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De cómo una flor rosada ha derrotado a la única superpotencia mundial
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La guerra del opio de EEUU en Afganistán
Alfred
W. McCoy
TomDispatch.com
Traducido del inglés para Rebelión por Sinfo Fernández
Después de pelear la guerra más larga de toda su historia, EEUU está al borde
de la derrota en Afganistán. ¿Cómo puede haber ocurrido? ¿Cómo es posible que la
única superpotencia mundial haya estado continuamente batallando durante quince
años, desplegando 100.000 de sus efectivos más especializados, sacrificando las
vidas de 2.200 de esos soldados,
gastando más de
un billón de dólares en sus operaciones militares,
dilapidando
100.000 millones más en la supuesta “construcción y reconstrucción de la
nación”, ayudando a crear, financiar, equipar y entrenar a un ejército de
350.000 aliados afganos, y no sea capaz aún de pacificar una de las naciones más
empobrecidas de la tierra? Tan deprimente es la perspectiva de estabilidad en
Afganistán para 2016 que la Casa Blanca de Obama ha
cancelado
no hace mucho una planeada retirada de otro contingente de soldados, dejando
alrededor de 10.000 efectivos de forma indefinida en el país.
Si fueran a cortar el nudo gordiano de complejidad que es la guerra afgana,
encontrarían que en el fracaso estadounidense allí radica la mayor paradoja
política del siglo: el gigantesco ejército de Washington ha sido parado en seco
en su ruta de acero por una flor rosada, la amapola del opio.
A lo largo de más de tres décadas en Afganistán, las operaciones militares de
Washington sólo han tenido éxito cuando se han adaptado de forma razonable y
cómoda al tráfico ilícito del opio en Asia Central, y han fracasado cuando no lo
han complementado. La primera intervención estadounidense en el país se inició
en 1979. Tuvo parcialmente éxito porque la guerra indirecta que la CIA lanzó
para expulsar a los soviéticos de allí coincidió con la forma en que sus aliados
afganos utilizaban el abultado tráfico de drogas del país para sostener su larga
lucha de una década de duración.
Por otra parte, en los casi quince años de continuos combates desde la
invasión de EEUU en 2001, los esfuerzos de pacificación han fracasado en gran
medida a la hora de frenar la insurgencia talibán porque EEUU no ha podido
controlar el enorme excedente del comercio de heroína del país. Como la
producción de opio se incrementó desde un mínimo de 180 toneladas a unas
monumentales 8.200 en los primeros cinco años de ocupación estaodunidense, el
suelo de Afganistán parecía haberse sembrado con los dientes de dragón del
antiguo mito griego. Cada cosecha de amapola producía un nuevo plantel de
combatientes adolescentes para el creciente ejército de guerrillas de los
talibán.
En cada una de las etapas de la trágica y tumultuosa historia de Afganistán
de los últimos 40 años –la guerra encubierta de la década de 1980, la guerra
civil de la década de 1990 y la ocupación de EEUU desde 2001-, el opio jugó un
papel sorprendentemente importante en la conformación de los azares del país. En
uno de los giros del destino más amargos de la historia, la forma en que la
ecología singular de Afganistán convergió con la tecnología militar
estadounidense transformó esta nación remota y sin salida al mar en el primer
narcoestado del mundo, un país donde las drogas ilícitas dominan la economía,
definen las opciones políticas y determinan la fortuna de las intervenciones
extranjeras.
Guerra encubierta (1979-1992)
La guerra secreta de la CIA contra la ocupación soviética de Afganistán
durante la década de 1980 ayudó a transformar las anárquicas zonas fronterizas
afgano-pakistaníes en el semillero de una expansión sostenida del tráfico
mundial de la heroína. “En las áreas tribales”, el Departamento de Estado
informaría en 1986, “no hay fuerzas policiales. No hay tribunales. No hay
impuestos. Ningún arma es ilegal… El hachís y el opio están con frecuencia a la
vista”. En aquel entonces, ese proceso llevaba mucho tiempo en marcha. En vez de
formar su propia coalición de líderes de la resistencia, la Agencia confió en el
crucial Interservicio de Inteligencia pakistaní (ISI, por sus siglas en inglés)
y en sus clientes afganos, que pronto se convirtirían en los gestores del
pujante tráfico tranfronterizo del opio.
Como cabía esperar, la Agencia miró hacia otro lado mientras la producción de
opio de Afganistán crecía de forma incontrolada desde unas 100 toneladas anuales
en la década de 1970, a 2.000 toneladas en 1991. En 1979 y 1980, justo cuando
los esfuerzos de la CIA empezaban a redoblarse, se abrió una red de laboratorios
de heroína a lo largo de la frontera afgano-pakistaní. Esa región se convirtió
pronto en la mayor productora de heroína del mundo. En 1984, suministraba un
sorprendente 60% del mercado estadounidense y el 80% del europeo. Dentro de
Pakistán, el número de adictos a la heroína fue desde prácticamente cero (sí,
cero) en 1979, a 5.000 en 1980 y a 1.300.000 en 1985, una tasa de adicción tan
alta que fue
tildada
por la ONU de “especialmente impactante”.
