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“Puedo prometer y prometo”
Xavier Domènech
Un héroe trágico El 29 de enero de 1981, el Presidente del Reino de España, Adolfo Suárez, presentaba su dimisión. Se había quedado solo. La Unión de Centro Democrático (UCD), el partido “moderado” que él mismo había puesto en pie, era poco más que un avispero para su fundador. Los militares, que se sentían traicionados por sus promesas incumplidas, lo querían sí o sí fuera del gobierno. Pero fue sobre todo el deterioro de su relación con el Rey, ese Rey que ahora nos explica que la transición la “impulsamos Adolfo y yo”, lo que acabó por dar la puntilla final a su presidencia. Hacía tiempo que el monarca quería su dimisión. El último gran desencuentro entre ambos se había producido poco tiempo atrás a cuenta de la elección del General Armada como segundo Jefe del Estado Mayor del Ejército. Suárez se negaba a aceptar el nombramiento del que posteriormente se convertiría en el Elefante Blanco del 23F, pero finalmente la voluntad del Rey se impuso por encima del que poco después dejaría de ser Presidente. Se buscaba un golpe de timón ante un proceso de cambio político demasiado abierto y era el momento de prescindir de unos de sus timoneles por arriba. Nuestro pequeño y audaz Maquiavelo, más táctico que estratégico, quedó absolutamente abandonado. Abandonado primero por los suyos y después por el propio pueblo que, según nos cuentan, lo seguía a pies juntillas, cual flautista de Hamelín, fascinado ante un político de tamaña osadía que se sacrificó porque los amaba tanto. En su nueva aventura, con la creación del Centro Democrático y Social, Suárez solo consiguió dos diputados en las elecciones generales de 1982. De hecho, a pesar de todos los mitos, cuando en 1985 se realizó una encuesta del CIS en la que se preguntaba a quién se debían las libertades, sólo un 13% de los españoles apuntaron a sus dirigentes, mientras que un 55% las atribuyó a las movilizaciones populares. Fue precisamente a partir de esos años cuando se empezó a intensificar el mito de la transición para ahogar otro posible mito, el de la calle, en tiempos en que el conflicto social era culpabilizado como el principal freno de la modernización. La leyenda de Suárez contiene en sí misma elementos de una construcción precaria. Ahora mismo estamos bañados en ella, como una forma específica de reedición del mito de la transición, tan intensa como es su crisis real en nuestro propio presente. Su construcción hagiográfica es de todas formas tardía en relación con la propia articulación memorial de la transición y establece una relación compleja con la misma. Más cuando muchos de los constructores del mito de la transición ya en los años ochenta habían sido a su vez los sepultureros políticos de Suárez. Fue precisamente desde su olvido personal, a partir de una enfermedad que afecta precisamente a la memoria, que empezó su activación. Hay en este sentido un cruce entre la famosa fotografía realizada en 2008 de Suárez con el Rey, de un Suárez que ya no recordaba prácticamente nada y era recibido por aquel que no quería recordarlo todo, y la publicación poco después del libro de Javier Cercas Anatomía de un instante. Libro que significó el espaldarazo final a la construcción de la leyenda de Suárez como el gran héroe trágico, incomprendido por sus contemporáneos, engrandecido por la posteridad, ya que él en su audacia de llanero solitario pertenecía al futuro y no al pasado. Había también una coherencia profunda en esta construcción que iba más allá del propio Suárez. En Soldados de Salamina también de Cercas ya encontrábamos las semillas de la recuperación de ese fascismo fascinante, en la historia novelada del cofundador de Falange y futuro Ministro de Franco Rafael Sánchez Mazas que para el autor contenía en su vida cristales de la futura Reconciliación Nacional. Poco después éramos invadidos por la recuperación de fascistas “liberales” (un oxímoron realmente digno de consideración) como los verdaderos iniciadores del camino hacia la democracia, en una operación muy al gusto de ciertos grupos mediáticos. Historia que con Adolfo Suárez penúltimo Secretario General del Movimiento, es decir de la Falange en el poder, se coronaria en ese absurdo que hace del fascismo el origen de la democracia. En este