Volvamos a Russell Jacoby, aunque supongo que ya os habéis hecho una idea suficiente de su posición durante el seminario. A mí, en general, me gusta su libro. Con una prosa viva y abundancia de ejemplos, presenta a la cultura académica, no como una solución, sino como un problema. Tal vez me gusta el libro porque yo mismo he venido sosteniendo tesis parecidas durante años. En una discusión sobre el papel de la universidad en la educación de adultos, escribí (en 1968) lo que sigue:
“La cultura educada superior no está ya aislada de la cultura popular conforme a las viejas fronteras de clase: pero sigue estando aislada dentro de sus propios muros de autoestima intelectual y soberbia espiritual. Hay, huelga decirlo, más gentes que nunca que atraviesan los muros y entran. Pero es un gravísimo error –en el que sólo pueden caer quienes miran la universidad desde fuera— suponer que, dentro de los muros, se hallan ardientes protagonistas (…) de valores intelectuales y culturales. En la buena clase de adultos, la crítica de la vida se lleva al trabajo o al objeto de estudio. Es natural que esto resulte menos común entre los estudiantes universitarios corrientes; y buena parte del trabajo del profesor universitario es del tipo de un charcutero intelectual: pesar y medir programas de estudio, listas de lecturas o temas de ensayo en pos del entrenamiento profesional que se pretende. El peligro es que ese tipo de necesaria tecnología profesional se confunda con la autoridad intelectual: y que las universidades –presentándose a sí mismas como sindicato de todos los ‘expertos’ en todas las ramas del conocimiento— expropien al pueblo su identidad intelectual. Y en eso se ven secundadas por los grandes medios centralizados de comunicación –señaladamente, por la televisión—, que suelen presentar al académico (¿o tal vez debería hablar de ciertos académicos fotogénicos?), no como un profesional especializado, sino, precisamente en ese sentido, como un verdadero ‘experto” en la Vida.” (“Education and Experience,” págs. 21-22)
Esta no es exactamente la misma queja que la de Jacoby, porque lo que a él le preocupa es la incapacidad de los académicos para proyectarse como intelectuales públicos, mientras que lo que a mí me preocupaba era la expropiación de la vida intelectual de la nación por parte de las universidades. Pero ambos estamos radicalmente interesados en el intercambio, en el diálogo entre la academia y el público. Sin embargo, Jacoby presenta el problema de manera demasiado fácil. A pesar de las salvedades, su libro parece presentar un autoaislamiento voluntario en el que los intelectuales comprometidos han terminado optando por el progreso profesional en el cuadro de los mefíticos vocabularios de las carreras académicas. Es verdad que eso se da ahora, como se dio en el pasado. En momentos materialistas y horros de heroísmo eso se dio ya antes. Pero seguramente no es sino la mitad del proceso. Jacoby no se molesta en inquirir más allá, en indagar en las razones “estructurales” del autoaislamiento de una categoría de intelectuales: no se pregunta si ese aislamiento y ese autoencarcelamiento con jerga autopromocional es consecuencia no menos que causa. ¿No será que las relaciones políticas e intelectuales entre los intelectuales y el gran público se han visto interrumpidas por cambios en las tecnologías de la comunicación, o tal vez que, como consecuencia de ulteriores cambios políticos e ideológicos, los intelectuales se han quedado hablando consigo mismos o sin tener mucho que decir que sea de interés general?
Llegados a este punto, yo les invitaría a ustedes a echar un vistazo a dos artículos míos que entraban en ese problema desde distintos ángulos. El primero, “The Segregation of Dissent” [La segregación del disenso], fue escrito para la BBC y finalmente rechazado por ella en 1961; terminó publicándose en un pequeño periódico estudiantil publicado en Oxford, The New University. [6] El destino final de su publicación parecía la ilustración de su argumento. El segundo, “The Heavy Dancers” [Los bailarines grávidos] venía a ser, en cierto modo, una reelaboración del argumento del primero, pero en el contexto harto más autoritario que se daba veinte años después. [7] Fue un encargo de una unidad de producción algo osada de una TV comercial que trabajaba para el ocasionalmente intelectual Chanel Four. Pero la iniciativa no era tan osada, ni mucho menos, porque el nervio sensible de mi charla –que tenía que ver con la Guerra de las Malvinas— ya había sido ampliamente enervado por la victoria de la Señora Thatcher. Durante esa guerra, aun cuando todos los sondeos de opinión arrojaban entre un 20% y un 25% de la población contraria a la guerra, la presentación televisiva o radiofónica de argumentación antibélica habría resultado imposible. Me limito a subrayar ante ustedes la obviedad de que hay razones estructurales y políticas para el aislamiento de los intelectuales (si son disidentes). Lo que resulta especialmente obvio en la Gran Bretaña de las pasadas décadas, con el constantemente creciente autoritarismo, la absurda obsesión gubernamental con la pseudoseguridad, la complicidad del poder judicial y la prensa popular decadente. Hay, desde luego, y lo digo complacido, cierto movimiento de resistencia entre los propios profesionales de los medios de comunicación –señaladamente, en la televisión—, pero la Señora Thatcher ya se está ocupando de eso.
