TRINCHERAS
Entrevista
Stéphane Audoin-Rouzeau · · · · ·
Se esperaba una guerra corta. Durará más de cuatro años y en ella cambiará todo: la estrategia militar, la psicología de los soldados, pero también el mapa del mundo y, más allá de ello, nuestra visión del progreso y de la democracia. André Burguière, periodista del semanario parisino Le Nouvel Observateur entrevista en profundidad al historiador Stèphane Audoin-Rouzeau.
Le Nouvel Observateur: Se ha dicho a menudo que los soldados de 1914 partieron en los dos bandos con flores en los fusiles. En París se gritaba: “A Berlin!” y en Berlín: “Nach Paris!”. ¿Qué debemos pensar de este lugar común?
Stéphane Audoin Rouzeau: Los historiadores –sobre todo Jean-Jacques Becker en el caso de Francia- le han hecho justicia desde hace mucho a la idea de que los movilizados partieron en medio del entusiasmo. En algunas grandes ciudades hubo manifestaciones de ardor patriótico. En las capitales y en las estaciones, sobre todo. Pero se puede uno preguntar si esas manifestaciones no eran ante todo una forma de negar la angustia que oprimía a los soldados en el momento de dejar a los suyos. En lo más hondo de los países afectados, la noticia de la guerra fue acogida con un sentimiento de consternación y también de aceptación, que se transformó progresivamente en resolución. Pero fue raro el entusiasmo. Por un fenómeno de selección o de deformación del recuerdo es cómo las manifestaciones de belicismo exaltado en el momento de la partida, puestas de relieve por la prensa y a veces filmadas, han acabado por invadir la memoria.
Se esperaba una guerra corta, siguiendo el ejemplo de la guerra franco-prusiana de 1870, y fue larga. Al cabo de cuatro meses, el frente se inmoviliza y comienza entonces la guerra de trincheras. ¿Quién había previsto que la guerra tomara ese giro?
Los estados mayores eran conscientes de que podía ocurrir una nueva forma de guerra, y eso desde la guerra ruso-japonesa que todos habían escudriñado atentamente. Sobre todo la batalla de Mukden de febrero-marzo de 1905: de pronto, pareció que la batalla desaparecía, los ejércitos quedaron inmovilizados y enterrados. El mito de la guerra muy ofensiva y breve, que inspiraba los planes de los estados mayores en víspera del conflicto, era una forma de negar la obsesión de que se reprodujera dicho esquema. Habían visto en que se convertía un ejército que se enterraba. Y luego, queriendo evitar la trampa de enterrar a las tropas, han caído en ella. A partir de otoño de 1914, por lo menos en el oeste, se instala un interminable asedio de 700 kilómetros de largo a campo abierto. Las causas de esta inmovilización son las mismas que las de la guerra ruso-japonesa: la intensidad de fuego (el cañoneo de una artillería completamente renovada, en particular) que obliga a enterrarse.
¿Se trata de una guerra totalmente nueva?
Los soldados se quedaron pasmados ante la potencia del fuego a distancia en los primeros enfrentamientos en septiembre de 1914, en las fronteras de Bélgica o de Alsacia-Lorena: combates extraordinariamente mortíferos. Para los estados mayores, una vez más, esta intensidad no suponía nada nuevo: la habían observado durante la guerra de los Boers, la guerra ruso-japonesa o en última instancia en las guerras balcánicas. Se atenía esencialmente a los perfeccionamientos de la artillería, al papel desempeñado por la artillería pesada en el campo de batalla junto a la artillería de campaña, al muro de balas levantado ante ellas por las ametralladoras, al aumento del alcance de las armas individuales y al nuevo poder de penetración de las balas, propulsadas por pólvora sin humo. El perfeccionamiento técnico se aceleró durante el conflicto, pero sin innovación radical, con excepción de los gases tóxicos puestos a punto por Alemania y rápidamente imitados por el otro bando.
Por lo que respecta a la pareja “tanques-aviones”, se impone tardíamente, en el curso del año 1918. Desde entonces, los aviones, utilizados al principio para vuelos de reconocimiento o combates aéreos individuales que recordaban a la antigua caballería, al final de la guerra atacan a las tropas en tierra por medio del bombardeo o el ametrallamiento.
