JUAN CARLOS ESCUDIER
En uno de los chistes más celebrados de la era soviética, un oyente llama a Radio Armenia con la pregunta del millón: “¿Es posible realmente predecir el futuro?”. La respuesta venía a resumir el espíritu de la época: “Absolutamente. Sabemos todos los detalles de cómo será el futuro. El problema es el pasado, que siempre está cambiando”. Viene esto a cuento de la polémica desatada en torno a una entrevista no emitida que la voz en off de la Transición hizo a Adolfo Suárez en 1995, en la que el expresidente reconocía que si en 1977 no se convocó un referéndum sobre monarquía o república fue porque el Borbón habría tenido que hacer las maletas y realquilar la casa familiar de Estoril.
Hay quien se ha apresurado a tomar la revelación como la prueba irrefutable del engaño que supuso la Transición –que lo fue, en gran medida- y hasta quien atribuye las palabras de Suárez a su incipiente alzheimer, aunque como bien apunta en este mismo diario David Torres sería el primer caso en el que esta enfermedad no borrase los recuerdos sino que crease otros nuevos. Lo que se obvia, en cualquier caso, es otra pregunta trascendente: ¿se podía hacer en 1977 un referéndum de este tipo? Decididamente, no, para qué nos vamos a engañar.
Los chicos del diccionario de Oxford han elegido este año “posverdad” como la palabra del año. El neologismo, utilizado con frecuencia para explicar el Brexit o la victoria de Trump en EEUU, se ha definido como la situación en la que “los hechos objetivos tienen menor influencia en la formación de la opinión pública que los llamamientos a la emoción y a la creencia personal”. Pues bien, en este caso estamos ante una posverdad de Perogrullo.
Los hechos objetivos son los que son. El tránsito a la democracia no fue el período modélico que se trasluce de algunos Episodios Nacionales en blanco y negro de Victoria Prego en el que sus protagonistas siempre cuentan lo bien que lo hicieron, sino un proceso vigilado por el franquismo, que entonces no era sociológico, y, fundamentalmente, por los militares, que fueron quienes marcaron el rumbo en gran medida. Sin la ominosa presencia de aquellos cancerberos, armados hasta los dientes –todo hay que decirlo-, no se hubiera aprobado esa vergonzante ley de Amnistía que, camuflada como símbolo de la reconciliación nacional, fue una ley de punto de final con la que se absolvieron los crímenes de la dictadura. Ni se hubiera tenido que recurrir al engaño para legalizar al PCE, ni hubiésemos visto a Carrillo, también en blanco y negro y sin peluca, aceptar la rojigualda como símbolo del Estado y a la monarquía como régimen. Con eso y con todo en 1981 sacaron los tanques a la calle por si a alguien se le ha olvidado.
La historia no debe cambiarse pero siempre es conveniente reaprenderla, porque quienes por edad no la vivieron pueden verse tentados a trasplantar realidades, como si en aquel entonces hubiera sido posible celebrar una consulta del estilo de la de Escocia o la del Brexit y que, tras el recuento Martín Villa, como ministro del Interior, anunciara en rueda de prensa la proclamación de la III República. La Transición fue un poco mentirosa, es verdad, y bastante chapucera porque de aquellos polvos (el ‘café para todos’ que se inventó Clavero Arévalo para sedar a unos militares que creían que la autonomía catalana y vasca era el fin de la sacrosanta unidad de España; o la propia inviolabilidad del Rey, por citar un par de ejemplos) vienen estos lodos en los que chapoteamos a diario. Aquellos políticos hicieron lo que pudieron o, mejor dicho, lo que les dejaron hacer.
Los exégetas de la cosa se encargaron después de las canonizaciones. La más celebrada fue durante décadas la del rey Juan Carlos, al que jamás se le ha escuchado repudiar los crímenes de aquel señor bajito y feo que le designó digitalmente. De manera formal, se le entronizó como el gran arquitecto de la democracia, como si en su mano hubiese estado revivir el absolutismo de sus antepasados. La de Suárez, cuyos méritos son innegables, se demoró mucho más tiempo, y en ella participaron hasta los democristianos de Oscar Alzaga, aquellas termitas que acabaron con la UCD y de los que se contaba otro chiste casi tan bueno como el de Radio Armenia. Lo protagonizaba Nerón, espantado al ver cómo los leones del circo estaban siendo devorados por un grupo de personas: “Inútiles, había que echar a la arena a los cristianos, no a los democratacristianos”.
De nada vale poner pies en pared por lo que pudo ser y no fue o, mejor dicho, por lo que no pudo ser de ninguna de las maneras. Si hay partidos que entienden, como muchos ciudadanos, que la monarquía es un anacronismo incomprensible deben ponerse a trabajar para remediarlo. Más allá de la verborrea de algún nostálgico, hoy ya no quedan espadones dispuestos a blandir tizonas sobre nuestras cabezas si nos desviamos de la ruta prefijada. Curiosamente, de este referéndum sobre monarquía o república es del que menos se escucha hablar desde la abdicación del cazador de elefantes. Y eso que nunca antes estuvo tan a tiro.
Fuente: Público.es
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