La democracia se constituye con la voluntad expresa y activa de personas reales, vivas, y no con la de unas urnas. Esta máxima se torna aún más cierta cuando aquellas personas están llevando a cabo una revolución, mediante la cual trazan su futuro y el de su nación.
El gobierno estadounidense, una parte importante de los principales medios occidentales y los derrocados Hermanos Musulmanes parecen estar de acuerdo: lo que ha ocurrido en Egipto en los últimos días ha sido un golpe militar, un revés a la presunta "transición" hacia la democracia.
Independientemente de la diversidad de intereses creados puestos en juego, lo que los tres detractores de uno de los levantamientos revolucionarios más potentes y populares de la historia moderna comparten es el desprecio. Se han reunido veintidós millones de firmas (casi un 50 por ciento de la población adulta del país) exigiendo la destitución del presidente; la misma exigencia la han vehiculado diecisiete millones de personas (casi un 30 por ciento de la población adulta) en marchas callejeras a lo largo del país, en lo que se ha descrito como la mayor manifestación de la historia del ser humano, efectuada a pesar del aluvión de amenazas y advertencias de que el 30 de junio se convertiría en un "río de sangre", y prolongada hasta el día de hoy.
Por inaudito que resulte, y parece que a ojos de la prensa aún no merece consideración (el Washington Post insiste en hablar de manifestaciones "opositoras" entre los partidarios de Morsi y la "oposición"), no se trata de un proceso democrático, sino del ejército y del "estado profundo". Nada que no fuera un insondable sentimiento de desprecio podría explicar tamaña ceguera.
El desdén de los Hermanos Musulmanes está firmemente arraigado en una doctrina que designa a los líderes de Gama'a como últimos intérpretes de la voluntad de Dios en la tierra, y como tales su "rebaño" les debe obediencia ciega e innúmeros besos en la mano — no cabe duda de por qué a los rebeldes egipcios los denominan "corderos".
Desde el lado occidental de la ecuación — y todavía trato la cuestión más desde una perspectiva ideológica que desde el craso interés — existe la convicción igualmente arraigada de que árabes y musulmanes son incapaces de desarrollar el tipo de "libertades" que el "hombre occidental" da por sentado.
Ciertamente, la raza ha pasado de moda, ahora remplazada por la "cultura"; pero a lo único que se supone que podemos aspirar los árabes con nuestra cultura "musulmana", al parecer de forma inherente, es al tipo de "democracia" atrofiada y deformada que Morsi y su tribu ofrecían, sin importarnos la libertad de expresión, de creencia, de asociación y protesta, y sin importarnos tampoco el atraco histérico de poder de la maquinaria estatal excesivamente autoritaria de la oligarquía de Mubarak, la cual se ha mantenido perfectamente intacta a no ser por una muda simbólica de líderes.
(En junio de este año, el presidente depuesto de la Hermandad designó de una sola vez a 17 gobernadores pertenecientes todos a su grupo o a sus aliados, a tan sólo tres meses de las elecciones parlamentarias, lo mejor que pudo hacer para amañarlas de forma más efectiva).
Nada de todo esto, aun así, parece tenerse en cuenta. No son más que los pequeños inconvenientes de la "transición", ya que a todo lo que podemos aspirar y nos merecemos los árabes y musulmanes es a un margen del 2 por ciento en las urnas — con esto ya tenemos suficiente democracia para nuestra "cultura".
Hay también otro aspecto que contribuye a la ceguera. A lo largo de la historia, las revoluciones culturales llevadas a cabo por un pueblo han mostrado una tendencia a inspirar levantamientos revolucionarios en otros pueblos, de tal manera que la de Egipto fue inspirada por las de Túnez, Yemen y Bahrein, y la de Siria fue inspirada por ambas. El que una revolución desemboque en un régimen islamista torpe y denodadamente opresivo, cuya única reivindicación para la "democracia" son unas elecciones en apariencia "libres y justas", extingue drásticamente su valor inspirador. ¿Podrían los griegos o los brasileños inspirarse en un resultado como éste?
Fue tan sólo en el cuarto día de la segunda revolución egipcia, y de la consecuente intensa presión estadounidense por mantener a Morsi y a los Hermanos Musulmanes en el poder, que el presidente de los EEUU Barak Obama pareció descubrir — de repente — que la democracia no se reduce a las urnas.