A mí me parece que algo similar ha venido ocurriendo en los EEUU desde el final de la II Guerra Mundial. En la revista Tri-Quaterly (nº 70) he esbozado una especie de biografía intelectual de vuestro distinguido compatriota de Mineápolis, el poeta Thomas MGrath, comparándolo con un movimiento de resistencia desarrollado a través de “samizdat” compuestos con pequeñas reseñas. [8] Ahora mismo, este distinguido intelectual se encuentra marginado de la vida académica norteamericana: su obra no figura en los programas de estudio, ni se discute en la New York Review of Books. ¿No será que los argumentos de Jacoby son circulares y autoconfirmatorios? No menciona a McGrath, presumiblemente porque no ha oído hablar de él. ¿Y cuántos intelectuales habrá que resulten invisibles por las mismas razones? Envié un manuscrito de mi estudio sobre McGrath a ese fino historiador literario que fue el último Warren Susman. Su respuesta me resultaó estimulante. Pero en una cuestión disentía vigorosamente. La cultura de resistencia de los pequeños periódicos samizdat por todos los EEUU debería considerarse tan “típica” de las décadas recientes como la cultura “oficial” de la academia y la New York Review of Books. “Para el historiador cultural”, sostenía Susman, “los hechos culturales importantes son tanto la tipicidad como la especificidad única de McGrath”.
Yo no sé cómo lidiar con este problema. Doy todo mi apoyo a la labor de las revistas minoritarias, y no sabría ni contar las horas, días, semanas, meses y años de mi vida dedicados a la edición de, a la colaboración con y a la financiación de ese tipo de publicaciones, desde Our Time hasta el New Reasoner, desde la New Left Reviewhasta, hoy mismo, el END Journal. Pero por importantes que sean estas publicaciones, no resuelven por sí propias el problema de la comunicación con un público más amplio. Se necesitan ciertos mecanismos de transmisión o de mediación. Cuando conocí a Wright Mills en los primeros días de la New Left Review, andaba muy preocupado por este problema. Creía poder encontrar una solución con el pequeño libro de bolsillo, y construyó una particular alianza amistosa con Ian Ballantine, de Ballantine Books, quien planeó poner esa idea por obra sirviéndose de máquinas expendedoras de libritos de bolsillo en las grandes superficies comerciales a lo largo de los EEUU: podría llegar a vender hasta 20.000 ejemplares de cada libro, aun si se limitara a ofrecer una cubierta sobre un cuaderno de páginas en blanco. (Yo sospecho que si hubiera llegado a poner eso en práctica con demasiada frecuencia, sus máquinas habrían sido saboteadas.) [El libro de Wright Mills] Escucha Yanky fue escrito para ese tipo de audiencia de Ballantine, y (la primera versión de) La imaginación sociológica, así como Las causas de la III Guerra Mundial, pensaban en una audiencia similar. [9] Recuerdo claramente haber discutido sobre todo eso con Mills y Ballantine en una finca rural de una montaña galesa, y yo, desde luego, veía la edición del libro de bolsillo como un medio “de masas”, como una respuesta a la TV y a la prensa popular. El problema no es sólo que los productos intelectuales o políticos compiten pobremente cuando comparten salida comercial con el sensacionalismo, la pornografía ligera, la novelita de ocasión o aun las guías para computadores, sino que, en el intento de convertirlos en competidores efectivos, pueden diluirse sus cualidades intelectuales. Admiré mucho –y sigo admirando— el ejemplo de Wright Mills. Pero pensaba que Escucha Yankyhabría resultado más eficaz, si no hubiera sido escrito en telegrafés; que La imaginación sociológica presentaba un argumento demasiado facilón; y que Las causas de la III Guerra Mundial –que he releído recientemente— arruinaba los efectos de algunas visiones de notable penetración (que han resistido el paso del tiempo) al envolverlas en un formato argumentativo pobremente servido por una prosa asertiva y exclamatoria. La popularización es un tipo especializado de escritura para el que pocos están dotados, y si un pensador populariza sus propias ideas, puede terminar sin otro resultado que el de su devaluación.
