FECHA - 3 NOVIEMBRE, 2016
Con motivo del 76º aniversario de la muerte de Manuel Azaña, desde Alternativa Republicana queremos recordar y homenajear su figura.
Por ello difundimos este interesante artículo de Arturo del Villar, del Colectivo Republicano Tercer Milenio.
SEGÚN la definición del Diccionario de la lengua española elaborado por la Real Academia Española, un político es alguien “versado en las cosas del gobierno y negocios del Estado”. Resulta una definición demasiado favorable, porque si efectivamente todos los personajes dedicados a la acción política estuvieran versados en el arte de gobernar, las naciones todas serían sucursales del paraíso terrenal. Por desgracia, los ejemplos que nos presenta la práctica diaria demuestran que los políticos suelen estar más versados en sus propios negocios que en los públicos. Así se suceden los escándalos económicos que derriban gobiernos, en las naciones democráticas, naturalmente.
La definición le sienta bien a Azaña, que fue el político de su tiempo mejor capacitado para llevar adelante los negocios del Estado, y nunca los mezcló con los suyos propios. Durante su etapa gestora como presidente del Gobierno republicano en sus respectivas fases, todas esas cosas esenciales aludidas en la definición académica funcionaron con precisión. Pudo ser así a pesar de la uniformidad sucesiva con la que el presidente Niceto Alcalá–Zamora procuraba torpedear las decisiones más avanzadas, e incluso a pesar de la falta de confianza de algunos ministros en su propia gestión.
Por el contrario, nadie pudo nunca acusarle de hacer negocios particulares. Fue una práctica habitual durante la monarquía, especialmente durante la muy corrupta de Alfonso XIII, repetida durante el bienio negro republicano por Alejandro Lerroux y sus radicales. Jamás fue posible insinuar que Azaña tramase la menor acción en su beneficio. Y eso que sus enemigos políticos llegaron a inventar todo tipo de calumnias contra él, multiplicadas durante la dictadura franquista. No pudieron atacarle en su probidad, porque era incólume. En cambio, sus opositores son precisamente los más corruptos de la historia política española, tanto los que ocuparon el poder en el bienio negro de manera legal, como los que se apropiaron de él ilegalmente a consecuencia de la sublevación de 1936.
Sin ambiciones políticas
Precisamente por ello Azaña encarna en sí el ideal republicano. Cualquier persona a la que se le interrogue sobre quién es el político republicano más representativo a lo largo de los últimos siglos, sin vacilación dirá su nombre, sea cual fuere su opinión sobre la forma de Estado preferible, que eso es otra cosa. Comenzó su actividad pública como periodista y literato, hasta que la dictadura militar auspiciada por Alfonso XIII le obligó a entrar en la actividad política. Desde ese momento su afición al periodismo y la literatura debió supeditarse a la acción política. Sabemos que por ella abandonó la escritura de creación, en los momentos en que mejor acogida obtenían sus libros.
Pues bien, a pesar de esa creencia personal y de la opinión popular, no se consideraba político, y afirmaba no ocuparse de política, ni siquiera como dirigente de un partido político. Así se lo aseguró a Miguel Maura el 1 de setiembre de 1931. Se discutía entonces quién sería la persona más idónea para presidir el primer Gobierno constitucional, una vez quedase aprobada la ley de leyes, que en esos días continuaba a debate en el Congreso: el nombre de Azaña se alternaba con el de Lerroux en las especulaciones, algo muy sorprendente, porque no cabe imaginar dos personajes más opuestos en talante y talento, y no digamos en probidad.
