lunes, 9 de marzo de 2015

¿Quién teme al Incorruptible? Pablo Iglesias y la revolución francesa

 

 

 

Olivier Tonneau

Pablo Iglesias, el líder de los izquierdistas españoles Podemos, es un hombre acosado por la historia. O, más específicamente, la historia de la revolución francesa. Mucho se ha hablado en los medios españoles sobre la afición de Iglesias por las imágenes de la guillotina. En junio de 2012, había reaccionado a los recortes del servicio público por Twitter: "sí necesitamos más recortes... Pero con la guillotina". Un año después, publicó un artículo titulado 'Una guillotina en la Puerta del Sol'. El mismo año Iglesias preguntó en una entrevista de televisión: "¿Saben cuál es el acto que simboliza esa proclamación histórica de la democracia? Cuando a un rey, Luis XVI, le cortan la cabeza con una guillotina".

"¡Cuántos horrores nos habríamos evitado los españoles de haber contado a tiempo con las herramientas de la justicia democrática!", se lamentó, antes de citar a Robespierre: "Castigar a los opresores es clemencia; perdonarlos es barbarie". No pasa una semana sin referencia a estas declaraciones en los medios de comunicación españoles: la semana pasada, el editor fundador del diario de centro-derecha El Mundo apodó sarcásticamente a Iglesias "El Incorruptible señor X", en referencia al sobrenombre de Robespierre. Iglesias no ha hecho ningún esfuerzo para renunciar a estas comparaciones.

Invitar a la comparación con Robespierre es un movimiento audaz para cualquier político. Después de todo el “Incorruptible" es uno de los líderes políticos más vilipendiados en la historia, con frecuencia lo ponen a la par de Stalin, Hitler y Pol Pot. Sin embargo, para Iglesias, también es un acierto, dado que la manera de entender la Revolución Francesa, de hecho, arroja luz sobre la situación actual de Europa.

La visión convencional que la revolución evoca es la de un boxeador sólo en el ring, golpeándose a sí mismo con locura hasta quedar exhausto. De permanecer bajo el control de los liberales moderados que dominaron inicialmente la Asamblea Nacional, nos dicen, la revolución podría haber sido un éxito: por desgracia, fueron superados por los demagogos que subieron la apuesta por el igualitarismo para ganar el apoyo de la multitud enfurecida. Este relato de violencia llega al clímax cuando 'la lujuriosa sed de sangre real' lleva al 'asesinato' del rey y se desenlaza cuando Robespierre, tras haber masacrado a sus competidores, está sumido en la anarquía que él desató – para los críticos de Iglesias, un oportuno recordatorio de los peligros del populismo. Sin embargo, hay una historia alternativa de la revolución, no menos oportuna: su lectura es un estudio de caso de ineptitud de los liberales moderados en tiempos de crisis.

En la víspera de la revolución, Francia fue atrapada en un círculo vicioso de deuda pública. La monarquía dependía de un círculo de financieros y aplastaba a la población con los impuestos en un vano esfuerzo para pagar sus préstamos con tasas de interés exorbitantes. Un desastre económico que se convirtió en un escándalo moral de tal magnitud, que los cimientos del pacto social se derrumbaron. Los liberales moderados que subieron al poder en 1789, asombrosamente no lograron entender las expectativas que se tenían de ellos, y cometieron cuatro errores que vale la pena valorar.

Los campesinos habían dejado unilateralmente de pagar los impuestos feudales. En lugar de respaldar su movimiento, el primer error de los liberales moderados fue dar largas y salir con triquiñuelas, como el grandioso simulacro de abolición en la famosa noche del 4 de agosto, que autorizaba a los campesinos a comprar su salida del estado de subyugación mediante el pago por adelantado del valor de veinte años de impuestos feudales. El campesinado se levantó en protestas a nivel nacional.

El segundo error fue implementando políticas de laissez-faire. Deberían haberlo sabido: ya en las décadas de 1760 y 1770, intentos de liberalizar el comercio de granos habían provocado disturbios a gran escala contra la subida de los precios y la escasez. ¿El laissez-faire había causado la crisis económica? La pregunta es académica. La clave está en otra parte: bajo el laissez-faire, la escasez es una bendición para los productores, una maldición para los consumidores y un escándalo para los pobres. Cuando se implementó nuevamente por la Asamblea Nacional en 1790, las mismas políticas tuvieron los mismos efectos.

Ante el descontento popular, los moderados respondieron de manera autoritaria – fue su tercer error. Cabezas desfilando en picas por la calle pueden ser una característica prominente del relato convencional de la revolución; de hecho, el 93% de las protestas que tuvieron lugar en París durante la revolución fueron no-violentas. Sin embargo el gobierno, que hizo colectivamente responsable al pueblo por arrebatos horripilantes de crueldad, declaró la ley marcial y excluyó a las masas de representación política al decretar que sólo los ricos serían elegibles para cargos públicos.