Según el informe del Departamento de Estado de 1986, el opio “es la cosecha
ideal en un país asolado por la guerra, ya que requiere de muy escasa inversión
de capital, crece rápidamente y es de fácil transporte y comercialización”.
Además, el clima de Afganistán es muy adecuado para esta cosecha templada, con
un rendimiento promedio dos o tres veces superior al de la región del Triángulo
de Oro del Sureste Asiático, la anterior capital del comercio del opio. A medida
que la incesante guerra entre la CIA y los subrogados de los soviéticos
generaban al menos tres millones de refugiados e interrumpían la producción
alimentaria, los campesinos afganos se volvían “desesperadamente” hacia el opio,
ya que producía fácilmente “altos beneficios” con los que poder cubrir los
precios cada vez más altos de los alimentos. Al mismo tiempo, según el
Departamento de Estado, los elementos de la resistencia se implicaron en la
producción y tráfico del opio “para proporcionar alimentos básicos a la
población que estaba bajo su control y financiar las compras de armamento”.
Cuando la resistencia de los
muyahaidines se fortaleció y empezó a
crear zonas liberadas en el interior de Afganistán en los primeros años de la
década de 1980, acudieron a financiar sus operaciones recaudando impuestos de
los campesinos que producían la lucrativa
adormidera,
especialmente en el fértil valle de Helmand, en otro tiempo considerado el
granero del sur de Afganistán. Las caravanas que transportaban armas de la CIA
para la resistencia en esa región volvían a menudo cargadas de opio,
informaba
el
New York Times, “con el consentimiento de los responsables
estadounidenses o pakistaníes de la inteligencia que apoyaban a tal
resistencia”.
Una vez que los combatientes
muyahaidines sacaban el opio a través de
la frontera, lo vendían a los refinadores pakistaníes de heroína que operaban en
la Provincia Fronteriza del Noroeste del país, una zona de guerra encubierta
controlada por el estrecho aliado de la CIA, el general Fazle Haq. En 1988,
había entre 100 y 200 refinerías de heroína sólo en el distrito de Khyber de esa
provincia. Más hacia el sur, en el distrito Kohi-Soltan de la provincia de
Baluchistán,
Gulbuddin
Hekmatyar, el favorecido activo afgano de la CIA, controlaba seis refinerías
que convertían en heroína una gran parte del opio del valle de Helmand. Camiones
de la Célula de Logística Nacional del ejército pakistaní llegaban cargados de
armamento de la CIA hasta esas zonas fronterizas desde el puerto de Karachi, y
volvían abarrotados de heroína hacia puertos y aeropuertos, desde donde era
exportada a los mercados mundiales.
En mayo de 1990, cuando estaba poniéndose fin a esta operación encubierta, el
Washington Post informaba
de que el principal activo de la CIA, Hetmakyar, era también el principal
traficante de heroína de los rebeldes. Las autoridades estadounidenses, afirmaba
el
Post, llevaban tiempo negándose a investigar las acusaciones de
tráfico de heroína contra Hekmatyar, así como contra el ISI de Pakistán, en gran
medida “porque la política de narcóticos estadounidense en Afganistán estaba
subordinada a la guerra contra la influencia soviética en ese país”.
En efecto, Charles Cogan, exdirector de la operación afgana de la CIA, habló
después francamente acerca de las opciones de su Agencia. “Nuestra misión
principal era hacer tanto daño a los soviéticos como fuera posible”, dijo en
1995 en la televisión australiana. “En realidad, no teníamos ni los recursos ni
el tiempo necesarios para dedicarnos a investigar el comercio de la droga. No
creo que tengamos que pedir perdón por eso… Se fracasó en el tema de las drogas,
sí, es verdad. Pero se consiguió el objetivo principal. Los soviéticos se
marcharon de Afganistán”.
La guerra civil afgana y el ascenso de los talibán (1989-2001)
A largo plazo, esa intervención “clandestina” (de la que tan abiertamente se
escribió o alardeó) produjo un agujero negro de inestabilidad geopolítica nunca
cerrado ni cicatrizado.