Las palabras de Maura parecen haber intentado sonsacar el parecer de Azaña, al encumbrar su acción en el Ministerio de la Guerra, y poner en duda la honradez de Lerroux, pero reconociendo que no era aconsejable prescindir de él. Es decir, una ambivalencia muy característica del partido al que pertenecía, la Derecha Liberal Republicana, de tendencia catolicorromana y conservadora. La respuesta de Azaña demuestra que conocía lo más conveniente, según lo anotó en su diario:
Por mi parte, he sostenido en la conversación estos puntos: que si todos sus argumentos se encaminaban a quitarme de la cabeza la idea de presidir un Gobierno, estaban de más; porque nada estaba más lejos de mis gustos y de mi conducta; que no me ocupo de política, ni siquiera de la de mi partido, ni hablo con nadie de política; […] a los periodistas les repito a diario que no soy más que un ministro “técnico”, […] Que mi buen sentido natural me permite ver las cosas con claridad, porque no tengo ambición que me ciegue (Maura no podrá medir hasta qué punto es esto verdad); pero que las consultas, los consejos y los argumentos me perturban el juicio y me desorientan; si me dejasen solo, seguir mi camino, acertaría más fácilmente.
Las citas de Azaña se hacen por sus Obras completas, editadas en siete volúmenes por el Instituto de Estudios Políticos y Constitucionales, Madrid, 2007, señalando el volumen en números romanos y la página en arábigos; en este caso, III, 703.
No existía ningún otro político en aquel momento que pudiera hablar así y ser creído. No podía hacerlo Miguel Maura Gamazo, su interlocutor: era hijo de Antonio Maura, jefe de varios gobiernos de Alfonso XIII, odiado por el pueblo: en 1909 el grito de “¡Maura no!” recorrió toda España, en protesta por la sangrienta represión que ordenó al Ejército. Su hijo Miguel fue amigo personal del rey, hasta que se enemistó con él porque se negó a prestarle el dinero necesario para impedir la quiebra de su suegro, y a “recomendar” al tribunal de Justicia que le concediera un plazo amplio para resolver sus problemas financieros. Tales peticiones eran impropias de una persona honrada, y desde luego invalidan para el ejercicio de la política. Llevó la enemistad hasta el punto de ir a explicarle al rey que se había vuelto republicano, en un arrebato.
Como resultado de ello, su libro Así cayó Alfonso XIII…, en el que se presenta como principal protagonista, es muy reticente con el monarca, pero también con Azaña, a quien trata de ridiculizar. Era un católico ferviente y de ideología derechista, que se hizo republicano para vengarse del rey únicamente. Por ese motivo sin relación con la política se afilió a la Derecha Liberal Republicana, con otro antiguo monárquico y exministro, Niceto Alcalá–Zamora.
Volvamos a la cita, que contiene varias declaraciones interesantes sobre el carácter de Azaña. La que más importa ahora es la confesión de que no se ocupaba de política, ni siquiera de la de su partido, Acción Republicana. Pues si efectivamente era así, cabe preguntarse por qué lideraba un partido y por qué se había presentado a las elecciones para las Cortes Constituyentes, e incluso qué hacía en el Congreso de los Diputados.
La respuesta es sencilla cuando se conoce la personalidad de Azaña: lo que hacía era gobernar, y la mejor forma de conseguirlo era olvidarse de la política y de los políticos, preocupados sólo por intrigar para obtener un beneficio propio.
Jefe forzoso del Gobierno
En relación con ello hay que leer su confesión de carecer de intereses para presidir un Gobierno nacional, y la aclaración inmediata de que esos intereses estaban muy alejados de sus gustos y de su conducta. Es que la política de Estado la llevaba a cabo lo mismo como diputado que como ministro, e incluso más tarde lo hizo desde la oposición. No necesitaba ser designado primer ministro para ello, porque nada cambiaría en su conducta.
Sin embargo, muy poco después de esa conversación debió presidir el Gobierno provisional, el 14 de octubre. Lo hizo contra su voluntad y su deseo, por necesidad imperiosa, para evitarle a la República un mal previsible. De modo que actuó por alta política una vez más, y se sacrificó a las conveniencias republicanas, puestas por encima de las suyas y de las del partido que lideraba.