Pese a la existencia de combates a corta distancia, es verdad que raros, la muerte es, por tanto, esencialmente anónima. Se asiste a una despersonalización profunda de la violencia bélica.
Los mandos tuvieron las mayores dificultades a la hora de pensar este tipo de guerra e intentaron recuperar la movilidad perdida. Pero en vano…y al precio de espantosas pérdidas. Los franceses, en particular, subestimaron el papel de obstáculo que desempeñaban las alambradas y no reconocieron más que lentamente la necesidad de moverse en las diferentes líneas de trincheras escalonadas en profundidad.
En 1918, generalizando una táctica ya aplicada en 1917 en otros frentes, los alemanes lanzan a las Sturmtruppen (de las que formó parte Ernst Jünger) para penetrar en las primeras líneas enemigas, sacándole partido a su agresividad y autonomía con el fin de desorganizar el frente adverso. Frente a esta táctica tan provechosa, los franceses se mantienen en la defensa de la primera posición, antes de admitir el principio de defensa en profundidad. En el fondo, es la recurrencia de ofensivas desastrosas la que hizo evolucionar a los estados mayores, pero al precio de la rotación de los generales en jefe…y de espantosas pérdidas humanas.
Por tanto, la guerra ha cambiado de naturaleza. ¿Y el combatiente?
El combatiente, también. Hay una novedad antropológica en esta guerra. Se pasa del combate del “cuerpo enderezado” al del “cuerpo acostado” y escondido. En septiembre de 1914, los soldados se dejan matar cargando de pie. El equipo militar no había abandonado los colores (los pantalones rojos de los franceses seguían siendo un caso extremo). Luego, con las trincheras, se pasa al cuerpo disimulado, acostado, protegido. La retro-innovación del casco (para proteger de los desprendimientos y de la caída de rocas, y no de las balas) fue adoptada por todos los ejércitos, con excepción de los rusos. Es ésta una experiencia corporal nueva: la batalla, en tanto que experiencia de enfrentamiento muy intenso pero breve, se ve reemplazada por una violencia discontinua pero interminable.
Este nuevo tipo de combate ha configurado un nuevo tipo de soldados. Sobre todo de soldados que ya no saben moverse. En el verano de 1918, cuando los Aliados retoman la ofensiva, los soldados ya no saben avanzar y son por tanto los contingentes norteamericanos, que no han adoptado todavía la costumbre de enterrarse, los que mejor reaccionan. Eso es también lo que explica que los Aliados, pese a una superioridad técnica y demográfica aplastante a partir del verano de 1918, no hayan podido quebrantar al ejército alemán en el campo de batalla. Lo rechazan progresivamente, como un muro que retrocede, pero sin llegar a derribarlo, lo cual ha tenido su parte asimismo en el mito alemán de un ejército invicto en 1918.
¿Por qué estos forzados de las trincheras han aguantando tanto tiempo en ambos lados, pese a algunos baches, como, por ejemplo, en 1917?
La “leva masiva” había existido desde la Revolución, pero no con la misma intensidad. Gran Bretaña, aferrada a una larga tradición de soldados de enganche. no recurrió a la conscripción más que a partir de 1916, y Australia, que envió, sin embargo, contingentes militares importantes, no llegó nunca a establecerla. La coacción del aparato militar no puede explicar por sí sola que los “poilus” hayan podido soportar tales sufrimientos durante tanto tiempo. La razón esencial de su tenacidad tiene que ver con el hecho de que se trata de ejércitos de ciudadanos con educación, salvo en el caso del ejército ruso, que no ha aguantado tan bien y ha acabado por sublevarse literalmente en el otoño de 1917.
La escolarización, la conscripción y la lectura de periódicos, como ha mostrado Eugen Weber, han homogeneizado las actitudes y las expectativas. Han reforzado el apego a la nación. Los soldados comprenden y aceptan los objetivos de guerra de sus gobiernos. Sus motivaciones defensivas han seguido siendo fuertes, pese al aflojamiento de 1917, y en el campo aliado se aprecia una “removilización” en 1918. Pero la experiencia de las trincheras, con sus sufrimientos y sus violencias, va a endurecer a cambio los comportamientos políticos. Se ha descrito este endurecimiento de los comportamientos como un proceso de “brutalización”, una forma de transposición en la vida política de postguerra de las representaciones y de las prácticas adquiridas en el combate: el culto del jefe, de la obediencia, de la fuerza y de la acción violenta, por ejemplo. El fascismo, el nazismo y en cierto modo también el bolchevismo son igualmente herederos de la violencia de guerra.
