Un modelo hacia el fracaso europeo
EDITORIAL ICARIA – BARCELONA
En la historia de la Europa contemporánea ha habido cinco Alemanias. La primera es la fragmentada y preindustrial Alemania anterior al siglo XIX, un mosaico multinacional que sobrevivió hasta Napoleón reivindicando una legitimidad imperial romana sin llegar nunca a ser verdadero Estado. La segunda aparece con la unificación bismarckiana posterior a la guerra franco-prusiana y se extiende bajo batuta prusiana hasta más allá de la Primera Guerra Mundial, con su crítico apéndice republicano de Weimar. La tercera Alemania fue la de Hitler y Auschwitz, un régimen de doce años particularmente trágico y nefasto que concluye con el fin de la Segunda Guerra Mundial. La cuarta es la Alemania doble de posguerra, tutelada por las potencias de la guerra fría; una mezcla de capitalismo y democracia en el Oeste, la RFA, y una mezcla de socialismo y dictadura en el Este, la RDA.
Todas estas Alemanias tuvieron algunos breves y fallidos contrapuntos emancipadores, desde las revoluciones de 1848 y 1918, hasta los movimientos de 1968 en la RFA y de 1989 en la RDA, pero, en general, el papel de este país en la historia europea se ha caracterizado por su condición de vanguardia continental de la contrarrevolución restauradora, la reacción absolutista y un agresivo belicismo.
Desde ese pasado, la quinta Alemania arranca de la reunificación nacional de 1990, a partir de la anexión de la RDA por la RFA, pero es ahora, con la eurocrisis, cuando comienza a manifestarse, haciendo un uso pleno y normalizado de su recuperada soberanía y potencia. La principal novedad que esta quinta Alemania aporta respecto a la anterior tiene dos aspectos.
El primero es el de su regreso, paulatino pero decidido, a un intervencionismo militar en el mundo que comenzó en los mismos años noventa en los Balcanes y que hoy ya abarca desde Afganistán a África. En ese ámbito Berlín aún está por detrás de otras grandes naciones europeas, pero ya ha invalidado definitivamente el Nie wieder Krieg (Guerra, nunca más) del canciller Willy Brandt, la posibilidad de ser una gran Suiza europea y el antiimperialismo, al que tanto apego tuvieron los alemanes de la RFA y de la RDA, respectivamente, desde la posguerra hasta los años ochenta del siglo XX. Hoy, con el pasivo desagrado de sus ciudadanos, el establishment alemán justifica sumarse militarmente al dominio imperial de occidente en el mundo, apelando abiertamente a la necesidad y legitimidad de acceder a recursos energéticos y materias primas globales. Esa es una novedad muy significativa.
El otro es un liderazgo europeo, dogmático, egoísta y arrogante, para imponer el programa de involución neoliberal impulsado desde los años setenta desde el mundo anglosajón y que la crisis financiera de 2008 ha convertido en rodillo. Al día de hoy este liderazgo apunta a profundizar la desigualdad, social y entre países. Su prioridad es el cobro íntegro de todas las deudas bancarias generadas por los malos negocios del sector financiero internacional a costa del sufrimiento de las clases medias y bajas europeas. Ese esquema conduce directo hacia una ruptura desintegradora del proyecto europeo. Dicho proyecto, del que la Unión Europea es resultado, fue formulado a partir de los años cincuenta del siglo XX como alternativa a la desastrosa y agresiva Europa guerrera que en los últimos siglos enfrentó crónicamente a unas naciones contra otras y solo por eso ya debe ser considerado útil y valioso.
El rechazo a estas dos grandes novedades de esta quinta Alemania es lo que marca en el país la diferencia entre izquierda y derecha. Las fuerzas y corrientes políticas minoritarias que en la Alemania de hoy rechazan el regreso al intervencionismo militar y el neoliberalismo que profundiza la desigualdad, encoge la democracia y amplía el privilegio de una minoría, son inmediatamente expulsadas del sentido común por el establishment alemán y declaradas “irresponsables” e “incapacitadas para gobernar” (regierungsunfähig).
Más que un sistema de partidos de izquierdas y derechas, conservadores o liberales, el sistema político alemán es un conglomerado que engloba a toda esa variedad en una disciplina superior y común de defensa del capitalismo. Esa esfera compacta, condena y expulsa a la marginalidad a quienes la ponen en cuestión y es ejemplo de la degeneración absolutista y oligárquica a la que conduce la mezcla de democracia y capitalismo en los países más ricos del mundo a principios del siglo XXI.