Conviene recordar que en aquellos momentos nadie quería ser presidente del Gobierno. La vacante se había producido por la dimisión inesperada del catolicorromano fundamentalista Alcalá–Zamora, disconforme con la aprobación del artículo 26 de la Constitución, sobre las órdenes religiosas. El clima estaba muy complicado: existían graves conflictos presentes y otros previstos, debido a la incitación de los eclesiásticos catolicorromanos, de los militares monárquicos y de los terratenientes, además de los provocados por los anarquistas en otro sentido opuesto, pero coincidente en el resultado negativo para la gobernabilidad del régimen recién nacido. Todos los políticos preferían esperar una coyuntura más favorable para presidir el Gobierno, por suponer que era inevitable el fracaso de quien tomara sus riendas en tales circunstancias.
También opinaba así Azaña, y por eso se resistió a aceptar la propuesta que se le hacía; sin embargo, ante las razones de Estado se sintió en la obligación de cargar con esa responsabilidad, para evitarle un desastre a la recién constituida República. Los demás políticos hacían política; él se ocupaba de la alta política, la única importante y que le interesaba, al servicio únicamente del ideal republicano.
El caso Azaña
Puesto que el diario personal estaba destinado a conservar la memoria de unos datos o unas conversaciones, sin propósito de publicarlo, se desnudaba ante el papel, escribiendo con plena confianza lo que pensaba sobre los sucesos del día y acerca de él mismo. En este caso concreto, las opiniones se las había manifestado antes a Maura, y ese detalle las hace más valiosas, por cuanto no eran exclusivamente una confidencia, sino unas afirmaciones irrebatibles, que su interlocutor no replicó, por saber que eran ciertas.
Precisamente por ser así se convirtió Manuel Azaña en la encarnación del ideal republicano, y en la figura más respetada de la República. Las masas que acudían a escuchar sus mítines sabían que él no era semejante a los otros políticos, ocupados en la pequeña política de sus intereses partidistas, cuando no personales. Todos estaban seguros de que la función de Azaña era la política de Estado, y que cuanto afirmaba era cierto y confirmado, por lo que podían tener la seguridad de que cumpliría sus promesas.
Es posible hablar de un “caso Azaña”, sin parangón en la historia política de nuestro país. Por serlo contó con enemigos dispuestos a terminar con él a cualquier precio, porque con ello sabían que menoscababan a la República. Eran los políticos más corruptos, los que carecían de miras patrióticas, los que cultivaban la más baja política, es decir, la politiquería. A ellos y a su propia militancia política se refirió Azaña el domingo 28 de mayo de 1933, después de haber pasado apaciblemente el día con su familia y en contacto con la Naturaleza:
Los espíritus corroídos por la politiquería segregan una especie de monarquismo romanonista, de cuya presencia tal vez no se percatan. Hace años, durante la dictadura, decía yo de burlas que, si en España triunfase el sindicalismo revolucionario, acabaría por hacerse romanonista. Mis esfuerzos tienden a que no suceda lo mismo con la República. Un motivo de las dificultades con que tropiezo en este empeño es que bastantes republicanos, “comenzando por el Presidente” [de la República], y muchos de la oposición, se criaron en la antigua politiquería. Lo que hay de singular en mi caso es que yo no he hecho “carrera política”, y he caído en el Parlamento y en el Gobierno sin haber pasado por la domesticación de una larga carrera previa. He llegado a Presidente [del Gobierno] y a “árbitro de la política republicana”, como dicen los periódicos, sin doblar la cerviz, sin claudicar, sin renunciar a ninguno de los puntos de vista ni de los impulsos que me llevaron a participar en la revolución. Comprendo, pues, que yo sea un tipo exasperante para algunas personas, y aún para muchas. Ellas hacen, como la cosa más natural del mundo, lo que yo no haría jamás, y mi deber consiste en impedir que se salgan con la suya. (IV, 730.)