Otro resorte secreto de la resistencia de los combatientes tiene que ver con los beneficios de la educación: se trata del apoyo moral que les aportó la correspondencia. En momentos de calma en el frente occidental, los soldados escriben de media una carta al día a su mujer, a su novia, a sus padres o a sus allegados. Se enviaron miles de millones de cartas por medio de un servicio postal al que las autoridades militares dedicaban la máxima atención, pues valoraban su interés psicológico. En la correspondencia no se habla ni de detalles de la guerra (censura obliga) ni de política sino antes bien generalmente de lo que han dejado atrás. Los campesinos y los comerciantes siguen gestionando sus negocios. Los padres vigilan la escolaridad y el comportamiento de sus hijos. Se habla también de amor, y mucho. Como una inmensa red inmaterial tendida más allá de los campos de batalla, estos innumerables intercambios epistolares han permitido a los muertos-vivos de las trincheras seguir siendo civiles de uniforme, animados por la esperanza de volver entre los suyos.
Los imperios centrales (Alemania y Austria-Hungría) han perdido la guerra. Pero, ¿quién la ha ganado?
En 1918, la cuestión de la victoria queda zanjada: los Aliados han ganado la guerra de la manera más nítida y el Tratado de Versalles, impuesto sin discusión a Alemania, expresa perfectamente este predominio. Pero las primeras dudas sobre la extensión real de la victoria se revelan con bastante rapidez, pues la cuestión no estriba en ganar la guerra sino en ganar la paz: desde mediados de los años 20, esas dudas asaltan a la opinión pública de las potencias victoriosas, y no dejarán, después, de propagarse. Añadamos que la dominación de Europa sobre el mundo se ve profundamente afectada por la guerra, en beneficio de nuevas potencias, como los Estados Unidos, que forman parte de los vencedores. Su dominación colonial, que reposaba sobre una imagen de autoridad moral e invulnerabilidad, conocía sus primeros cuestionamientos por parte de los pueblos colonizados. Han asistido al enfrentamiento de las potencias coloniales, que han perdido todo su prestigio a sus ojos matándose entre ellos, y que han tenido que ir a mendigar su implicación para evitar la derrota.
Hoy en día, el problema del desenlace de la I Guerra Mundial se plantea de manera diferente: se ha impuesto el sentimiento de que la gran Guerra no dejó más que vencidos, lo que me parece bastante exacto. No queda gran cosa, en efecto, de las inmensas esperanzas suscitadas por la victoria de 1918, tal como las expresaron sus contemporáneos. De lo que más nos damos cuenta ahora es de hasta qué punto la idea de “progreso”, consubstancial a la idea democrática en el siglo XIX y a principios del XX, ha sido subvertida en profundidad por el primer conflicto mundial: me parece que nunca ha llegado exactamente a recuperarse.
¿1918 no es por tanto una victoria de la democracia?
En apariencia, o a corto plazo, con el hundimiento de los imperios, la victoria de las democracias parece completa: la creación de la Sociedad de Naciones constituye una suerte de transposición de esto en el plano internacional. Y en efecto, hay que reconocerlo, las democracias se han mostrado más eficaces que los regímenes autoritarios a la hora de efectuar los buenos arbitrajes que imponían las economía de guerra, repartiendo más armoniosamente la carga del conflicto entre el frente y el “frente interior”. En este sentido, su victoria es también la victoria de los valores y del tipo de régimen que encarnan.
Con todo, esta victoria ha sido de corta duración: la democracia retrocede enseguida en todas partes, hasta el punto de tomar la forma de ciudadela asediada en el curso de la década de 1930. Hay que señalar aquí varias cosas: a corto o a más largo plazo, la “brutalización” de las sociedades europeas por la guerra, por retomar el concepto evocado anteriormente, introducido por el gran historiador norteamericano George Mosse, tuvo importantes efectos en el campo político. No se puede comprender la afirmación de los grandes totalitarismos del siglo XX sin hacer referencia a la experiencia bélica: la victoria del bolchevismo en Rusia no es concebible sin referencia a la guerra, lo mismo que la brutalidad que despliega en la guerra civil, en el curso de la cual el nuevo régimen, nacido en 1917, vuelve a usar de modo intensivo todas las técnicas del campo de batalla. El fascismo italiano, ese “producto” ideológico nuevo, surge del intervencionismo italiano y de la experiencia combatiente.