Situado en las remotas zonas norteñas del monzón estacional, donde las nubes
de la lluvia llegan ya muy exprimidas, el Afganistán árido no se recuperó nunca
de la devastación sin precedentes sufrida en los años de la primera intervención
estadounidense. Aparte de zonas irrigadas como el valle de Helmand, las tierras
altas semiáridas del país eran ya un frágil ecosistema llevado al límite para
mantener a poblaciones grandes cuando estalló la guerra en 1979. Cuando esa
guerra se fue apagando entre 1989 y 1992, la alianza dirigida por Washington
abandonó el país sin patrocinar un acuerdo de paz ni financiar reconstrucción
alguna.
Washington se limitó a mirar hacia otro lado cuando en el país estalló una
despiadada guerra civil que produjo 1,5 millones de muertos, tres millones de
refugiados, una economía arrasada y un grupo de señores de la guerra bien
armados dispuestos a luchar por el poder. Durante los años de la terrible
contienda civil que siguió, los campesinos afganos cultivaron la única cosecha
que aseguraba beneficios instantáneos, la adormidera. La cosecha del opio, que
se había multiplicado veinte veces hasta las 2.000 toneladas durante la era de
la guerra encubierta de la década de 1980, se duplicaría durante la guerra civil
de la década de 1990.
En este agitado período, el
auge
del opio debería considerarse una consecuencia de los graves daños que dos
décadas de guerra habían causado. Con el retorno de esos tres millones de
refugiados a una tierra asolada por la guerra, los campos de opio fueron un
regalo del cielo respecto al empleo, ya que requerían de nueve veces más
trabajadores que cultiva el trigo, alimento básico del país. Además, sólo los
narcotraficantes eran capaces de acumular rápidamente el capital suficiente para
poder proporcionar los tan necesitados adelantos de dinero a los campesinos
pobres del trigo, adelantos que equivalían a más de la mitad de sus ingresos
anuales. Ese crédito resultaba vital para la supervivencia de muchos aldeanos
pobres.
En la primera fase de la guerra civil, de 1992 a 1994, los implacables
señores de la guerra locales combinaban las armas con el opio en una lucha por
el poder a nivel nacional. Determinados a instalar a sus aliados pastunes en
Kabul, la capital afgana, Pakistán se sirvió del ISI para entregar armas y
fondos a sus principal cliente, Hekmatyar. En aquel momento era el primer
ministro nominal de una díscola coalición cuyas tropas se pasarían dos años
ametrallando y bombardeando Kabul en unos combates que dejaron la ciudad en
ruinas y alrededor de
50.000
afganos muertos más. Sin embargo, cuando no logró tomar la capital, Pakistán
pasó a apoyar a una nueva fuerza pastún, los talibán, un movimiento
fundamentalista que había surgido de las escuelas militantes islámicas.
Después de apoderarse de Kabul en 1996 y controlar gran parte del país, el
régimen talibán fomentó el cultivo local del opio, ofreciendo protección
gubernamental al comercio de exportación y recaudando los muy necesitados
impuestos tanto del opio producido como de la heroína fabricada a partir de él.
Las investigaciones sobre el opio llevadas a cabo por la ONU mostraron que los
talibán, durante sus primeros tres años en el poder, habían aumentado la cosecha
del opio del país hasta las 4.600 toneladas, es decir, el 75% de la producción
mundial en ese momento.
Sin embargo, en julio de 2000, cuando una devastadora sequía entró en su
segundo año y una hambruna masiva se propagó por Afganistán, el gobierno talibán
ordenó
de repente que se prohibieran todos los cultivos de opio como aparente
recurso para conseguir el reconocimiento y ayuda internacionales. Una posterior
investigación de la ONU sobre las cosechas en 10.030 pueblos, encontró que esta
prohibición había
reducido
la cosecha en un 94%, hasta producir sólo 185 toneladas.
Tres meses después, los talibán enviaron una delegación presidida por su
viceministro de asuntos exteriores,
Abdur
Rahman Zahid, a la sede de la ONU en Nueva York para intercambiar la
continuación de la prohibición de las drogas por el reconocimiento diplomático.
Sin embargo, esa Organización impuso nuevas sanciones al régimen por proteger a
Osama bin Laden. EEUU, por otra parte, recompensó en realidad a los talibán con
43 millones de dólares en ayuda humanitaria, aunque secundó las críticas de la
ONU sobre bin Laden. Al anunciar esta ayuda en mayo de 2001, el secretario de
estado Colin Powell, alabó “la prohibición sobre la adormidera, una decisión de
los talibán a la que damos la bienvenida” e instó al régimen a “actuar en una
serie de cuestiones fundamentales que nos separan: el apoyo al terrorismo y la
violación de los estándares de los derechos humanos internacionalmente
reconocidos, especialmente el trato dado a las mujeres y niñas”.
