Aunque hay impresionistas que sólo ven botas y un golpe militar en Egipto –olvidando que Nasser o Chávez también fueron golpistas y militares–, lo que sucede en ese país es algo mucho más complejo. En primer lugar, el conservador general Abdel Fattah Al Sisi acaba de sacar del poder al partido reaccionario mejor organizado y enraizado, ligado con Estados Unidos y con Qatar y los emiratos –la ultrarreaccionaria Hermandad Musulmana–, cuyos líderes están presos, como sigue en la cárcel la camarilla proimperialista de Hosni Mubarak.
El ejército decidió sacar del gobierno a los reaccionarios y poner en el mismo a técnicos liberales aceptables por Washington pero no agentes de éste ni de los emiratos, porque crecía la rebelión popular que abarcaba a los liberales, los nacionalistas nasseristas, la izquierda democrática, la izquierda revolucionaria y socialista, los sindicatos, un importante sector de la burguesía comercial laica (que antes seguía al Wafd) y la burguesía comercial cristiana copta, que sufría la intolerancia islámica salafita. Esa marea democrática social comenzaba a organizarse, a crear comités y había reunido más de 22 millones de firmas contra Morsi y la Hermandad Musulmana, lo cual indica que muchos musulmanes democráticos la apoyan. El crecimiento de esta rebelión, por un lado, asustó al mando militar conservador (Al Sisi fue jefe de inteligencia en tiempos de Mubarak y fue ascendido por Morsi) y, por otro lado, estimuló las tendencias nacionalistas y bonapartistas existentes desde la mitad del siglo pasado. No hay que olvidar en efecto que el golpe que derribó a la corrupta monarquía del rey Faruk en 1952 estuvo encabezado por el conservador general Mohammed Naguib y no por el más audaz y nacionalista Gamal Abdel Nasser, que después defenestró al primero. Por lo tanto, lo que cuenta es la dinámica que puede llegar a tener el proceso, no el conservadurismo de su primer representante.
Los militares hicieron en realidad un contrafuego, tomaron una medida preventiva, entregando en seguida el gobierno a técnicos que deben elaborar una nueva Constitución (la actual, reaccionaria, fue anulada) y preparar elecciones en seis meses. Salieron de los cuarteles para llenar un vacío antes de que la rebelión encontrase una dirección y un programa propios y para encauzar por la vía burguesa un movimiento que es plebeyo, nacionalista y contrario a los intereses del imperialismo y de sus agentes en la región (desde Qatar hasta Israel). Corrieron el riesgo de acercarse al movimiento de rebeldía y de sufrir su contagio, que es importante desde hace rato, como se ve en la actitud popular ante los soldados, a quienes los que luchan por la democracia ven como aliados de un tipo especial.
En escala internacional, la humanidad está aún ante la realización de las tareas democráticas que encaró la Revolución Francesa: la unidad nacional, la independencia política, la democracia, la redistribución de la tierra. Contrariamente a la visión superficial que habla de primavera árabe, ésta no dura semanas o meses sino muchas décadas, como lo demostró el despertar los pueblos europeos en 1848, que se repitió inmediatamente después de la Segunda Guerra Mundial y después de los años 80. La lucha por la unificación de la nación árabe –fragmentada por las potencias colonialistas y por las monarquías en los siglos XIX y XX– dura ya 70 años. En efecto, viene en realidad desde el levantamiento de Orán, en Argelia, en los años 40, salvajemente reprimido por el imperialismo francés, y pasa por la independencia argelina, el nacionalismo árabe en Egipto, Libia, Siria, Líbano, Yemen, el nasserismo y los intentos de unidad en una sola república árabe, la constitución del partido y el gobierno revolucionario socialista en Yemen del Sur en los 70, el apoyo constante a la Intifada palestina, y aún no ha terminado ni terminará. Sobre todo porque el capital financiero se esfuerza por retrotraer el mundo desde el punto de vista social a lo que imperaba en el siglo XIX y, por lo tanto, vuelve al colonialismo, pisotea las soberanías, restringe brutalmente los espacios democráticos e instaura métodos fascistas hasta en las metrópolis, al mismo tiempo que la situación económica empeora gravemente para los trabajadores y para los países dependientes. Pero la experiencia, la organización, el nivel social y cultural, sin embargo, de los pueblos, son hoy muy superiores a los de hace dos siglos.
Las clases medias urbanas –y en éstas se incluyen los militares, que por su origen social pertenecen a ellas– sufren el embate combinado del cierre de sus expectativas de ascenso social y hasta de consumo, de la crisis económica que les niega el futuro y de la prepotencia del capital financiero internacional. El ejército, en algunas condiciones de América Latina o de países árabes o africanos, sirve de partido para los nacionalistas y demócratas que desean un cambio. ¿Acaso no participaron militares antibatistianos en la revolución cubana? Ese aparato de represión y de sostén del Estado burgués puede, en determinadas condiciones de crisis, producir en su seno tendencias como la de Lázaro Cárdenas que, desde el Estado capitalista y con el sostén o la neutralidad benévola de grandes sectores populares, tratan de hacer algunas de las tareas democráticas y sociales que exige la situación si la rebelión que crece no tiene una dirección más avanzada y más reconocida. Ese cesarismo es un pésimo sustituto de una dirección política de los trabajadores, y la revolución pasiva desde arriba, que esos sectores emprenden, es siempre temerosa y está mezclada con represiones, pero no tiene nada que ver con los golpes militares que tratan de salvar al régimen en peligro y que son profundamente conservadores.
Por consiguiente, existe el peligro de que amplios sectores populares se ilusionen ante estos nuevos salvadores salidos de los cuarteles y los sigan, en vez de apoyarlos, desbordarlos, dirigirlos. Sobre todo que el ejército, como todo aparato, no es homogéneo ni tiene formación política, y existe el peligro de luchas intestinas, estimuladas por la intervención imperialista, en las que los trabajadores no pueden permanecer indiferentes pero deben siempre mantener su independencia política.
Guillermo Almeyra es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso
La Jornada, 7 de julio de 2013
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