Putin moja la oreja a Obama
análisis: LUIS MATÍAS LÓPEZ
Público.es
El presidente ruso, gran ganador del acuerdo para destruir el arsenal químico sirio.
Pase lo que pase a partir de ahora, el acuerdo del sábado en Ginebra entre Estados Unidos y Rusia, que pretende eliminar el arsenal sirio de armas químicas, es una excelente noticia. Siempre es mejor que la diplomacia y la contención se impongan a la prepotencia y la fuerza bruta. Cuando menos, se evita el que parecía inminente bombardeo norteamericano, que habría abierto un abanico de consecuencias a cual más preocupante. Ahora, por el contrario, la diplomacia y el diálogo entre las dos grandes superpotencias nucleares abren una oportunidad para ralentizar el ciclo de la violencia que, desde que estalló hace dos años, se ha cobrado más de 100.000 vidas.
Puede que haya mucho de utopía en cualquier esperanza de una paz cercana, que exigiría para concretarse la buena voluntad de todas las partes en conflicto, imposible de dar por descontada. Pero hay que recordar que, hace tan solo unos días, Barack Obama estaba a punto de ordenar un ataque devastador aunque de objetivos limitados, incluso sin el respaldo de sus aliados, del Consejo de Seguridad de la ONU o el mismo Congreso norteamericano. Fueron la traición de Los Comunes (que David Cameron no pudo domeñar), la oposición de la opinión pública de EE UU, la resistencia de muchos senadores y representantes, las dudas sobre la conveniencia de convertirse en un presidente de guerra cuando prometió ser justo lo contrario, la oposición de Rusia y una clara debilidad política interna los motivos que llevaron a Obama a emprender una marcha atrás que quizás quede para los libros de historia.
El presidente y Premio Nobel de la Paz no se ha ganado el derecho a que se crea en sus buenas intenciones, pero tampoco sería justo descalificar de entrada un cambio de postura que supone una desescalada en el conflicto y por el que está pagando un precio muy alto, acusado de ser un líder débil e indeciso, lo contrario de la imagen de comandante en jefe que pretenden proyectar todos los ocupantes de la Casa Blanca.
No hay pruebas concluyentes de que fuesen las fuerzas de Damasco, y no las de los rebeldes, las que cruzaron la línea roja y utilizaron las armas químicas. No tiene mucha lógica y ni siquiera la ONU ha facilitado hasta ahora pruebas concluyentes contra El Asad. Pero esa es en todo caso la posición oficial de Washington, y Obama ha faltado a su promesa de dar respuesta fulminante a ese crimen de guerra. Algo dice en su favor que, en lugar de lanzar los misiles Tomahawk, dé una oportunidad a la diplomacia y la presión internacional, pero no hay que lanzar las campanas al vuelo, sino esperar a ver si el acuerdo con Rusia sirve para algo efectivo o es apenas un paréntesis en la dinámica bélica.
De lo que no hay duda es de que Vladímir Putin ha mojado la oreja a Obama y se apunta el que quizás sea el mayor éxito diplomático ruso desde la explosión de la Unión Soviética, hace 23 años. El acuerdo de Ginebra es un balón de oxígeno al régimen de Siria, su aliado y único puntal sólido en Oriente Próximo, donde Rusia tiene una importante base militar. En el texto, no se condena a El Asad, sino que se le exige que entregue en el plazo de una semana la lista detallada de sus armas químicas y sus instalaciones de producción, investigación y almacenamiento, y se abre un proceso que, tras el paso por la ONU, debería conducir a mediados de 2014 a la completa destrucción de estos arsenales.
No se establece, sin embargo, un proceso de castigo automático en el caso de incumplimiento, ya que Moscú excluye de forma expresa el uso de la fuerza, incluso si Obama invocara, llegado el caso, el artículo 42 del capítulo 7 de la carta de la ONU, que daría cobertura legal a un ataque con respaldo internacional. Para eso tiene Rusia su derecho de veto. Es decir que, al final de este camino, no sería imposible que la situación siguiera en un punto parecido al actual, pero con un El Asad reforzado y con algo más de oxígeno para mantenerse en el poder. En ese caso, Obama podría reactivar su plan de ataque, quizás con algo más de legitimidad moral, pero con un precio más alto a pagar. Peligraría además su flamante vitola de líder que cree más en la diplomacia que en las armas, una etiqueta que en realidad no se ha ganado, como muestra por ejemplo la guerra sucia con aviones asesinos sin piloto en Afganistán, Pakistán o Yemen.
Quedan muchas interrogantes sobre el proceso que ahora se abre, desde la determinación sin margen a la duda de quien utilizó las armas químicas, a la cuantificación de los arsenales a instalaciones, los mecanismos, localizaciones y plazos exactos del traslado y destrucción de los arsenales, las garantías para el trabajo de los inspectores internacionales o la posibilidad de altos el fuego puntuales. Sin embargo, parece claro que el acuerdo de Ginebra beneficia más al régimen que a los rebeldes, y no supone ningún avance concreto hacia el objetivo más importante: el fin de la guerra.
Tal vez nos estén dando gato por liebre, y nos regalen una golosina en forma de esperanza de paz cuando, en realidad, se sientan las bases para una prolongación indefinida del conflicto. Porque está claro que a Estados Unidos —y aún más a Israel— no les gusta el régimen de El Asad, aliado del Irán de pretensiones nucleares y de la milicia chií libanesa de Hezbolá. Pero puede que les preocupe aún más la perspectiva de un triunfo rebelde que conduzca a un régimen con fuerte presencia de islamistas de toda laya, incluidos los de Al Qaeda, cuyo peso en la oposición armada es cada vez más notoria. En esa tesitura, el mantenimiento del status quo puede presentarse como la mejor opción, aunque eso suponga que Siria se desangre aún más. Mientras se maten entre ellos, no podrán pensar en hacer la puñeta a Israel, y más controlada estará la amenaza iraní.
En cuanto a Putin, ha hecho una jugada maestra. Primero, porque en esta crisis actúa por primera vez desde la caída del comunismo como la gran superpotencia capaz de tratar a Estados Unidos de igual a igual. Segundo, porque se presenta como adalid de la paz y la diplomacia, lo que no está nada mal para el carnicero de Chechenia y verdugo de la oposición. Tercero, porque legitima a El Asad al convertirle en interlocutor imprescindible para el desarme químico y proporcionarle el balón de oxígeno que necesitaba con urgencia. Y cuarto, porque la destrucción de esos arsenales impide que caigan en poder de grupos integristas que puedan hacerlos llegar a Chechenia o a Moscú. Un póker de ases. Y sin arriesgar nada en la apuesta.
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