¡Muy Bien! La historia de la democracia en el mundo es la historia de las conquistas de libertades democráticas en las calles, no en las urnas. Aunque dejemos a un lado las revoluciones fundacionales de la democracia en el mundo moderno, desde Cromwell hasta Robespierre, incluyendo a los padres fundacionales de los Estados Unidos (frente a las cuales las dos revoluciones gemelas de Egipto parecen pulcras y relucientes en términos de legitimidad), la universalidad del sufragio se conquistó en las calles, igual que el derecho de la mujer al voto; los sindicatos, cruciales en la definición de la esencia de la democracia y de las libertades democráticas en el mundo actual, no salieron de las urnas, sino que nacieron y se desarrollaron en los talleres y en las calles, del mismo modo que ha ocurrido con la redefinición de la democracia en lo referente a derechos y liberación de la mujer, más allá del mero derecho al sufragio.
Por último, pero no menos importante, Sr. Obama, ¿cabe recordarle que la sola idea de postularse a la presidencia no se habría dado si no hubiera sido por el Boicot de Autobuses en Montgomery, las Sentadas en Greensborro, la Marcha en Washington y las miles de otras batallas, grandes y pequeñas, libradas con tremendos sacrificios, en las calles de la autoproclamada "mayor democracia del mundo", por parte de cientos de miles de personas, entre las que se incluyen personajes hostiles a la "legitimidad" tales como Malcom X, Rap Brown, Stokely Carmichael y Angela Davis?
Una marcha larga y heroica, repleta de sangre y lágrimas, le otorgó a usted su cargo Sr. Obama, y fue en las calles donde los héroes de estas luchas marcharon. Las urnas simplemente trasladaron, casi siempre parcialmente y de forma atrofiada, las conquistas llevadas a cabo, sí, en las calles.
Todo lo cual parece llevarnos de vuelta a nuestro anterior presidente, el propio Dr. Morsi.
En su último comunicado al país, con su habitual incoherencia, el anterior presidente (¿no resulta encantador el prefijo "anterior" antecediendo al título de dos presidentes en tan poco tiempo?) repitió la palabra "legitimidad" literalmente una docena de veces. Sin embargo, cabe recordarle, Sr. anterior-presidente, que visitó usted la cárcel cuando su predecesor, el presidente "legítimo" del país, votado en su cuarto ejercicio en lo que sus aliados estadounidenses y occidentales entonces aclamaron como las primeras elecciones presidenciales egipcias con varios candidatos, fue derrocado de forma ilegítima. (Nada en la Constitución egipcia en aquellos momentos vigente permitía al presidente ceder sus poderes a una institución denominada Consejo Supremo de las Fuerzas Armadas – SCAF).
No conocemos la verdadera historia de cómo salió de la prisión, si fueron los que detentaban el poder quienes le sacaron o fue un contingente de Hamas importado especialmente con ese objetivo, como se ha sugerido en los últimos meses. Sinceramente, me da igual. Morsi y otros líderes de la Hermandad Musulmana eran presos políticos, y en una revolución, liberar a los prisioneros políticos resulta correcto, incluso siendo "ilegítimo".
El caso es que, desde la revolución, los detentadores del poder en Egipto, todos piratas de sus cargos, has estado haciendo malabarismos entre la "legitimidad revolucionaria" y la legitimidad formal, legal, estipulada por la Constitución y la ley del país de manera arbitraria y siempre en la forma que mejor se ajustara a sus fines inmediatos. El SCAF lo hizo, una y otra vez, igual que lo hicieron los Hermanos Musulmanes.
El ejemplo más crudo y flagrante fue el alarde de constitucionalidad, ley y normas democráticas del presidente "electo", mediante la promulgación, en noviembre del 2012, de una Declaración Constitucional que inmunizaba sus decisiones frente a los exámenes jurídicos, inmunizaba también aquella pantomima de cuerpo legislativo, el Consejo consultivo Shura (un tercio de cuyos miembros fue designado por el presidente y los otros dos tercios fueron votados con desdén por un mísero 7 por ciento del electorado), confiriéndole mientras tanto completa autoridad legislativa e inmunizando además a una Asamblea Constituyente, la cual se había transformado en un club cerrado de la Hermandad Musulmana y sus aliados Salafistas y Yihadistas. Ambas instituciones se han enfrentado a fallos inminentes de inconstitucionalidad por la Corte Constitucional Suprema de Egipto.
¿Y cuál ha sido, entonces, la justificación de Morsi por estas medidas draconianas, claramente encauzadas a perpetuar el dominio de la Hermandad Musulmana sobre el país hasta los tiempos en que la humanidad se reúna con su hacedor? "¡Legitimidad Revolucionaria!" Pues bien, Sr. anterior-presidente, esto es exactamente lo que se conoce como "salir el tiro por la culata", con la salvedad de que el suyo fue el de un secuestrador, mientras que el pueblo que lo derrocó obtuvo su legitimidad revolucionaria de una revolución real y viva, sin precedentes históricos, por virtud de 22 millones de firmas y por virtud de millones de personas en las calles.
Hani Shukrallah es el editor en jefe de Ahram Online.
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