La guerra contra el terror (2001-2016)
Tras una década ignorando a Afganistán, Washington volvió a descubrió ese
lugar en la venganza emprendida tras los ataques del 11-S. Pocas semanas
después, en octubre de 2001, EEUU empezó a bombardear el país y a continuación
lanzó una “invasión” encabezada por los señores de la guerra locales. El
régimen
de los talibán se vino abajo, en palabras del veterano periodista del
New
York Times, R.W. Apple, a una velocidad “tan repentina y tan inesperada que
los funcionarios del gobierno y los expertos en estrategia… encuentran difícil
explicar”. Aunque los ataques aéreos estadounidenses causaron considerables
daños psicológicos y físicos, muchas otras sociedades han resistido bombardeos
mucho más masivos sin hundirse de esa manera. En retrospectiva, parece probable
que la prohibición del opio hubiera aniquilado económicamente a los talibanes,
dejando su teocracia convertida en una cáscara hueca que saltó hecha añicos con
las primeras bombas estadounidenses.
Hasta un alcance por lo general no valorado, Afganistán, durante las dos
décadas anteriores, había dedicado una parte cada vez mayor de sus recursos
–capital, tierra, agua y trabajo- a la producción de opio y heroína. En el
momento en que los talibán prohibieron su cultivo, el país se había convertido,
a nivel agrícola, en poco más que un monocultivo del opio. El narcotráfico
representaba la mayor parte de sus ingresos fiscales, casi todos los ingresos de
sus exportaciones y empleaba a una gran parte de su mano de obra. En este
contexto, la erradicación del opio demostró ser un acto de suicidio económico
que llevó a una sociedad ya debilitada al borde del colapso. En efecto, una
encuesta de la ONU realizada en 2011 halló que la prohibición había “provocado
una grave pérdida de ingresos para alrededor de 3,3 millones de personas”, el
15% de la población, que incluía a 80.000 campesinos, 480.000 trabajadores
itinerantes y los millones de personas que dependían de ellos.
Aunque la campaña de bombardeos estadounidenses se estuvo ensañando con el
país a lo largo de octubre de 2001, la
CIA
gastó 70 millones de dólares “en desembolsos directos en efectivo sobre el
terreno” para movilizar a su vieja coalición de señores de la guerra tribales y
acabar con los talibanes, un gasto que el presidente George W. Bush llamaría más
tarde una de las mayores “gangas” de la historia. Para capturar Kabul y otras
ciudades claves, la CIA puso su dinero tras los dirigentes de la
Alianza
del Norte, a los que los talibán no habían nunca derrotado del todo. Ellos,
a su vez, dominaban desde hacía mucho tiempo el narcotráfico en la zona del
noroeste de Afganistán, que estaba bajo su control durante los años de los
talibán. Mientras tanto, la CIA se volvió también hacia un grupo de señores de
la guerra pastunes que se habían mantenido activos como traficantes de droga en
la parte sureste del país. Como consecuencia de todo ello, cuando los talibán
fueron a menos, ya se habían establecido las bases para la reanudación del
cultivo del opio y el narcotráfico a gran escala.
Una vez tomadas Kabul y las capitales provinciales, la CIA cedió rápidamente
el control de las operaciones a las fuerzas aliadas uniformadas y a las
autoridades civiles cuyos
ineptos
programas de supresión de la droga en años venideros dejarían en un primer
momento los crecientes beneficios del tráfico de heroína en manos de esos
señores de la guerra y, en años posteriores, en manos de las guerrillas talibán.
En los primeros años de la ocupación estadounidense, antes de que el movimiento
consiguiera reconstituirse, la cosecha de opio se
incrementó hasta
las 3.400 toneladas. Las drogas ilícitas, en un desarrollo sin precedentes
históricos, serían responsables de un extraordinario 62% del producto interior
bruto (PIB) del país en 2003. Durante los primeros años de la ocupación
estadounidense, el secretario de defensa
Donald
Rumsfeld “desestimó las crecientes señales de que el dinero de la droga se
estaba canalizando hacia los talibán”, mientras que la CIA y el ejército de EEUU
“hacían la vista gorda ante las actividades relacionadas con la droga de
destacados señores de la guerra”.
A finales de 2004, la Casa Blanca, después de casi dos años sin mostrar
prácticamente interés alguno por la cuestión, de externalizar el control del
opio en sus aliados británicos y el entrenamiento de la policía en los alemanes,
se tuvo que enfrentar de repente con la inquietante información de inteligencia
de la CIA sugiriendo que la
escalada del
narcotráfico estaba alimentando el resurgimiento de los talibán. Con el
apoyo del presidente Bush, el secretario de estado Powell instó entonces a poner
en marcha una agresiva estrategia contra el narcotráfico que incluía una
defoliación aérea, al estilo Vietnam, de las zonas rurales de Afganistán. Pero
el embajador de EEUU, Zalmay Khalilzad, se resistió a este enfoque secundado por
su aliado local Ashraf Ghani, entonces ministro de finanzas del país (y ahora su
presidente), quien
advirtió
que tal programa de erradicación provocaría un “empobrecimiento generalizado” en
el país al no contar con los 20.000 millones de dólares de ayuda exterior para
que pudieran crear “una verdadera alternativa de subsistencia”.
