PAUL KRUGMAN
La semana pasada, The New York Times informaba de un fenómeno que parece extenderse cada vez más en Europa: los suicidios "por la crisis económica" de gente que se quita la vida desesperada por el desempleo y las quiebras de las empresas. Era una historia desgarradora, pero estoy seguro de que yo no era el único lector, especialmente entre los economistas, que se preguntaba si la historia principal no será tanto la de las personas como la de la aparente determinación de los líderes europeos de cometer un suicidio económico para el continente en su conjunto.
Hace solo unos meses albergaba algo de esperanza respecto a Europa. Es posible que recuerden que a finales del pasado otoño Europa parecía estar al borde de la crisis financiera, pero el Banco Central Europeo, homólogo europeo de la Reserva Federal estadounidense, acudió al rescate. Ofreció a los bancos europeos unas líneas de crédito indefinidas siempre que presentaran bonos de los Gobiernos europeos como garantía, lo que ayudó directamente a los bancos e indirectamente a los Gobiernos, y puso fin al pánico.
La cuestión por aquel entonces era saber si esta acción valiente y eficaz sería el inicio de un replanteamiento más amplio, y si los líderes europeos usarían el oxígeno que el banco había insuflado para reconsiderar las políticas que llevaron las cosas a un punto crítico en primer lugar.
Pero no lo hicieron. En vez de eso, persistieron en sus políticas y en sus ideas que no dieron resultados. Y cada vez resulta más difícil creer que algo les hará rectificar el rumbo.
España no está en recesión, está ya en una depresión en toda regla Piensen en la situación en España, que actualmente es el epicentro de la crisis. Ya no se puede hablar de recesión; España se encuentra en una depresión en toda regla, con una tasa de desempleo total del 23,6%, comparable a la de EE UU en el peor momento de la Gran Depresión, y con una tasa de paro juvenil de más del 50%. Esto no puede seguir así, y el hecho de haber caído en la cuenta de ello es lo que está incrementando cada vez más los costes de financiación españoles. En cierta forma, no importa realmente cómo ha llegado España a este punto, pero por si sirve de algo, la historia española no se parece en nada a las historias moralistas tan populares entre las autoridades europeas, especialmente en Alemania. España no era derrochadora desde un punto de vista fiscal; en los albores de la crisis tenía una deuda baja y superávit presupuestario. Desgraciadamente, también tenía una enorme burbuja inmobiliaria, que fue posible en gran medida gracias a los grandes préstamos de los bancos alemanes a sus homólogos españoles. Cuando la burbuja estalló, la economía española fue abandonada a su suerte. Los problemas fiscales españoles son una consecuencia de su depresión, no su causa. Sin embargo, la receta que procede de Berlín y de Fráncfort es, lo han adivinado, una austeridad fiscal aún mayor. Esto es, hablando sin rodeos, descabellado. Europa ha tenido varios años de experiencia con programas de austeridad rigurosos, y los resultados son exactamente lo que los estudiantes de historia les dirían que pasaría: semejantes programas sumen a las economías deprimidas en una depresión aún más profunda. Y como los inversores miran el estado de la economía de un país a la hora de valorar su capacidad de pagar la deuda, los programas de austeridad ni siquiera han funcionado como forma de reducir los costes de financiación.
Lo que es realmente inconcebible es mantener el rumbo actual e imponer una austeridad cada vez más rigurosa
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