En cuanto al nazismo, es en grandísima medida una derrota rechazada tanto como una Gran Guerra que se vuelve a librar: contra el enemigo interior, en primer lugar, los judíos y los rojos, que habrían apuñalado por la espalda al ejército alemán e instaurado la República de Weimar, abandonista y, luego, contra el enemigo exterior. No se comprende nada de su energía asesina sin hacer referencia a sus raíces, que se hunden en la Gran Guerra, tal como la vivió Alemania, en sus modalidades de derrota militar no percibida y no asumida como tal.
Los pueblos vencedores, los franceses, ingleses, italianos, ¿se dejaron llevar por la sensación de victoria?
Los festejos de la victoria que tuvieron lugar en los países aliados en 1918, 1919 o 1920, según calendarios diferentes, son indiscutiblemente fiestas espectaculares. Las escenas de alborozo podrían hacer pensar que la ebriedad de la victoria lo arrastra todo entre los antiguos beligerantes victoriosos. En realidad, y más en profundidad, las sociedades europeas han quedado marcadas por el luto masivo; un luto integrado por otra parte en la fiesta, en forma de homenaje a los muertos.
El culto de los muertos reviste en la postguerra en Europa una intensidad sin precedentes, a escala nacional (los monumentos y los homenajes al Soldado Desconocido) como a escala local (los monumentos a los caídos erigidos en cada localidad). Domina la impresión de que las sociedades europeas intentaron, tras la gran matanza, una forma de catarsis. ¿La lograron? Lo dudo. El aspecto espectacular de la conmemoración de los muertos no significa necesariamente que haya aliviado el luto de los vivos. Este es masivo, a menudo redoblado o multiplicado. También es prolongado. Estoy persuadido de que esa huella es todavía perceptible en Francia, donde, es verdad, dos tercios de la sociedad están, de una forma u otra, de luto al concluir la guerra.
La relación que mantenemos con esta guerra parece dar la razón a Maurice Barrès: la patria son nuestros muertos. Pero los supervivientes, ¿no nos han transmitido nada?
El legado de la Gran Guerra debe entenderse de diferentes maneras, según las generaciones. Tenemos en principio la experiencia de la primera generación, la de los combatientes, la de las familias de luto. Una experiencia a menudo callada, oculta: el libro de Jean Rouaud Les Champs d´honneur, de 1990, [Los campos del honor, Anagrama, Barcelona, 1991] muestra esto admirablemente. A continuación está la experiencia de la segunda generación, que ha vivido en esta sociedad, en estas familias enlutadas, y que ha sufrido ese silencio sin poder traspasarlo, cuestionarlo. Y luego está la tercera generación, la que plantea las preguntas, de diferentes maneras: es la mía.
En Quelle histoire. Un récit de filiation (1914-2014) quise mostrar cómo la guerra y sus traumatismos podían inscribirse en el parentesco, destruyendo, por ejemplo, los lazos de los veteranos con sus ascendientes, con sus allegados, con sus descendientes. He intentado la experiencia del relato y del análisis de un proceso de este género en mi propia familia, centrándome en mi abuelo paterno, que volvió vivo y aparentemente intacto de la guerra, pero destruido en profundidad, luego en mi propio padre, el cual, a falta de haber comprendido la guerra de su padre, se vio atrapado por la violencia del conflicto, que no sólo se desplegó en ese instante sino también posteriormente. Es lo que he terminado por comprender a través de mi labor de historiador y lo que, al mismo tiempo, le da acaso más sentido.
Stéphane Audoin-Rouzeau (1955), director de estudios de la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales (EHESS) y presidente del centro internacional de investigación del Historial de la Grande Guerre de Peronne, en el Somme, es uno de los máximos especialistas franceses en la I Guerra Mundial, a la que ha dedicado numerosos estudios, además de dirigir la obra colectiva Encyclopédie de la Grande Guerre 1914 - 1918 (Éditions Bayard, 2004).
Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón
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