Lo que pueda suministrar un medio de transmisión de las ideas disidentes acaso no sea una solución técnica –un periódico popular o una máquina expendedora de libritos de bolsillo—, sino un movimiento político, religioso, nacionalista o del tipo que sea. Sí, será gallina o será huevo, pero a menudo gallina y huevo aparecen juntos: las ideas se popularizan y se difunden rápidamente, porque: a) la opinión pública ya está preparada para recibirlas; y b) cierta excitación pública junta a las gentes en asociaciones, clubs, ejércitos o entusiasmos religiosos, en los que las ideas se debaten rápidamente. Las ideas radicales pueden mantenerse dormidas por décadas, derrotadas por la aniquiladora propaganda del statu quo; pero si pueden cambiar las circunstancias de modo que apunten a una nueva oportunidad, si aparecen razones para la esperanza, entonces las ideas radicales pueden florecer al instante y por doquiera. (Aun cuando los primeros 18 meses de reformas del Sr. Gorbachov se vieron con sospecha y cautela, yo creo que en la Unión Soviética puede apreciarse ahora en acción esa esperanza que es siempre una potente fuerza histórica.)
[Esta línea falta en la copia mimeografiada del manuscrito de Thompson que se está usando para la traducción] … durante el New Deal, las preocupaciones del común y el discurso del común se difundieron por todos los EEUU; en Gran Bretaña, una parte del público llegó a organizar en clubs de préstamo de libros. A fines de los 50, fenómenos similares llevaron a la fundación de la New Left Review (NLR). Durante un breve período (tal vez entre 1961 y 1963) tuvimos 20 o más clubs de la NLR en los grandes centros urbanos: servían como estafetas de entrada y salida de la revista y como lugares de irradiación para iniciativas políticas locales. Se trataba tanto de una correa de transmisión como de una audiencia con una identidad conocida: la sección final del libro de Raymond Williams The Long Revolution [10] se dirigía tal vez a esa audiencia, lo mismo que (ciertas partes de) mi libro La formación de la clase obrera en Inglaterra. Pero prestar servicio a esos clubs representaba una pesada carga para nuestro desbordado comité editorial, que funcionaba en parte como asesor y en parte como organizador de un nuevo movimiento de izquierda. Algunos miembros del comité sentían que su intervención en el movimiento resultaba incompatible con una actividad intelectualmente congruente de la revista, y varios jóvenes y brillantes colegas terminaron (a resultas de otras dificultades) por hacerse con el control de la revista y cortaron de todos los vínculos con los (deteriorados) clubs, dejando incluso de mencionarles en los créditos de la revista y purgando al comité editorial de todos los miembros conectados con el movimiento (¡incluido el minero que luego terminaría siendo secretario general de la Unión Nacional de Trabajadores Mineros!).