último caso, si se quiere como héroe trágico y audaz condenado a la soledad entre los suyos, como político incomprendido, como mito para nuestro presente. Pero Suárez ni fue un llanero solitario, ni tan siquiera un avanzado a su época, sino un producto genuino de la misma y de las gentes que los pusieron en el lugar que lo pusieron, para luego abandonarlo. Causas y consecuencias: entre la calle y el palacio La transición española como período histórico mantiene un especial carácter en relación con nuestro propio presente. No es sólo un tiempo dejado en manos de la historia, y por ello la articulación de su memoria pública se debe más a periodistas y políticos que a historiadores, ni tan siquiera en las de una memoria democrática ya cerrada, sino que es considerado el período genético de nuestro sistema político. En este sentido su construcción como mito es a su vez una construcción normativa sobre actitudes políticas y sociales, un espacio que incluye aquello que se considera legítimo a la vez que excluye todo aquello que se considera ilegitimo. Y esto es así tanto para aquellos que hacen de este mito su principio de acción, como para aquellos que intentado atacar ese mito no hacen sino reconstruirlo alimentado el espejismo de su poder, confundiendo el propio mito con la realidad. El proceso de cambio político se inició con una serie de primero pequeñas mutaciones en las formas de acción política y social en la década de los sesenta, que interactuaron con las dinámicas internas de la dictadura y las externas al régimen en el seno de la sociedad, hasta devenir finalmente un torrente incontrolado en los setenta. Pero una cosa es el proceso y otra muy distinta el mito. Éste fue objeto de construcción y densificación, más allá de las narrativas puestas en juego en los años setenta, en los años ochenta. Liberar en este sentido al proceso de su mito es liberar también a todas las realidades, tensiones y potencialidades del cambio político de las narrativas, legitimidoras y deslegitamadoras, que no hacen sino enterrarlas. De hecho, la misma definición de la transición está marcada por su carácter normativo. No hay casi posibilidad para ponerse de acuerdo sobre su inicio, ni sobre su final, ya que esa delimitación hace y deshace legitimidades alternativas. Su definición como período histórico, separado del franquismo y del sistema democrático, equiparando así dos sistemas políticos, culturales y sociales a un proceso, conlleva en este sentido una serie de cargas inherentes que no se pueden desconocer. Se supone así que conforma un momento autónomo definido precisamente por su carácter transitivo. No se trata tanto de lo que sucedió realmente durante ese tiempo mal definido, sino de cómo devino. Se define así por su final. Todo lo que no explica ese devenir, y ese final, todo lo que muestra posibles vías diferentes o realidades contradictorias con ese final, deviene así menor o tratado como un accidente. Se esconde así el proceso y los agentes reales del cambio político que se gestaron en el período franquista, que no terminó con la muerte de Franco (confundir Franco y franquismo siempre ha sido en este sentido una confusión interesada), sino con la instauración de un nuevo sistema político. Esta construcción de la transición a su vez como período en si mismo y, de forma relacionada, como mito contiene muchas y variadas implicaciones. Pero nos detendremos sólo en dos que tienen consecuencias directas en la construcción de la leyenda alrededor de la figura de Adolfo Suárez: a la primera la llamaremos el efecto túnel de lavado y a la segunda la conversión de causas en consecuencias. En el primer sentido, la definición de la transición precisamente como período que transita hacia un final, en este caso la democracia, presuponiéndose que esa línea ya se encuentra presente en su inicio, y en ese sentido conforma un período coherente en si mismo, decanta rápidamente la sustitución de las legitimidades de origen de las elites políticas por las legitimidades de ejercicio en relación de nuevo al final del período. Así Manuel Fraga Iribarne no sería uno de los más destacados ministros de la dictadura, ni tan siquiera el Ministro de Gobernación cuando sucedieron los muertos de Vitoria en 1976, sino uno de los miembros reformistas del primer gobierno de la transición (ya no de la dictadura) que habría llevado la democracia a España; Juan Carlos I no fue tampoco un monarca instaurado por uno de los dictadores más sanguinarios del siglo XX, saltándose la misma legitimidad sucesoria monárquica que recaía en su padre en el exilio, que juró lealtad a los principios fundamentales del Movimiento, sino el dirigente clarividente que aportó luz a una tierra carente de ella; y, finalmente, en el caso que nos ocupa, Adolfo Suárez no era ese Ministro Secretario General del Movimiento que se oponía durante el primer semestre de 1976 a cualquiera de los proyectos de transformación del régimen, que no de liquidación de la dictadura, ya fueran los de Garrigues o los del mismo Fraga, sino el sagaz piloto del cambio. La transición es así en si misma una construcción desmemoriada y desmemorizadora que restaura legitimidades y echa al olvido todo aquello que no es congruente con las mismas. Pero quizás donde estos efectos de la construcción de la Transición contienen mayores consecuencias para nuestro presente y para la comprensión de la figura de Suárez, es en la conversión de las consecuencias del cambio político en causas del mismo para reforzar su propia legitimidad. La consolidación de la monarquía, con problemas para perpetuarse más allá de la dictadura, el papel dominante de las elites por encima de los agentes sociales, de los líderes políticos por encima de sus organizaciones o el discurso de la moderación, fueron consecuencias del cambio político, cierto. Pero ser el resultado de un proceso no te convierte en su activador, ni siquiera en su conformador. El proceso no se desencadenó como un encuentro entre elites, las del régimen y las de la oposición, como tampoco se inició a partir de las contrastadas credenciales democráticas de aquellos que habían sostenido la dictadura. La primera batalla de la transición, en palabras del Gobernador Civil de Barcelona en 1976, “fue la batalla de la calle”. Esa calle que para Fraga era “mía”, es decir del franquismo, como forma de controlar a falta de cualquier mecanismo democrático que se produjera un plebiscito público sobre qué quería la gente. Y esa batalla el régimen la perdió. El primer semestre de 1976, en un país donde el derecho a huelga y a manifestación no sólo estaba prohibido sino que en algunos casos podía conllevar la tortura y la muerte, España se puso al frente de la conflictividad europea. Huelgas generales como las trece vividas en Vizcaya, las de Córdoba, Sabadell o el Baix Llobregat, tan sólo eran la punta del iceberg de un proceso profundo que estaba atravesando toda la sociedad. De hecho, esas huelgas, y el modelo de oposición gestado con anterioridad, consiguieron que en un momento de fuerte crisis económica se produjera una intensa alza de los salarios reales. Pero si ese fue su resultado social, sus resultados políticos crearon un escenario de bloqueo. La oposición podía ocupar la calle, pero no el poder, ya que a diferencia de la revolución portuguesa de 1974 no contaba con ninguna alianza posible en el seno de las Fuerzas Armadas, fieles hasta al final a la dictadura. El régimen podía mantenerse en el poder, pero era incapaz de gobernar el país. Ese escenario planteaba al Rey un dilema crucial. No entre dictadura o democracia, sino sobre en torno a la posibilidad de consolidar la monarquía o no (no está de más recordar que todos los Borbones desde Fernando VII han probado las hieles del exilio). Necesitaba recuperar la iniciativa política para no quedar ahogado en un proceso desbordante. Necesitaba, en este sentido, una figura que reuniera las cualidades de fidelidad a su persona y legitimidad dentro del franquismo para iniciar el desbloqueo de la situación. Para ello no servían ni Fraga, ni Areilza, las dos principales figuras del reformismo dentro del franquismo, ya que despertaban tanto recelo en sus filas como proyecto propio tenían. Finalmente, la elección inesperada del nuevo Presidente del Gobierno en julio de 1976, a partir de los mecanismos electivos propios de la dictadura, recayó en Adolfo Suárez. Suárez era en 1976, según Javier Tusell, “una persona inequívocamente identificada con el Movimiento”. De hecho era su máximo dirigente y desde allí controlaba todo su poder institucional y mediático que no era poco. Pero a su vez también era, en las propias