¿Es esta la plaza del pueblo?
Rossana Rossanda · · · · ·
23/06/13
¿Por qué orientarse a toda prisa hacia la reforma constitucional? ¿Por qué no hay más leyes que se adecúen a la Constitución, sino que es ésta la que debe plegarse a los dictados neoliberales? Y la obsesión de la “gobernabilidad” guía la nueva ley electoral. Detrás de los “acuerdos amplios”, el rediseño constitucional pisotea la democracia
No creo que ninguna de las democracias europeas tenga prisa por cambiar la Constitución propia como Italia. Abre uno el periódico y se encuentra día sí, día no el anuncio de modificaciones urgentes. El sábado pasado, el Presidente de la República nos ha informado de que cuidará de los tiempos de los cambios, que desea muy rápidos: aunque en un sistema como el nuestro, a decir verdad, su cometido no sería cuidarse de los plazos de los cambios sino de la fidelidad y permanencia de la ley fundamental sobre la cual se ha incardinado nuestra República.
Y por tanto de discutir, antes que ninguna otra cosa, si son necesarios los cambios, o bien, por el contrario, representan un vulnus [daño] a la imagen fundamental que nos hemos dado después del fascismo. ¿Qué es lo que habría cambiado en nuestra sociedad hasta el punto de tener que cambiar los principios establecidos en 1948? La verdad es que, como se ve fácilmente, ha cambiado sobre todo el punto de vista dominante sobre la estructura social, como si el triunfo del neoliberalismo sobre una implantación que era, como por doquier en Europa, más bien keynesiana, comportase no la adecuación de las leyes normales a los principios constitucionales – como debería ser – sino lo contrario. Es un problema, más bien – digámoslo – una “enfermedad” que debería hacer reflexionar.
De hecho, la primera parte de la Constitución de 1948, faltando por lo general una reglamentación legislativa, sigue siendo puramente optativa: que sea una republica fundada en el trabajo no es más que un buen deseo, como el derecho de cada uno a tener un empleo o una casa. La primera república ha vivido en su mismo interior el choque entre quien quería hacer efectivos estos principios y quien se oponía a ellos: han permanecido en gran parte irrealizados. La segunda o tercera república (depende de los puntos de vista) da en moverse bien a derecha, bien a izquierda, para modificar la segunda parte de la Constitución, es decir, el orden institucional italiano. Ya lo ha hecho sobre el Título V un gobierno de centroizquierda y ahora el de “acuerdos amplios” parece todo tentado nada menos que por el presidencialismo, preferiblemente “a la francesa”, porque parezca menos rígido, en la medida en que obliga al presidente, elegido por sufragio universal, a tener, sin embargo, el acuerdo del parlamento, aunque sea elegido por una mayoría diversa.
En verdad la francesa, ideada por De Gaulle, es una monarquía con ropaje republicano, bastante laica, pero en la cual honores y cargas son evidentísimos. Probablemente, De Gaulle la ha querido para hacer la paz en Argelia sin tener que pasar por las Cámaras, como ha abolido Mitterrand la pena de muerte. Pero se ha conseguido, y permanece, una clamorosa disminución del papel del Parlamento. Si Italia debe seguir esta vía, me parece elemental que deba discutirse de ello, al menos todo lo que discutieron los padres constituyentes; no sería decente que los “acuerdos amplios” entre dos o tres partidos grandes lo decidieran todo.
Por cuenta mía, como simple ciudadana que viene de lejos, pienso que ha de abrirse la discusión de inmediato y estoy lejos de creer que el presidencialismo sea una buena solución a problemas y obstáculos todos ellos políticos, y en absoluto institucionales. Resulta hasta estupefaciente que hoy muchos movimientos y todos los partidos, no sólo los Cinco Estrellas, pidan al máximo volver a acercar la política a los ciudadanos y el máximo de poder en las manos de uno solo, como sería con el presidente. Y la paradoja de la confusión que reina hoy. Y se debe al hecho de que los partidos, considerados por la Constitución canales necesarios de la representatividad, se han convertido por el contrario en el cuello de botella a través del cual queda constreñida la representación con los relativos defectos, cuando no la ilegalidad. En contra de sí mismos, los partidos no han aceptado hasta ahora dotarse de estatutos y de reglas que garanticen realmente la transparencia pero podrían dotarse de ellas.