Como solución de compromiso, Washington pasó a depender de contratistas
privados como DynCorp para entrenar a los equipos afganos en la
erradicación
manual. Sin embargo, en 2005, según la corresponsal del
New York Times
Carlotta Gall, ese enfoque se había convertido ya en “algo parecido a una
broma”. Dos años después, cuando se extendían tanto la insurgencia talibán como
el
cultivo
del opio en lo que parecía ser una moda sinérgica, la embajada de EEUU
volvió a presionar a Kabul para que aceptara el tipo de defoliación aérea que
EEUU había patrocinado en Colombia. El presidente Hamid Karzai
se negó,
dejando este crucial problema sin resolver.
El informe de la ONU de 2007 sobre la Situación del Opio en Afganistán halló
que la
cosecha
anual se había incrementado en un 24% hasta un record de 8.200 toneladas, lo
que se traducía en el 53% del PIB del país y el 93% del suministro ilícito de la
heroína mundial. Hay que destacar que la ONU afirmó que las guerrillas talibán
habían “empezado a extraer recursos económicos de las drogas para armas,
logística y pagos a las milicias”. Un informe del
Instituto
por la Paz de EEUU concluyó que, en 2008, el movimiento tenía 50
laboratorios de heroína en su territorio y controlaba el 98% de los campos de
adormidera del país. Ese año, recaudaron al parecer 425 millones de dólares en
“impuestos” de gravar el tráfico del opio, y con cada cosecha obtenían los
fondos necesarios para reclutar un nuevo plantel de jóvenes combatientes de los
pueblos. Cada uno de esos potenciales guerrilleros podía contar con pagos
mensuales de
300
dólares, cantidad muy por encima de los salarios que habrían conseguido como
trabajadores del campo.
A mediados de 2008, para contener la expansión de la insurgencia, Washington
decidió enviar al país
40.000
soldados de combate estadounidenses más, aumentando las fuerzas aliadas a
70.000. Reconociendo el papel crucial de los ingresos procedentes del opio en
las prácticas de reclutamiento talibán, el Tesoro estadounidense creó también la
Afghan
Threat Finance Cell y empotró a 50 de sus analistas en las unidades de
combate con el encargo de poner en marcha acciones estratégicas contra el
narcotráfico.
Según un veterano analista, al utilizar métodos cuantitativos de “análisis de
redes sociales” y “modelaje de redes de influencia”, esos
expertos civiles
instantáneos “señalarían a los intermediarios
hawala [acreedores rurales]
como nodos fundamentales dentro de la red de un grupo insurgente”, lo que
provocó que los soldados de combate estadounidenses tomaran “cursos de acción
cinética”, es decir, de forma literal, echar abajo la puerta de la oficina
hawala y liquidar sus operaciones”. Unos actos “tan controvertidos”
pudieron “degradar temporalmente la red de financiación de un grupo insurgente”,
pero esos progresos se producían “a costa de alterar a un pueblo entero” que
dependía del prestamista para conseguir créditos legítimos y que constituían “la
inmensa mayoría del negocio del
hawalador”. De esta forma, una vez más,
el apoyo a los talibán creció.
En 2009, las guerrillas se estaban extendiendo tan velozmente que la nueva
administración Obama optó por un “incremento” de los efectivos estadounidenses
hasta llegar a los 102.000, en un intento de contener a los talibán. Tras meses
ampliando los despliegues de tropas, se
lanzó
oficialmente la nueva estrategia bélica del presidente Obama el 13 de febrero de
2010 en Marja, una remota ciudad-mercado en la provincia de Helmand. A medida
que las oleadas de helicópteros descendían en sus alrededores escupiendo nubes
de polvo, cientos de marines corrían a través de los campos de brotes de
adormidera hacia el recinto con muros de adobe de la ciudad. Aunque su objetivo
eran las guerrillas talibán locales, los
marines
estaban de hecho ocupando la capital del comercio global de la heroína. El
suministro del 40% del ilícito opio mundial crecía en los distritos de los
alrededores y gran parte de esa cosecha se comerciaba en Marja.
