Gerardo Pisarello · · · · ·
04/01/15
El final de año ha dejado tras de sí varios acontecimientos políticos relevantes. Uno de ellos ha sido sin dudas el reciente paso de Pablo Iglesias por Barcelona. Las declaraciones del dirigente de Podemos han generado polémica y han sido objeto de numerosos análisis. Tras el masivo mitin de Vall d’Hebron se le comparó con Lerroux y con el PSOE de la transición. Sin embargo, ninguna de estas caracterizaciones permite captar el papel que la joven formación puede tener en el escenario de cambios que se abrirá en 2015.
La visita de Iglesias ha servido para corroborar algunas tendencias ya apuntadas por las encuestas. La primera, la irrupción en Catalunya de un espacio popular desinhibido de crítica a CiU, a su vínculo con la corrupción y a sus políticas anti-sociales y privatizadoras. Este espacio no era inexistente. Pero a menudo quedó opacado por el proceso soberanista y por el oportunismo con el que Artur Mas consiguió sumarse a él y utilizarlo a su favor.
Podemos ya decidió quebrar esta inercia cuando se querelló contra el clan Pujol junto a Guanyem Barcelona. En esa misma línea, Pablo Iglesias utilizó parte de su discurso en Vall d’Hebrón para equiparar a Mas con Rajoy y a Pujol con Rodrigo Rato. Recordó que los lazos entre las oligarquías catalanas y españolas suelen pesar más que sus diferencias. Y recordó, también, que a pesar de su declarado patriotismo, estás siempre están dispuestas a priorizar sus intereses económicos, aunque con ello perjudiquen a su propia gente.
Esta comparación despertó un justificado entusiasmo entre el público. Pero obviaba un pequeño matiz: que una derecha que tiene un aparato estatal detrás no puede igualarse sin más a la que no lo tiene. Hace poco lo recordaba el historiador Josep Fontana: la diferencia entre Fraga y Pujol era que el primero podía encarcelar al segundo, pero no al revés. Algo similar sucede hoy con Rajoy y Mas, y con la capacidad que cada uno de ellos tiene para vetar consultas, para presionar a fiscales o para disponer, incluso, del aparato policial y militar.
Al atacar a CiU, Pablo Iglesias también lanzó un dardo al diputado de la CUP David Fernández por su abrazo con Mas la noche del 9-N. La referencia no fue afortunada. Por un lado, porque más allá del episodio concreto, el diputado independentista ha sido una de las voces que con mayor valentía y honradez ha denunciado, dentro y fuera del Parlamento catalán, a los poderes financieros y políticos contra los que el propio Podemos arremete. Pero sobre todo, porque esa amonestación ad personam introdujo ruido y no ayudó a debatir la cuestión de fondo que Pablo Iglesias pretendía plantear: la incapacidad de la izquierda soberanista, incluida la CUP, para generar una agenda autónoma a la de Mas y para conectar con una parte sustancial de las capas populares del área metropolitana, en la mejor tradición, por ejemplo, del PSUC anti-franquista.
Este tono directo y provocador le granjeó al líder de Podemos numerosas críticas. Las más cansinas insistieron en su pretendido populismo, un concepto que se ha convertido en arma arrojadiza contra cualquiera que se atreva a señalar lo obvio: la escasa calidad democrática del régimen político actual y la complicidad con él de los grandes partidos, tanto si son de derechas como si se denominan de izquierdas.
En Catalunya algunos han visto en Podemos una suerte de operación pergeñada desde Madrid para liquidar el proceso soberanista. Esta última lectura ha sido frecuente en ambientes nacionalistas catalanes. Pero también en sectores españolistas que querrían ver en el ascenso de la formación la tumba de los reclamos de autodeterminación. También aquí, el juicio parece apresurado.
El mitin de Vall d’Hebron fue, sin duda, un acto contra CiU y contra su pretensión de dirigir el proceso soberanista sin renunciar a sus consejeros y a sus políticas neoliberales y sin padecer desgaste alguno. Pero no fue un acto contra el derecho a decidir. A él asistieron figuras destacadas del catalanismo político como el batallador diputado de ERC, Joan Tardá, o el propio Pasqual Maragall. En su alocución, Pablo Iglesias dijo lo que ni Rajoy ni Pedro Sánchez, y probablemente muy pocos dirigentes de Izquierda Unida, habrían dicho: que España era un “país de naciones”, que “la casta” había “insultado a Cataluña”, y que el derecho a decidir era un reclamo plenamente legítimo. Interrogado sobre si esto incluía la posibilidad de un referéndum sobre la independencia, Iglesias repitió lo ya dicho por su compañero Iñigo Errejón: que en democracia, “todas las posibilidades de relación jurídica con el Estado, y todas son todas”, deben poder discutirse.
Más adelante, Pablo Iglesias sugirió que el derecho a decidir solo se podría ejercer realmente si se abría un proceso constituyente de ámbito estatal. En rigor, esto es discutible. La legalidad vigente ya ofrece vías para la celebración de un referéndum como en Escocia o Quebec, sin necesidad siquiera de una reforma constitucional previa. Que estas vías no se hayan utilizado no se explica por un impedimento jurídico insuperable sino por la falta de voluntad democrática del Gobierno y del PSOE. Lo que hay que reconocer, en todo caso, es que también en este punto el líder de Podemos fue más lejos que cualquier político español con su proyección: cuestionó que una declaración unilateral de independencia fuera un camino realista para ejercer el derecho a decidir pero admitió, en cambio, que este podría concretarse en “uno o diferentes procesos constituyentes relacionados entre sí”.
Esta referencia a procesos constituyentes en plural es inédita en la historia española. Sobre todo viniendo de un partido de ámbito estatal con posibilidades de ganar unas elecciones generales. Naturalmente, las palabras no lo resuelven todo, y las declaraciones de un día podrían modificarse si la correlación de fuerzas cambia. Pero una cosa es cierta: si Podemos aspira a gobernar y a transformar las actuales relaciones de poder, necesitará no solo a IU o a Equo, sino a diferentes fuerzas soberanistas, desde ERC y Bildu hasta Anova, las CUP, ICV, BNG o Compromís. Y a la inversa: si el soberanismo quiere votar con plenas garantías y decidir, necesitará a Podemos. El entendimiento, pues, entre diferentes fuerzas con vocación constituyente, y no meramente reformista, es todo menos una quimera.
Queda por ver, es cierto, si Podemos es capaz, más allá del reconocimiento del derecho a decidir, de plantear un proyecto creíble y atractivo de convivencia plurinacional. Un proyecto alternativo al independentismo, pero también al autonomismo y al federalismo centralizantes y negadores de la diversidad. Y queda por ver, también, si es capaz de dotarse de una estructura organizativa con arraigo en los diferentes territorios, con democracia interna y con capacidad para reflejar la diversidad del “país de naciones” al que alude su principal portavoz.
Muchas de estas cuestiones se decantarán en este 2015. Un año clave para saber si el vendaval de aire fresco activado por Podemos mantiene su fuerza. Y sobre todo, si consigue conectar con otros vientos de cambio que ya soplan en Grecia y en diferentes rincones del Estado y que serán imprescindibles para dar al traste con un Régimen injusto y venal que ha abusado demasiado de la paciencia de todos.
Gerardo Pisarello es profesor de Derecho Constitucional en la Universidad de Barcelona, miembro de Guanyem Barcelona y del Comité de Redacción de Sinpermiso
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