Queda aclarada, por tanto, su alegación antes citada de no ocuparse de política: se refería a la politiquería de los diputados, tantas veces demostrada en los debates parlamentarios prolongados por motivos inconfesables. Lo suyo era otra cosa, la verdadera política, la de Estado, entregada a impedir que la República sufriera las consecuencias de esa degradación. Eran los resabios de la época monárquica, todavía resistentes.
Sin domesticar por la política
No obstante, el aspecto más oportuno de la confesión es el testimonio que hace a favor de su trayectoria política, y que enlaza con la otra cita antes comentada. A diferencia incluso del mismo presidente de la República, Niceto Alcalá–Zamora, que fue ministro de Alfonso XIII, y de muchos otros políticos de la derecha y la izquierda, él no había pasado por las hormas y las formas del sistema monárquico. Lo explicó diciendo que no le habían domesticado en el antiguo régimen.
Analizó su caso como una anormalidad, en cuanto quedaba fuera de lo que era norma entre sus compañeros en el Parlamento: él cayó del cielo, entre otros muchos que se arrastraban por la tierra, de modo que carecía de pasado político, lo que conlleva carecer de experiencia. Presentado así el caso, ofrecía un lado positivo y otro negativo, porque un inexperto se halla en desventaja ante los avezados en los combates. La verdad es que desde el primer día demostró saber comportarse como un veterano, sin las trabas de serlo. Estaba libre de componendas.
En su opinión, ahí radicaba el motivo de ser tan odiado por algunas personas, los políticos que venían del régimen anterior o que aspiraban a recuperarlo, es decir, los politiqueros. Constituían dos maneras irreconciliables de entender el ejercicio de la política. Basta con observar la finalidad perseguida por cada uno de los jefes de los partidos, para entender los diferentes criterios que les animaban a proceder en los momentos culminantes de los debates. El Diario de Sesionescontiene la explicación.
Como no era politiquero con un pasado monárquico, se hallaba en condiciones de marcar la dirección de la senda por la que debía ir la República. Comprendía que su labor más decisiva tenía que volcarse en impedir que se hiciera con el nuevo régimen lo mismo que se practicó en el antiguo. Eso hubiera significado su prostitución, y como consecuencia inmediata su desaparición. Con su limpia ejecutoria llevó a término sus proyectos mientras fue posible, contra casi todos, pero con el apoyo de las masas republicanas, esas que veían en él al árbitro de la política.
El 4 de marzo de 1935 escribió a su buen amigo Indalecio Prieto, por entonces en París, para comentarle las últimas noticias políticas españolas. Entre ellas intercaló esta autocrítica:
Pero no sé cuándo van a convencerse todos de que yo no soy político y de que no me da la gana de continuar la tradición de los partidos dinásticos, a la que tan solapadamente vuelven algunos de los republicanos más puros. […]
Mi propósito de no ofuscar a nadie, de no montarme en las narices de nadie, y el hábito de no dar codazos para abrirme camino, han producido el resultado de ser yo en la política española una especie de peñasco, que es preciso volar a toda costa. ¡Buen provecho! (V, 688 s.)
Es la confirmación de esa actitud de árbitro vigilante, mantenido al margen de las actividades partidistas. Sin embargo, al permanecer incólume en sus ideas, constituía un obstáculo para muchos, que veían un peligro en él, y por eso intentaban destruirlo. Su detención en Barcelona había sido el intento más intenso de neutralizar su incidencia sobre el parecer de esa gran mayoría de personas que equiparaban su figura con la República, y por ello le seguían aunque no se afiliaran a su partido.