Una semana después, el comandante general estadounidense voló en helicóptero
a la ciudad con Karim Khalili, vicepresidente afgano, para dar a conocer ante
los medios la imagen de una nueva estrategia de contrainsurgencia que, dijo a
los perodistas, era sólida como una roca para pacificar pueblos como Marja. Sólo
que nunca ocurriría así porque el narcotráfico echó a perder la fiesta. “Cuando
vengan con los tractores”, anunció una viuda afgana ante un coro de gritos de
apoyo de sus compañeros campesinos, “tendrán que pasar por encima de mí y
matarme antes de acabar con mis adormideras”. Hablando a través de un teléfono
por satélite desde los campos de opio de la región, un funcionario de la
embajada estadounidense me dijo: “No podemos ganar esta guerra sin hacer frente
a la producción de drogas en la provincia de Helmand”.
Viendo el desarrollo de estos acontecimientos hace casi seis años, escribí un
ensayo para
TomDispatch
advirtiendo de una derrota anunciada. “Por tanto, la opción está bastante
clara”, expuse en aquel momento, “podemos continuar abonando este suelo letal
con aún más sangre en una guerra brutal de resultados inciertos… o podemos
ayudar a renovar esta antigua y árida tierra volviendo a plantar los huertos,
reponiendo los rebaños y reconstruyendo las granjas destruidas en décadas de
guerra… hasta que las cultivos alimentarios se conviertan en una alternativa
viable al opio. Expresándolo de forma sencilla, tan sencilla que hasta
Washington pueda entenderlo, sólo podemos pacificar un narcoestado si ya no es
un narcoestado”.
Al atacar a las guerrillas pasando por alto las cosechas de opio que
financiaban cada primavera a nuevos insurgentes, el incremento de Obama sufrió
pronto esa derrota anunciada. Según el
New York Times, cuando finalizaba
2012, los
guerrilleros
talibán habían
“debilitado ya la mayor ofensiva que la coalición
liderada por EEUU iba a emprender contra ellos”. En medio de la rápida reducción
de fuerzas aliadas para cumplir el plazo fijado por el presidente Obama de
diciembre de 2014 para “poner fin” a las operaciones de combate estadounidenses,
las operaciones aéreas reducidas permitieron a los talibán lanzar
ataques
en masa en el norte, noreste y sur, matando efectivos del ejercito y la policía
afganos en cifras de record.
En aquel tiempo, John Sopko, el inspector especial de EEUU para Afganistán,
ofreció una reveladora
explicación
de la supervivencia de los talibán. A pesar de gastar la asombrosa cifra de
7.600 millones de dólares durante la década anterior en los programas para la
“erradicación de la droga”, concluyó: “Hemos fracasado en todas las métricas
concebibles. La producción y el cultivo han aumentado, la interdicción y
erradicación han descendido, el apoyo financiero a la insurgencia ha subido y
las adicciones y el abuso alcanzan niveles sin precedentes en Afganistán”.
En efecto, la cosecha de opio de 2013 ocupó una extensión
record
de 209.000 hectareas, aumentando la cosecha en un 50% hasta alcanzar las 5.500
toneladas. Esa enorme cosecha generó alrededor de 3.000 millones de dólares de
ingresos ilícitos, de los cuales la parte recaudada por los talibanes rondaba
los 320 millones, más de la mitad de sus ingresos. La embajada estadounidense
corroboró
esta sombría evaluación, tildando los ilícitos ingresos de “golpe de suerte para
la insurgencia, que se beneficia del narcotráfico a casi todos los niveles”.
Cuando se recogió la cosecha de opio de 2014, cifras recientes de la ONU
sugerían que la tendencia sombría no hizo sino continuar, con las zonas en
cultivo aumentando hasta un
record
de 224.000 hectareas y una producción de 6.400 toneladas que alcanzaba casi
máximos históricos”. En mayo de 2015, al observar cómo todo este flujo de drogas
entraba en el mercado mundial mientras el gasto estadounidense en contra del
narcotráfico se elevaba hasta los 8.400 millones de dólares, Sopko intentó
traducir lo que estaba sucediendo en una única
imagen
muy estadounidense: “Afganistán”, dijo, “tiene aproximadamente 500.000 acres
[2.023.428 metros cuadrados] dedicados al cultivo de la adormidera. Esto
equivale a más de 400.000 campos de futbol de EEUU, incluidas las zonas de
anotación”.
En la temporada de lucha de 2015, los talibán tomaron con decisión la
iniciativa de combate y el opio parecía estar cada vez más arraigado en sus
operaciones. El
New York Times informaba
que el nuevo líder del movimiento, el Mulá Akhtar Mansour, figuraba “entre los
primeros dirigentes talibanes en vincularse con el narcotráfico… y más tarde se
convirtió en el principal recaudador del narcotráfico de los talibán,
consiguiendo enormes beneficios”. Tras meses de incesantes presiones sobre las
fuerzas del gobierno en tres provincias norteñas, la primera operación
importante del grupo bajo su mando fue la toma, durante dos semanas, de la
estratégica ciudad de Kunduz,
situada
en “las rutas más lucrativas de la droga del país… que mueven el opio de las
prolíficas provincias de adormidera en el sur hasta Tayikistán… y desde ahí
hacia Rusia y Europa”. Washington se sintió forzado a
dejar
de golpe los planes de nuevas retiradas de sus tropas de combate.
