ocurriría así porque el narcotráfico echó a perder la fiesta. “Cuando vengan con los tractores”, anunció una viuda afgana ante un coro de gritos de apoyo de sus compañeros campesinos, “tendrán que pasar por encima de mí y matarme antes de acabar con mis adormideras”. Hablando a través de un teléfono por satélite desde los campos de opio de la región, un funcionario de la embajada estadounidense me dijo: “No podemos ganar esta guerra sin hacer frente a la producción de drogas en la provincia de Helmand”.
Viendo el desarrollo de estos acontecimientos hace casi seis años, escribí un ensayo para TomDispatch advirtiendo de una derrota anunciada. “Por tanto, la opción está bastante clara”, expuse en aquel momento, “podemos continuar abonando este suelo letal con aún más sangre en una guerra brutal de resultados inciertos… o podemos ayudar a renovar esta antigua y árida tierra volviendo a plantar los huertos, reponiendo los rebaños y reconstruyendo las granjas destruidas en décadas de guerra… hasta que las cultivos alimentarios se conviertan en una alternativa viable al opio. Expresándolo de forma sencilla, tan sencilla que hasta Washington pueda entenderlo, sólo podemos pacificar un narcoestado si ya no es un narcoestado”.
Al atacar a las guerrillas pasando por alto las cosechas de opio que financiaban cada primavera a nuevos insurgentes, el incremento de Obama sufrió pronto esa derrota anunciada. Según el New York Times, cuando finalizaba 2012, los guerrilleros talibán habían “debilitado ya la mayor ofensiva que la coalición liderada por EEUU iba a emprender contra ellos”. En medio de la rápida reducción de fuerzas aliadas para cumplir el plazo fijado por el presidente Obama de diciembre de 2014 para “poner fin” a las operaciones de combate estadounidenses, las operaciones aéreas reducidas permitieron a los talibán lanzar ataques en masa en el norte, noreste y sur, matando efectivos del ejercito y la policía afganos en cifras de record.
En aquel tiempo, John Sopko, el inspector especial de EEUU para Afganistán, ofreció una reveladora explicación de la supervivencia de los talibán. A pesar de gastar la asombrosa cifra de 7.600 millones de dólares durante la década anterior en los programas para la “erradicación de la droga”, concluyó: “Hemos fracasado en todas las métricas concebibles. La producción y el cultivo han aumentado, la interdicción y erradicación han descendido, el apoyo financiero a la insurgencia ha subido y las adicciones y el abuso alcanzan niveles sin precedentes en Afganistán”.
En efecto, la cosecha de opio de 2013 ocupó una extensión record de 209.000 hectareas, aumentando la cosecha en un 50% hasta alcanzar las 5.500 toneladas. Esa enorme cosecha generó alrededor de 3.000 millones de dólares de ingresos ilícitos, de los cuales la parte recaudada por los talibanes rondaba los 320 millones, más de la mitad de sus ingresos. La embajada estadounidense corroboró esta sombría evaluación, tildando los ilícitos ingresos de “golpe de suerte para la insurgencia, que se beneficia del narcotráfico a casi todos los niveles”.
Cuando se recogió la cosecha de opio de 2014, cifras recientes de la ONU sugerían que la tendencia sombría no hizo sino continuar, con las zonas en cultivo aumentando hasta un record de 224.000 hectareas y una producción de 6.400 toneladas que alcanzaba casi máximos históricos”. En mayo de 2015, al observar cómo todo este flujo de drogas entraba en el mercado mundial mientras el gasto estadounidense en contra del narcotráfico se elevaba hasta los 8.400 millones de dólares, Sopko intentó traducir lo que estaba sucediendo en una única imagen muy estadounidense: “Afganistán”, dijo, “tiene aproximadamente 500.000 acres [2.023.428 metros cuadrados] dedicados al cultivo de la adormidera. Esto equivale a más de 400.000 campos de futbol de EEUU, incluidas las zonas de anotación”.
En la temporada de lucha de 2015, los talibán tomaron con decisión la iniciativa de combate y el opio parecía estar cada vez más arraigado en sus operaciones. El New York Times informaba que el nuevo líder del movimiento, el Mulá Akhtar Mansour, figuraba “entre los primeros dirigentes talibanes en vincularse con el narcotráfico… y más tarde se convirtió en el principal recaudador del narcotráfico de los talibán, consiguiendo enormes beneficios”. Tras meses de incesantes presiones sobre las fuerzas del gobierno en tres provincias norteñas, la primera operación importante del grupo bajo su mando fue la toma, durante dos semanas, de la estratégica ciudad de Kunduz, situada en “las rutas más lucrativas de la droga del país… que mueven el opio de las prolíficas provincias de adormidera en el sur hasta Tayikistán… y desde ahí hacia Rusia y Europa”. Washington se sintió forzado a dejar de golpe los planes de nuevas retiradas de sus tropas de combate.
La ONU, en medio de la apresurada evacuación de sus oficinas regionales en las amenazadas provincias del norte, publicó en octubre un mapa que mostraba que los talibán tenían un control “alto” o “extremo” en más de la mitad de los distritos rurales del país, incluyendo otros muchos donde antes no tenían una presencia significativa. Un mes después, los talibanes desataban una serie de ofensivas por todo lo ancho del país con el objetivo de tomar y mantener el territorio, amenazando las bases militares situadas en el norte de la provincia de Faryab y cercando distritos enteros en el oeste de Herat.