palabras del futuro presidente del gobierno, “un chusquero en política”, sin una trayectoria política de largo recorrido, sin un padrino fuerte que le protegiera después de la muerte de Herrero Tejedor, pero capaz de muestras de fidelidad inconfundibles hacia Juan Carlos. En este sentido su elección tranquilizaba al personal político franquista, era claramente uno de los suyos y como tal aseguraría su pervivencia, y a la vez permitía asegurar el proyecto de la monarquía. Éste no era otro que consolidar la institución y si para ello hacía falta la democracia, como se hizo claro finalmente, bienvenida fuera. Con Suárez se podía encontrar alguien dispuesto a iniciar un camino de recuperación de la iniciativa política, llevándose con ella a parte del régimen. Y así fue, pero ello no se podía hacer sin asumir una parte del programa de la oposición antifranquista. En este sentido, la primera medida que tomó el nuevo gobierno en julio de 1976 no fue otra que el Decreto-Ley de Amnistía para los presos políticos antifranquistas. Lo que vino después fue una alocada huída siempre hacia adelante, que tomó forma de operación, incluyendo la legalización de los partidos políticos, exceptuando los republicanos que no pudieron presentarse a las elecciones de junio de 1977 para no poner en peligro precisamente a la monarquía, y la celebración de unas elecciones pluripartidistas por sufragio universal sin restos de ningún tipo de representación orgánica. Ello no se encontraba en ninguno de los proyectos del reformismo franquista y no fue otra cosa que una imposición de las gentes que ocuparon las calles. No de la forma soñada eso es cierto, pero tampoco nunca soñada por los franquistas. De hecho, si la movilización de 1976 marca el inicio del fin de la dictadura, también el resultado de las elecciones de 1977 fue una sorpresa para los jerarcas del régimen. Después de más de casi cuarenta años de dictadura, de control de los medios de comunicación, de control y adoctrinamiento educativo y de represión, ganaron las elecciones, pero no obtuvieron la mayoría electoral. Entre la Unión de Centro Democrático articulada desde el poder por el mismo Suárez y la Alianza Popular dirigida por Fraga obtuvieron el 43% de los votos, mientras que los partidos que venían del campo del antifranquismo en su conjunto agrupaban el 49,2%. Y entonces pasó lo que no estaba previsto por la última ley fundamental de la dictadura, la Ley de la Reforma Política, esas Cortes se declararon ilegalmente constituyentes. Se produjo así la ruptura jurídica con la dictadura, aunque eso no fue seguido de otras y fundamentales rupturas. El papel de Suárez en este proceso fue posible sólo a partir de una gran autonomía de la esfera política respecto a otras instancias de poder, que en ciertos momentos le llevó a confrontaciones con el ejército o los mismos poderes económicos, posibilitada por la intensidad del conflicto entre las fuerzas en pugna. El proceso acabó con el franquismo, pero preservó gran parte de su personal político que en algunos casos salió del mismo con una nueva legitimidad renovada, los aparatos de coerción, las fuerzas armadas y la judicatura franquistas no sufrieron ninguna depuración, y, finalmente, la monarquía pudo consolidarse como institución. Pero si ello era debido a la capacidad de iniciativa política que mostró una parte del régimen, el final de la dictadura sólo es atribuible a la calle. El proceso constituyente se impulsó desde abajo, aunque se controló desde arriba. La autonomía de Suárez en todo esto fue, de todas formas, una autonomía relativa. Su papel consistió en asegurar siempre, en cada nueva huída hacia delante, la preeminencia de la iniciativa política por parte del franquismo y la monarquía. Pero cuando los ritmos sociales se desaceleraron, cuando llegó el gran frenazo, su figura quedó suspendida en el aire: ya no era útil. Ahora, es verdad, parece haber recobrado utilidad en forma de leyenda. Pero el mito se articula y se difunde desde el palacio, mientras que la dignidad y la libertad se construyen desde la calle. Ahora, como antes, el mito es un intento de transfigurar la realidad.
XavPolítica, Españaier Domènech es historiador y profesor de la Universitat Autònoma de Barcelona.
Fuente: www.sinpermiso.info
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