La ONU, en medio de la apresurada evacuación de sus oficinas regionales en
las amenazadas provincias del norte, publicó en octubre un mapa que mostraba que
los talibán tenían un
control
“alto” o “extremo” en más de la mitad de los distritos rurales del país,
incluyendo otros muchos donde antes no tenían una presencia significativa. Un
mes después, los talibanes desataban una serie de
ofensivas
por todo lo ancho del país con el objetivo de tomar y mantener el territorio,
amenazando las bases militares situadas en el norte de la provincia de Faryab y
cercando distritos enteros en el oeste de Herat.
No resulta sorprendente que los ataques más fuertes procedieran del corazón
de la adormidera en la provincia de Helmand, donde la cosecha de opio del país
iba ya crecida y, según el
New York Times, “el lucrativo comercio del
opio la convertía en vital para los diseños económicos de los insurgentes”. A
mediados de diciembre, después de superar los puntos de control, recuperar gran
parte de la provincia y obligar a las fuerzas de seguridad del gobierno a volver
sobre sus talones, las guerrillas estuvieron
a
punto de capturar ese corazón del comercio de la heroína, Marja, el mismo
lugar elegido por el presidente Obama para desplegar ante los medios el
incremento de 2010. Si las fuerzas de operaciones especiales y las aéreas de
EEUU no hubieran intervenido para tranquilizar a las “desmoralizadas” fuerzas
afganas, la ciudad y la provincia habrían caído sin duda. A principios de 2016,
catorce años después de que Afganistán fuera “liberado” por una invasión
estadounidense, y en un significativo revés de las políticas de repliegue de
tropas de la administración Obama, EEUU estaba, según consta,
enviando
a “cientos” de nuevos soldados estadounidenses hacia la provincia de Helmand en
un mini-incremento que apuntalara a las fuerzas del gobierno y negara a los
insurgentes el “premio económico” de los campos de adormidera más productivos
del mundo.
Tras una desastrosa temporada de combates en 2015 que causó lo que las
autoridades estadounidenses calificaron como bajas “
insostenibles”
en el ejército afgano y lo que la ONU llamó el “verdadero horror” del record de
víctimas
civiles, el largo y crudo invierno que se ha instalado por todo el país no
está ofreciendo un respiro. Como el frío y la nieve han reducido los combates en
el país, los talibán han trasladado sus operaciones a las ciudades, con cinco
atentados
masivos en Kabul y otras importantes zonas urbanas durante la primera semana de
enero, seguidos de un
ataque-suicida
contra un complejo de la policía en la capital que mató a 20 agentes.
Mientras tanto, al terminar de recogerse la cosecha de 2015, tras seis años
de crecimiento sostenido, el cultivo de opio del país se
redujo
en un 18% hasta las 183.000 hectareas y el rendimiento de los cultivos cayó
abruptamente a 3.300 toneladas. Aunque los funcionarios de la ONU atribuyeron
gran parte del descenso a la
sequía
y a la
propagación
de un hongo de la adormidera, son unas condiciones que podrían no mantenerse en
2016, ya que las tendencias a largo plazo siguen siendo una mezcla poco clara de
noticias positivas y negativas. Enterrado en la masa de datos publicados en los
informes sobre las drogas de la ONU hay una
estadística
significativa: aunque la economía de Afganistán creció durante los años que
contó con ayuda internacional, la porción del opio en el PIB disminuyó de forma
constante desde un desalentador 63% en 2003, a un mucho más manejable 13% en
2014. Incluso así, la ONU dice que “en muchas comunidades rurales, la
dependencia de los agricultores de la economía de los opiáceos sigue siendo
alta”.
En la provincia de Helmand, “los funcionarios del gobierno afgano también
están directamente implicados en el tráfico del opio” a nivel local,
informaba
recientemente el
New York Times. De este modo extendían “su competencia
con los talibán… a la lucha por el control del narcotráfico”, a la vez que
imponían “un impuesto a los agricultores prácticamente idéntico al extraído por
los talibán”, dedicando una porción de sus ilícitos beneficios “a seguir la
cadena hasta llegar a los funcionarios en Kabul… para asegurar que las
autoridades locales siguieran contando con el apoyo de los mandamases y que
estos protejieran el cultivo del opio”.