Habiendo polarizado así al país entre los que tenían y los que no, los liberales moderados cometieron su cuarto error. Intentaron unir a la gente contra un enemigo común, utilizando el truco más viejo en el libro: la guerra. Desde el principio, Luis XVI había intentado acabar con la revolución exhortando a países extranjeros para invadir el suyo. Monarcas extranjeros habían sido reacios a escuchar su llamada, y fue el implacable belicismo de los moderados lo que concedió al rey su deseo. Atrapados en las inextricables contradicciones del conservadurismo, no se atrevieron a deponer a un monarca que consideraban como el garante de las jerarquías sociales y eventualmente Francia fue puesta en la situación más absurda: ejércitos marcharon a la guerra bajo el mandato de un monarca que todo el mundo sabía que esperaba la derrota.

Después que la gente hizo una petición en vano al gobierno para deponer al rey, tomaron el asunto en sus propias manos: derrocaron a la monarquía el 10 de mayo de 1792. El rey fue declarado culpable de alta traición por la Convención Nacional recién electa y ejecutado (no asesinado) en 21 de enero de 1793. Irónicamente, si los moderados hubieran depuesto al rey, seguramente hubiera vivido.

Las políticas de los moderados tuvieron consecuencias de largo alcance. La guerra se intensificó a escala continental, lo que puso a toda la nación bajo presión. El resentimiento hacia la revolución se profundizó, allanando así el camino para la contra- revolución en el extremismo de los Vendée y Enragés en París. Expulsados de la Convención, los moderados hicieron todo lo posible para poner a las provincias contra el gobierno, incluso llegaron a aliarse con los enemigos a los que habían declarado la guerra en primer lugar. Para el verano de 1793, la revolución se había sumido en tal confusión que es difícil ver cómo ningún estadista, no importa cuán superdotado, podría haber salvado la situación. Es en este punto, el 23 de julio que Robespierre fue votado por la Convención para el Comité de Seguridad Pública.

Denostado por los liberales moderados, Robespierre ganó su reputación como demócrata y filántropo. En los primeros días de la revolución, él había exigido la plena ciudadanía para los judíos y los comediantes, la abolición de la pena de muerte y la esclavitud. También pronosticó las desastrosas consecuencias de las políticas de los liberales: afirmó que la libertad económica debe subordinarse al derecho de existencia, exigió el sufragio universal (masculino), se opuso a la ley marcial e hizo campaña sin descanso contra la guerra. ¿Quién sabe qué habría sido de la revolución, si sus opiniones hubieran prevalecido desde el principio?

Que Francia descendió en caos en 1793 es indiscutible: sufrió todos los horrores de la guerra civil e internacional. Que el gobierno tomara medidas extremas para restablecer el orden, medidas que en retrospectiva a menudo parecen erróneas, no sorprenderá a nadie familiarizado con circunstancias históricas similares. Sin embargo la falacia de la versión convencional de la revolución consiste en pasar por alto las responsabilidades de los liberales, trazando así un vínculo directo entre la democracia radical, la igualdad, incorruptibilidad y el Terror. En todo caso, estos valores podrían haber sido el angosto camino de la revolución hacia el éxito, de haberlos tenido lo suficientemente a tiempo.

Los demócratas radicales podrían haber llevado la revolución hacia el éxito, pero los liberales moderados la condujeron al desastre. Este relato de la revolución nos da lecciones muy diferentes que la versión más popular. Alumbra de manera preocupante a los actuales gobiernos europeos decididos a implementar políticas liberales frente a la oposición popular generalizada, a bloquear las manifestaciones al coartar las libertades civiles, a utilizar las tensiones religiosas y raciales como una distracción de la crítica social e incapaces de reconocer que la única manera de impedir una caída continental hacia el extremo derecho es girar a la izquierda. Al igual que sus predecesores, son presa de la eterna debilidad de los conservadores: son incapaces de percibir el punto cuando el orden establecido es dañado irremediablemente porque sobreestiman el respeto de su mando y su capacidad de someter a la gente a su voluntad.

Si hay una lección que aprender de la revolución francesa, tal vez es que en tiempos de crisis, la prudencia no llama a la autocomplacencia disfrazada de moderación, sino a la toma de medidas radicales y exigente virtud. La hoja de la guillotina, cayendo sobre el cuello real el 21 de enero de 1793, sigue siendo un poderoso recordatorio de que en la tensión entre el orden y la justicia, hay un punto de ruptura. El Terror que se produjo es una dura advertencia del caos que amenaza con apoderarse de todas las sociedades que van más allá de este punto. Colocando la guillotina en el centro de los debates políticos, Pablo Iglesias pretende hacer añicos la ilusión complaciente de que se resolverá la crisis actual siguiendo como de costumbre: mantener esta ilusión es seguir ciegamente el camino a la violencia. Tener presente la guillotina debería ayudarnos a prevenir su regreso.

Olivier Tonneau es profesor de la Ilustración francesa en el Homerton College, Cambridge. Ha publicado sobre Pascal, Diderot, Aimé Césaire... Colabora con The Guardian. Es miembro del Parti de Gauche.

Traducción: Amilcar Alzaga

FUENTE: Sinpermiso

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