No resulta sorprendente que los ataques más fuertes procedieran del corazón de la adormidera en la provincia de Helmand, donde la cosecha de opio del país iba ya crecida y, según el New York Times, “el lucrativo comercio del opio la convertía en vital para los diseños económicos de los insurgentes”. A mediados de diciembre, después de superar los puntos de control, recuperar gran parte de la provincia y obligar a las fuerzas de seguridad del gobierno a volver sobre sus talones, las guerrillas estuvieron a punto de capturar ese corazón del comercio de la heroína, Marja, el mismo lugar elegido por el presidente Obama para desplegar ante los medios el incremento de 2010. Si las fuerzas de operaciones especiales y las aéreas de EEUU no hubieran intervenido para tranquilizar a las “desmoralizadas” fuerzas afganas, la ciudad y la provincia habrían caído sin duda. A principios de 2016, catorce años después de que Afganistán fuera “liberado” por una invasión estadounidense, y en un significativo revés de las políticas de repliegue de tropas de la administración Obama, EEUU estaba, según consta, enviando a “cientos” de nuevos soldados estadounidenses hacia la provincia de Helmand en un mini-incremento que apuntalara a las fuerzas del gobierno y negara a los insurgentes el “premio económico” de los campos de adormidera más productivos del mundo.
Tras una desastrosa temporada de combates en 2015 que causó lo que las autoridades estadounidenses calificaron como bajas “insostenibles” en el ejército afgano y lo que la ONU llamó el “verdadero horror” del record de víctimas civiles, el largo y crudo invierno que se ha instalado por todo el país no está ofreciendo un respiro. Como el frío y la nieve han reducido los combates en el país, los talibán han trasladado sus operaciones a las ciudades, con cinco atentados masivos en Kabul y otras importantes zonas urbanas durante la primera semana de enero, seguidos de un ataque-suicida contra un complejo de la policía en la capital que mató a 20 agentes.
Mientras tanto, al terminar de recogerse la cosecha de 2015, tras seis años de crecimiento sostenido, el cultivo de opio del país se redujo en un 18% hasta las 183.000 hectareas y el rendimiento de los cultivos cayó abruptamente a 3.300 toneladas. Aunque los funcionarios de la ONU atribuyeron gran parte del descenso a la sequía y a la propagación de un hongo de la adormidera, son unas condiciones que podrían no mantenerse en 2016, ya que las tendencias a largo plazo siguen siendo una mezcla poco clara de noticias positivas y negativas. Enterrado en la masa de datos publicados en los informes sobre las drogas de la ONU hay una estadística significativa: aunque la economía de Afganistán creció durante los años que contó con ayuda internacional, la porción del opio en el PIB disminuyó de forma constante desde un desalentador 63% en 2003, a un mucho más manejable 13% en 2014. Incluso así, la ONU dice que “en muchas comunidades rurales, la dependencia de los agricultores de la economía de los opiáceos sigue siendo alta”.
En la provincia de Helmand, “los funcionarios del gobierno afgano también están directamente implicados en el tráfico del opio” a nivel local, informaba recientemente el New York Times. De este modo extendían “su competencia con los talibán… a la lucha por el control del narcotráfico”, a la vez que imponían “un impuesto a los agricultores prácticamente idéntico al extraído por los talibán”, dedicando una porción de sus ilícitos beneficios “a seguir la cadena hasta llegar a los funcionarios en Kabul… para asegurar que las autoridades locales siguieran contando con el apoyo de los mandamases y que estos protejieran el cultivo del opio”.
De forma simultánea, una investigación reciente del Consejo de Seguridad de la ONU halló que los talibán se habían aprovechado sistemáticamente de “la cadena de suministro en cada fase del narcotráfico”, recaudando una tasa del 10% sobre el cultivo del opio en Helmand, luchando por el control de los laboratorios de heroína y actuando como “los principales garantes del tráfico de opio y heroína puros enviados fuera de Afganistán”. Los talibán no sólo se dedican a gravar el tráfico, están ya tan profunda y directamente implicados que, añade el Times, “es ahora difícil distinguir al grupo de un cartel dedicado a la droga”. Cualesquiera que puedan ser las tendencias a largo plazo, en un futuro previsible, el opio seguirá profundamente enredado con la economía rural, la insurgencia talibán y la corrupción del gobierno, y la suma de todo ello constituye el dilema afgano.
Con los amplios ingresos procedentes de las excelentes cosechas del pasado, los talibán estarán sin duda preparados para la nueva temporada de combates que llegará con el inicio de la primavera. A medida que la nieve se derrita en las laderas de las montañas y los brotes de la adormidera surjan de la tierra, aparecerá, como en los últimos cuarenta años, una nueva cosecha de reclutas adolescentes dispuestos a combatir por las fuerzas rebeldes.