Historia de golpes militares
Volvamos a la charla con Maura, para reparar en otra aseveración original: les repetía a los periodistas que no era más que un ministro técnico. Tenía a su cargo el Ministerio de la Guerra, en el que llevó a cabo una profundísima remodelación del Ejército. No se olvide la historia de España en el siglo XIX: es una sucesión continua de pronunciamientos, sublevaciones y golpes de Estado por parte de los militares, habitualmente los altos oficiales, pero también los sargentos. Los partidos políticos estaban liderados por militares, que con reiteración eran nombrados jefes de los gobiernos por los reyes de turno, o por los regentes en su caso, cuando no se nombraban ellos mismos por la convincente razón de empuñar las armas, superiores siempre a las decisiones de las urnas.
Por ese motivo el Ejército español se hallaba desprestigiado en el resto de Europa. Además, el número de oficiales era inmenso en relación con las tropas, debido a la práctica de conceder ascensos por méritos de guerra: los conflictos bélicos contra las colonias independentistas en América y en África, permitieron a los militares españoles ascender rápidamente en el escalafón, y además acumular pensiones, cruces, medallas y títulos nobiliarios. El Ejército español constituía una casta muy peculiar.
La culminación de ese despropósito histórico se alcanzó con la dictadura del general Primo, auspiciada por el rey a semejanza de lo que hacía su colega italiano al apoyarse en el fascista Mussolini. Desde los tiempos de Fernando VII existía un gran distanciamiento entre el pueblo y el Ejército, porque sus hombres jóvenes eran obligados a intervenir en guerras civiles y coloniales que constituían una gran sangría de vidas. Con la dictadura militar se ahondó el abismo que los separaba.
Solamente Azaña poseía el carácter y la capacidad necesarios para someter el poder militar al civil, y así equiparar a España con las restantes naciones europeas. Buena parte de la oficialidad se mostraba fiel al exrey, y no ocultaba su desagrado ante el nuevo régimen. La habilidad política de Azaña clarificó la situación, aunque no pudo librar a la milicia de todos los oficiales desafectos, por ser muchos y poseer altos grados en el escalafón.
El ministro técnico
Al calificarse como ministro técnico demostraba no serlo político, de modo que su actuación se acogía a conveniencias organizativas exclusivamente. La verdad es que al frente de todos los ministerios debieran estar técnicos, y así crecería su eficacia; no obstante, lo más frecuente es que los cargos del primer nivel se encomienden a políticos, y los siguientes a técnicos sin tener en cuenta su filiación.
Azaña renovó la estructura militar, invitó a los oficiales contrarios al nuevo régimen a retirarse con la totalidad de su paga, y consiguió que el pueblo apreciase a las fuerzas militares. Por si fuera poco, tuvo la habilidad de hacer abortar las sublevaciones, y cuando no lo conseguía derrotaba a los rebeldes, como hizo el 10 de agosto de 1932. Después mostraba su clemencia hacia los traidores, lo que puede ser criticado, ya que tal vez un castigo irrevocable hubiera disuadido a los generales de repetir los pronunciamientos. Lamentablemente, no estaba al frente del Ministerio de la Guerra en julio de 1936; sería muy distinta la historia de España.
Se hizo cargo de ese Ministerio a la proclamación de la República porque nadie lo quería para sí, por imaginar los conflictos que debía originar un cuerpo de oficiales monárquico. Solamente cuatro meses antes esos mismos oficiales habían dictado y ejecutado las sentencias de muerte contra los militares republicanos que quisieron librar a la nación de la monarquía anticonstitucional. No había más que un hombre dispuesto a tomar sobre su cabeza la responsabilidad de sanear al Ejército.
El ensayista José Ortega y Gasset, uno de los fundadores en 1931 de la Agrupación al Servicio de la República (pero a quien iba a servir realmente era a la dictadura franquista), dijo en las Cortes Constituyentes el 30 de julio del mismo año, que Azaña había realizado “una maravillosa e increíble, fabulosa, legendaria reforma radical del Ejército”, y pidió un aplauso para él, que la Cámara le tributó durante largos minutos [1].