De forma simultánea, una investigación reciente del Consejo de Seguridad de
la ONU
halló
que los talibán se habían aprovechado sistemáticamente de “la cadena de
suministro en cada fase del narcotráfico”, recaudando una tasa del 10% sobre el
cultivo del opio en Helmand, luchando por el control de los laboratorios de
heroína y actuando como “los principales garantes del tráfico de opio y heroína
puros enviados fuera de Afganistán”. Los talibán no sólo se dedican a gravar el
tráfico, están ya tan profunda y directamente implicados que,
añade
el
Times, “es ahora difícil distinguir al grupo de un cartel dedicado a
la droga”. Cualesquiera que puedan ser las tendencias a largo plazo, en un
futuro previsible, el opio seguirá profundamente enredado con la economía rural,
la insurgencia talibán y la corrupción del gobierno, y la suma de todo ello
constituye el dilema afgano.
Con los amplios ingresos procedentes de las excelentes cosechas del pasado,
los talibán estarán sin duda preparados para la nueva temporada de combates que
llegará con el inicio de la primavera. A medida que la nieve se derrita en las
laderas de las montañas y los brotes de la adormidera surjan de la tierra,
aparecerá, como en los últimos cuarenta años, una nueva cosecha de reclutas
adolescentes dispuestos a combatir por las fuerzas rebeldes.
Cortando el nudo gordiano de Afganistán
Para la mayor parte de las personas del planeta, la actividad económica, la
producción e intercambio de bienes, es el principal punto de contacto con el
gobierno, que se pone de manifiesto en las monedas y billetes sellados por el
Estado que todo el mundo lleva en sus bolsillos. Pero cuando el producto básico
más importante de un país es ilegal, entonces las lealtades políticas se
desplazan naturalmente a las redes clandestinas que trasladan de forma segura
ese producto desde los campos de producción hasta los mercados extranjeros,
proporcionando financiación, préstamos y empleo a cada paso del camino. “El
narcotráfico emponzoña el sector financiero afgano y promueve una creciente
economía ilícita”,
explica
John Sopko. “Esta, a su vez, socava la legitimidad del Estado afgano al atizar
la corrupción, alimentar las redes criminales y proporcionar importante apoyo
financiero a los talibán y otros grupos insurgentes”.
Después de quince años de guerra continua en Afganistán, Washington se
enfrenta con la misma opción de hace cinco años cuando los generales de Obama
trasladaron a los marines en helicóptero hasta Marja para que iniciaran su
escalada. Después de década y media, EEUU puede permanecer atrapado en el mismo
ciclo sin fin, combatiendo a las nuevas cosechas de guerreros armados hasta los
dientes que parecen brotar anualmente de los campos de adormidera de ese país. A
estas alturas, la historia nos dice algo: en esta tierra, quien siembra vientos
recoge tempestades, y este año, el próximo y el siguiente habrá nuevas
generaciones de guerrilleros.
Sin embargo, a pesar de todo lo conflictivo que pueda resular Afganistán, hay
alternativas cuya suma podría potencialmente cortar este nudo gordiano de
problemas políticos. Como paso primero y principal, quizá fuera hora ya de dejar
de hablar de los próximos conjuntos de botas sobre el terreno y que el
presidente Obama complete su planeada retirada de tropas.
Y, a continuación, invertir en el Afganistán rural aunque sólo sea una
pequeña porción de toda esa financiación militar malgastada, porque así los
millones de campesinos que dependen de las cosechas del opio para conseguir un
trabajo podrían vislumbrar otras alternativas económicas. Ese dinero podría
ayudar a reconstruir los huertos arrasados de esta tierra, los rebaños
diezmados, las reservas de semillas desperdiciadas y los sistemas de riego
desaprovechados de la nieve derretida que, antes de estas décadas de guerra,
sostenían una agricultura diversificada. Si la comunidad internacional se
esfuerza en rebajar la dependencia del opio ilícito del país desde el actual 13%
del PIB mediante ese desarrollo rural sostenido, quizá entonces Afganistán deje
de ser el principal narcoestado del planeta y que ese ciclo anual consiga a la
larga romperse.
Alfred W. McCoy, colaborador habitual de TomDispatch,
es profesor de Historia de la Universidad de Wisconsin-Madison. Es autor de un
libro ya convertido en un clásico: “The
Politics of Heroin: CIA Complicity in the Global Drug Trade”
, en el
que sondeaba la relación entre las drogas ilícitas y las operaciones encubiertas
durante cincuenta años. Entre sus libros más recientes figuran “Torture
and Impunity: The U.S. Doctrine of Coercive Interrogation” y
“Policing
America’s Empire: The United States, the Philippines, and the Rise of the
Surveillance State”.
FUENTE ORIGINAL:
http://www.tomdispatch.com/blog/176106/
FUENTE: REBELIÓN.ORG