Cortando el nudo gordiano de Afganistán

Para la mayor parte de las personas del planeta, la actividad económica, la producción e intercambio de bienes, es el principal punto de contacto con el gobierno, que se pone de manifiesto en las monedas y billetes sellados por el Estado que todo el mundo lleva en sus bolsillos. Pero cuando el producto básico más importante de un país es ilegal, entonces las lealtades políticas se desplazan naturalmente a las redes clandestinas que trasladan de forma segura ese producto desde los campos de producción hasta los mercados extranjeros, proporcionando financiación, préstamos y empleo a cada paso del camino. “El narcotráfico emponzoña el sector financiero afgano y promueve una creciente economía ilícita”, explica John Sopko. “Esta, a su vez, socava la legitimidad del Estado afgano al atizar la corrupción, alimentar las redes criminales y proporcionar importante apoyo financiero a los talibán y otros grupos insurgentes”.
Después de quince años de guerra continua en Afganistán, Washington se enfrenta con la misma opción de hace cinco años cuando los generales de Obama trasladaron a los marines en helicóptero hasta Marja para que iniciaran su escalada. Después de década y media, EEUU puede permanecer atrapado en el mismo ciclo sin fin, combatiendo a las nuevas cosechas de guerreros armados hasta los dientes que parecen brotar anualmente de los campos de adormidera de ese país. A estas alturas, la historia nos dice algo: en esta tierra, quien siembra vientos recoge tempestades, y este año, el próximo y el siguiente habrá nuevas generaciones de guerrilleros.
Sin embargo, a pesar de todo lo conflictivo que pueda resular Afganistán, hay alternativas cuya suma podría potencialmente cortar este nudo gordiano de problemas políticos. Como paso primero y principal, quizá fuera hora ya de dejar de hablar de los próximos conjuntos de botas sobre el terreno y que el presidente Obama complete su planeada retirada de tropas.
Y, a continuación, invertir en el Afganistán rural aunque sólo sea una pequeña porción de toda esa financiación militar malgastada, porque así los millones de campesinos que dependen de las cosechas del opio para conseguir un trabajo podrían vislumbrar otras alternativas económicas. Ese dinero podría ayudar a reconstruir los huertos arrasados de esta tierra, los rebaños diezmados, las reservas de semillas desperdiciadas y los sistemas de riego desaprovechados de la nieve derretida que, antes de estas décadas de guerra, sostenían una agricultura diversificada. Si la comunidad internacional se esfuerza en rebajar la dependencia del opio ilícito del país desde el actual 13% del PIB mediante ese desarrollo rural sostenido, quizá entonces Afganistán deje de ser el principal narcoestado del planeta y que ese ciclo anual consiga a la larga romperse.

Alfred W. McCoy, colaborador habitual de TomDispatch, es profesor de Historia de la Universidad de Wisconsin-Madison. Es autor de un libro ya convertido en un clásico: The Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade, en el que sondeaba la relación entre las drogas ilícitas y las operaciones encubiertas durante cincuenta años. Entre sus libros más recientes figuran “Torture and Impunity: The U.S. Doctrine of Coercive Interrogation” y Policing America’s Empire: The United States, the Philippines, and the Rise of the Surveillance State”.

FUENTE ORIGINAL: http://www.tomdispatch.com/blog/176106/
FUENTE: REBELIÓN.ORG

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