Un general rencoroso
Naturalmente, su gestión fue censurada por la oposición política y por todos los militares monárquicos, tanto los retirados como los que prefirieron mantenerse en activo. El general Emilio Mola publicó en 1934, aprovechando el descontrol del bienio negro, un libro titulado Las tragedias de nuestras instituciones militares. El pasado, Azaña y el porvenir, con 324 páginas llenas de ira, rencor y miseria. El coronel de Caballería Carlos Blanco Escolá ha estudiado la personalidad de Mola en un ensayo muy documentado, donde analiza el valor de ese libro y las intenciones del autor al escribirlo. Interesa recordar ahora esta opinión, por ser la de un militar analista de los acontecimientos sucedidos en ese período excepcional de la historia española, que ha investigado la idiosincrasia de sus protagonistas para explicar sus papeles en la sublevación y en la guerra:
En todo caso, en diciembre de 1933, con las fuerzas conservadoras establecidas ya en el gobierno, Mola cambiaría radicalmente el tono de sus escritos al publicar el incalificable panfleto que lleva por título El pasado, Azaña y el porvenir, donde desahoga todo su rencor a la par que saca a relucir su condición, antes mantenida en gran medida oculta, de militarista reaccionario y fascistoide; Mola intentó desacreditar la labor reformista realizada por Azaña en el Ejército, pero lo cierto es que, con sus insultos y gratuitos juicios de valor, no consiguió otra cosa que quedar en evidencia y dar la medida de su escasa cultura, general y militar, como fácilmente puede comprobarse [2].
Así es, pero a sus enemigos les valía todo para censurar y desacreditar a quien encarnaba el ideario republicano en su persona. La mejor prueba de la probidad de Azaña es que no tomó ninguna medida contra este general cuando recuperó el poder dos años después: algo que hemos de lamentar, porque Mola fue el director de la sublevación de 1936. No entraba en el espíritu de Azaña la venganza personal, e incluso le dominaba la piedad frente a los enemigos de la República, tal como se vio en agosto de 1932.
Por ser un ministro técnico puso fin a una situación de preponderancia militar sobre la civil, que se prolongaba desde hacía más de un siglo, salvo pequeños paréntesis. Resolvió el llamado problema militar con mano fuerte, pero tendida abiertamente a quienes discrepaban del nuevo sistema político, a los que procuró una salida airosa y conservadora de sus intereses económicos.
Un ministro técnico es eficaz más allá de las ideologías, porque procura resolver las situaciones anómalas dentro de las conveniencias generales. Más todavía en un organismo en el que todos los altos cargos pertenecen a un estamento determinado: el único civil en el Ministerio de la Guerra era Azaña.
De modo que comprendemos bien sus afirmaciones de no ocuparse de política y de ser un ministro técnico. Al entregarse a la alta política de Estado, aplicó su sagacidad y sus energías a renovar puntualmente el elemento desestabilizador por antonomasia desde comienzos del siglo XIX. La tradición golpista no pudo ser erradicada, por supuesto, ya que se había arraigado profundamente en la psicología de algunos militares; sin embargo, a pesar de todo, las reformas introdujeron un ideal de servicio al poder civil legítimo, que incitó a una mayoría de oficiales a permanecer fieles a la República, al producirse la sublevación de julio de 1936, lo que dio lugar a que muchos de ellos fueran fusilados por los rebeldes [3].
El hombre menos ministro del mundo
Tales consideraciones nos facilitan la comprensión de otra confidencia de Azaña, cuando aseguró ser el hombre menos ministro del mundo, en momentos en que lo era de la Guerra. Lo dijo al clausurar con un discurso la asamblea nacional de Acción Republicana, el 14 de setiembre de 1931. Ante sus partidarios, que conocían bien su manera de pensar y su modo de actuar, expuso estas manifestaciones:
Mi criterio, dentro de esas salvedades que acabo de hacer para todo el que permanezca en la legalidad republicana, mi criterio, repito, se expresa en la acción de Pedro Crespo, que era alcalde popular: Si alguien derriba la silla, yo derribaré la mesa.