Ninguna fuerza política llegará al poder en Alemania sin haber previamente sintonizado con el programa general del establishment. La evolución de las fuerzas políticas con intenciones de cambio, desde los socialdemócratas en su día hasta los verdes hace mucho menos, y quien sabe si Die Linke en el futuro, es una trayectoria de adaptación al sentido común del establishment. Lejos de ser un rasgo exclusivo del sistema alemán, lo que destaca en Alemania de ese fenómeno general es su estabilidad: ese conglomerado de poderes fácticos de grandes consorcios empresariales y financieros, lobbys industriales, con sus sólidos anclajes políticos y mediáticos, está particularmente organizado y bien articulado en el país.
Elemento central de esa estabilidad es la cultura nacional de la obediencia debida a la autoridad, un particular culto al Estado, concebido como una institución neutral, superior y abstracta, y una predisposición al acatamiento automático de las jerarquías. A ello se suma una tradición de consenso e integración, enemiga del conflicto y del desorden como vías legítimas de resolución del choque de intereses. El contraste de esta cultura política, la tradición del Untertan, del súbdito razonable del orden absolutista descrito en la célebre novela de Heinrich Mann, con la tradición francesa y republicana del rebelde citoyen, ha inspirado todo tipo de reflexiones que hoy continúan siendo actuales para todo el continente.
Este libro presenta unos brochazos de esta quinta Alemania en un momento en el que Europa mira hacia Berlín con cada vez más prevención y desconfianza. “Un país que vuelve a dar miedo”, como señalaba el titular de un semanario germano. La involución neoliberal que Alemania encabeza y los delirios de hegemonía europea que proyecta el subidón nacional de la quinta Alemania, está incrementando la germanofobia y el antieuropeísmo, particularmente en la Europa del Sur, cuya población era hasta hace poco muy favorable al europeismo –y no solo por la lluvia de millones recibidos de los fondos de cohesión.
Si dos anteriores Alemanias desembocaron en grandes guerras, la quinta Alemania apunta claramente hacia la desintegración europea.
Los autores no quieren contribuir a ninguna fobia nacional ni tampoco a una reacción antieuropeísta que no proponga refundación ciudadana del proyecto. Lo que pretenden es informar sobre el lamentable papel que el establishment alemán, que forma parte de un orden mundial multinacional, está desempeñando en la actual crisis europea, en el bien entendido de que ese orden también vulnera los intereses de la mayoría social en Alemania.
Las primeras víctimas de la involución llevada a cabo por la elite empresarial y política alemana fueron los propios alemanes. En los últimos veinticinco años, la actual República Federal ha sufrido una transformación radical. Más desigualdad en un país que era relativamente nivelado para criterios europeos, estancamiento salarial, generalización de la precariedad socio-laboral en un país en el que la seguridad del puesto de trabajo era considerable, avance de la pobreza y de la desolidarización, recorte de un sistema de garantías sociales que en su día fue sólido y ancho, rebaja de impuestos a los ricos y mayor apertura al negocio privado en el ámbito de la sanidad y las pensiones. Según las últimas encuestas del conservador Instituto Allensbach de demoscopia, los alemanes son perfectamente conscientes de ello: un 70% constata una inflexión en justicia social, particularmente en la distribución de la riqueza, y considera que las cosas han empeorado en los últimos años. Ese cambio brutal se ha inducido gradualmente en las dos últimas décadas, y es presentado mediáticamente como un éxito e incluso como una especie de segundo milagro económico al lado del de la posguerra, en contradicción con la experiencia de la mayoría de los ciudadanos. Eso es en gran parte posible porque, observada en el contexto de crisis europeo, especialmente comparada con los países del sur que han sufrido la misma medicina en dosis mayores y en plazos mucho más breves con consecuencias aún más brutales, la situación socio-laboral alemana es mucho mejor. Esa circunstancia atrae hacia Alemania a no pocos jóvenes, y no tan jóvenes, españoles sin futuro laboral en su país. Frecuentemente llegan al país muy mal informados sobre lo que les espera ahí.
Toda propaganda debe incluir algún anclaje con la realidad para ser eficaz y ese es el caso de la relativa e incierta salud de Alemania en la crisis. Relativa porque siendo cierta para los beneficios empresariales, no lo es para la mayoría de asalariados que, sin embargo pueden consolarse comparando su situación con la mucho peor que rige en otros países. Incierta porque se basa en una estrategia exportadora que en los últimos veinte años ha acentuado su dependencia de la coyuntura global hasta hacerla extrema. Esa dependencia es inquietante porque en caso de enfriamiento o colapso puede hundir todo el edificio alemán con gran facilidad. A diferencia de China, que dispone de un gran mercado interno y es consciente de los problemas de esa excesiva dependencia, Alemania no parece preocupada por ello.
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