Esto vale también para la financiación, que podría ser no sólo reducida sino sobre todo tal que garantizara que el sistema de partidos se renovase, en lugar de que, como ahora, reprodujera solamente a los fuertes. ¿Cómo puede presentarse hoy un partido nuevo? Son las elecciones las que confirman o desmienten la legitimidad y el papel, toda la cuestión del “voto útil” queda aquí empantanadas: si de partida en cada elección los diversos partidos están en distinta posición de fuerza y de medios, es evidente que queda falseada toda competencia: ninguna competición deportiva aceptaría un sistema análogo. Por lo cual tenemos pocos grandes partidos dificilísimos de corroer y pequeñas formaciones que no llegan a afirmarse, o bien – variante que preocupa a unos y otros – derivas populistas, del todo ajenas a cualquier regla, generalmente en manos de un par de jefazos, más o menos carismáticos, alborotadores e incontrolados.
La dificultad de dotarse de una ley electoral que no sea la actual obra maestra de Calderoli [el controvertido y tramposo “Porcellum” ] viene de esta situación preliminar. Resulta sorprendente como se la acepta, como si fuese una necesidad y no una violación de ese principio constitucional por el cual todo ciudadano es igual en el voto y debería por tanto ser igual en el derecho a hacerse representar. Desde hace unos cuantos años, sea a derecha, sea a izquierda, este principio ha quedado abatido por la prioridad concedida al principio de “gobernabilidad”: en pobres palabras, eso significa rebasar la representación integral para asegurar artificialmente, a través de diques o premios, a una minoría expresada por el voto una mayoría de escaños en las instituciones legislativas. Que no se llegue a ello, porque desde casi ningún lado se quiere, ni siquiera a reducir el premio de mayoría actual, que desplaza del todo la representación, parece completamente sorprendente. ¿De qué democracia estamos hablando? ¿Es Italia realmente una democracia parlamentare o una oligarquía formada por las cúpulas de algunos grandes partidos, que dominan las instituciones? Alguien como yo piensa que los partidos son necesarios para reagrupar y ordenar las diversas ideas de sociedad y las medidas legislativas que se desprenden de ello: pero no son del todo la democracia en sí. Este es el problema principal de hoy e implica que se plantee de nuevo qué entendemos por democracia en 2013. El documento de Fabrizio Barca, que nadie discute en el Parlamento, afronta de modo interesante el paso – que parece obligado – entre democracia representativa y formación del Estado. Paso que quedaría eliminado si se reconociese la diferencia radical entre el papel de los partidos y el papel, más bien naturaleza, del Estado.
Hasta aquí el cambiar o mantener la Constitución parece un tema que se remite a los órdenes institucionales, que son también esenciales, pero no se trata sólo de éstos. Toda la estructura de los derechos sociales depende de ello, ya que es evidente que lo que llamamos un tanto aproximativamente el welfare se expresa de modo diferente de acuerdo con las diferentes ideologías, a saber, la consciencia de sí y la propuesta de orden institucional y de sociedad que avanzan las diversas partes políticas y “sociales”. La ideología capitalista tiende a reducir el welfare, es decir, los derechos vitales de los ciudadanos, no sólo respecto al Estado sino a los poderes económicos: la izquierda más o menos socializante tiende, más bien – a decir verdad, tendía –, a ampliarlo; la ideología “liberal”, a restringirlo.
Se deriva de ello una idea diversa, por no decir antagonista, de las principales reglas económicas: la derecha quiere reducir al mínimo la fiscalidad, entendida como presencia de un estado regulador con el objetivo de reducir las desigualdades. La izquierda tiende a ampliarla en sentido progresivo (con la excepción de la hipótesis comunista, que estaría también ella en línea con el principio antiestatalista, pero en concreto nunca ha llegado a serlo, es decir, a expresar un sistema de reglas que no sean “el Estado”). El mismo razonamiento vale para la política “económica”: la derecha quiere dejarla enteramente a la mano invisible del mercado, la izquierda la querría (la quería) capaz de enderezar las desigualdades en nombre del primado de la equidad (en qué medida es vago este concepto es otro discurso).
Inútil decir que las demás políticas “sociales” se siguen de ello. Predicar que entre ellas deban prevalecer “los acuerdos amplios” significa presumir la existencia de un interés común que en realidad no existe y, en la mejor de las hipótesis, dejar las cosas como están, a saber, en Italia, a un vasto predominio de los intereses constituidos del capital, hoy dominado por las finanzas; intereses que – está ya claro – no significan ni siquiera garantía de un crecimiento productivo, quizás cruel pero seguro. He aquí como a los ojos de una simple ciudadana se presenta el tema de las reformas institucionales y en ellas el del presidencialismo. Vale la pena, más bien es urgente, discutirlo del modo más claro y más a fondo. Puede suceder de hecho que las mismas premisas de las que parte la ciudadana abajo firmante deban ser objeto de discusión; pero entonces es necesario hacerlo del modo más explícito.
Rossana Rossanda es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso
Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón
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