A la amenaza responderé con la acción, y a la acción de otro con una acción centuplicada por la furia del poder, atacado en su justa posesión del mando. (Aplausos.)
Esta seguridad, de la que nunca me he apartado desde que la República existe; esta seguridad podrá parecer a algunos optimismo oficial. Dirán: “Este señor es ministro. ¡Claro! Todo le parece perfecto.” No; el hombre menos ministro del mundo soy yo. (Risas.) El hombre menos adherido a las fórmulas oficiales y a la técnica de gobernante soy yo. Es simplemente todo esto un conocimiento experimental de la realidad de las cosas españolas y una percepción clara de que en la política hay leyes, como en la física, ineludibles para todos. (III, 52.)
Comprendemos las risas de los oyentes al escuchar que él era el hombre menos ministro del mundo: de cierto, era el más ministro de todos cuantos conformaban el Gobierno republicano. La frase encerraba, pues, una intención crítica bien captada por el auditorio.
Invocó la autoridad del mítico alcalde de Zalamea para declarar la firmeza de sus gestos: de la misma manera que Pedro Crespo respondía con más fuerza que su contrincante dialéctico, por saber que se hallaba en pleno dominio de la razón, Azaña advertía a sus partidarios y a sus contrarios la disposición de su ánimo para actuar desde la legalidad con todos sus recursos. Es cierto que cumplió su palabra, sin temor ni temblor ante las dificultades presentadas: más bien se crecía ante ellas, y las resolvía con prontitud, al tener la razón de su parte.
La soledad del ministro
Todo eso era posible porque no hacía política al uso, al carecer de las mezquinas ambiciones que empujaban a otros al Parlamento, en busca de un beneficio propio. Su política de Estado se encauzaba a asfixiar los conatos de destruir el nuevo sistema político adoptado por los españoles, con la furia del poder, como él mismo decía, para conservar la legalidad.
Estaba en condiciones de decirlo y hacerlo por no mantenerse adherido a las fórmulas usuales del poder. Puesto que no hacía la politiquería habitual, no debía ser considerado un ministro como los tradicionales. Su razonamiento es lógico en estas aparentes paradojas, sólo aparentes porque se explican sin ninguna dificultad desde el conocimiento de su idiosincrasia. Un razonamiento basado en su pulcritud mental, y relacionado con la temperancia de su carácter.
Queda claro, en resumen, que en fechas distintas manifestó idéntico concepto sobre su posesión de ciertas cualidades infrecuentes para gobernar. Lo reiteraba, para que se le juzgase por ellas. No establecía comparaciones con otros diputados, sino que se limitaba a expresar su temperamento. Actuaba, pues, a su manera, al margen de las fórmulas ordinarias, y por eso se distinguía de los políticos al uso.
Le argumentó a Maura que prefería que le dejasen solo a la hora de tomar decisiones, sin consejos que le perturbaban la razón. Para que fuera posible eso precisaba ser un gran razonador, dotado de una lógica inamovible. La historia demuestra que así era y así se comportaba en el Poder y en la oposición: un caso especial puesto al servicio de la República.
[1] José Ortega y Gasset, Rectificación de la República, Madrid, Revista de Occidente, 1931, pp. 49 ss.
[2] Carlos Blanco Escolá, General Mola. El ególatra que provocó la guerra civil, Madrid, La Esfera de los Libros, 2002, p. 12.
[3] El mismo general Mola, en su panfleto ferozmente antiazañista, se vio obligado a reconocer, muy a su pesar, que muchos militares aprobaron las reformas de Azaña, y algunos intervinieron directamente en su elaboración. Cf. Las tragedias de nuestras instituciones militares. El pasado, Azaña y el porvenir, Madrid, Bergua, 1934, pp. 161 a 65, 174 a 79, y 184.
Fuente: Alternativa Republicana
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