Menciono todo esto, no por echar gárrulamente la lengua a pacer, sino porque guarda relación con la cuestión de las audiencias y los cambios registrados en las últimas décadas. Porque si en vuestras estanterías conserváis la colección de laNew Left Review (NLR), podéis examinar todos los números. El estilo de la revista cambió al cabo de dos o tres números. En vez de dirigirse a una audiencia activista, con su correspondiente retórica y, a veces, sensiblería, la NLR empezó a afectar un tono y un formato de rigor, claramente dirigido a la academia. Su circulación probablemente cayó, pero se convirtió en una publicación internacional y las bibliotecas universitarias llegaron a considerarla de tan obligatoria presencia comoPast&Present o la Economic History Review. Consiguió evitar el colapso y consolidarse con una notable consistencia durante veinticinco años, desarrollando y definiendo una teoría socialista de la academia. Su audiencia –y su sentido de las relaciones con la audiencia— es de todo punto diferente de la de vuestra New Masses y de la de nuestra Left Review de fines de los 30. Su trayectoria parecería confirmar e ilustrar, en ciertos respectos, la tesis de Jacoby. Pero deberíamos añadir también que la historia todavía continua. Si la NLR ha sido un laboratorio académico, aún es posible que sus innovaciones y su influencia lleguen a ser potentes en la década venidera. Yo no estoy seguro de que eso termine de gustarme. Como tantas otras cosas que nos circundan por todas partes, la NLR es el producto de una era excesivamente cerebral y poco creativa. [11]
El movimiento feminista y el movimiento por la paz también han proporcionado sus propias correas de transmisión para libros e ideas. El primero parece haber conseguido una audiencia substantiva y permanente. El segundo ha sido más volátil y se va visto sometido a los vientos de la moda. Muy notablemente en los EEUU, con las subitáneas alzas y bajas de la audiencia del Freeze, que se pueden ilustrar con el sensacional éxito del libro de Schell Fate of the Earth. [12] (Dicho sea de paso: ¿por qué no cuenta Jonathan Schell entre los “intelectuales” de Jacoby?) Yo he observado oscilaciones parecidas en Gran Bretaña. La formación de nuestro movimiento constituyó un ejemplo notable del uso de instrumentos y medios de comunicación premodernos para irrumpir en un “consenso” manipulado o indiferente u hostil. Nos servimos del panfleto, de la hoja volandera semanal, de la reunión en la parroquia o en la escuela, de la manifestación callejera o del piquete, y con efectos tales, que, hacia 1981, nuestras manifestaciones llegaron a ser lo bastante numerosas y coloridas como para que los medios de comunicación mayoritarios no pudieran seguir ignorándolas como si no existieran. Los esfuerzos y las horas de trabajo voluntario fueron un prodigio difícilmente mantenible durante más de dos o tres años con ese grado de intensidad. Llegamos a irrumpir en la TV y (con feas distorsiones) en la peor prensa sensacionalista popular. Ni que decir tiene que al precio de perder el control directo en la forma de presentabar nuestros argumentos cuando parecía que éstos triunfaban: nuestras voces pasaron a otros (comentaristas políticos, animadores mediáticos, locutores) que planteaban sus cuestiones, no las nuestras. Como es característico en la Gran Bretaña, toda la complejidad de nuestras propuestas quedaba reducida a sólo dos cuestiones: a favor o en contra del “unilateralismo”, y “unilateralismo” al modo en que ellos, no nosotros, lo definían; y –prescindiendo directamente de nuestra política de no alineamiento y de nuestros múltiples contactos con los “disidentes” del otro lado— a favor o en contra de las políticas soviéticas. Dada la capacidad de los medios de comunicación mayoritarios para falsificar y manipular, uno se pregunta si no habríamos hecho mejor siguiendo ignorados.
A todo eso, he dicho más bien poco sobre mi propia práctica como escritor político e historiógrafo. Como solté al comienzo, tengo poco que decir que no resulte evidente; y si he pasado por alto cuestiones significativas, preguntadme. Una cosa ha sido importante para mí y para algunos de mis colegas. Mi primer empleo –que duró 17 años— fue en la educación para adultos. Eran tiempos –inmediatamente después de la Guerra— en los que el movimiento era vigoroso y contaba con un amplio apoyo popular. Las clases estaban organizadas por la Asociación de Trabajadores de la Educación, pero los cursos más largos y formales los conducían tutores extramuros de la universidad o extensiones de los departamentos universitarios. Esas clases duraban normalmente tres inviernos de 14 sesiones cada uno, complementadas con escuelas de verano; los estudiantes se embarcaban en esta considerable tarea (y la mayoría, a plena satisfacción) con el único propósito de la instrucción propia: no había grado o diploma al final, y raramente un incentivo vocacional directo. El grueso de los cursos versaba sobre humanidades o ciencias sociales (teoría económica, asuntos internacionales, historia, literatura, música). En una buena clase tutorial de educación para adultos había un diálogo real entre el tutor y los estudiantes, y un joven tutor como yo mismo tenía que afrontar esa clase con humildad antes de adquirir experiencia. (En mi primera clase en una aldea minera del Yorkshire meridional me resultó evidente desde las primeras semanas que no podría ganarme el respeto de la clase hasta que no hubiera bajado con ellos al pozo local de la mina.)
Eso era muy distinto de la enseñanza universitaria externa. Por un lado, los estudiantes tenían poco tiempo para leer lo suficiente, y lo que alcanzaban a leer eran libros, más que artículos académicos especializados. (La era de la fotocopia barata todavía no había llegado, y no disponíamos de revistas académicas encuadernadas en volúmenes en nuestras estanterías.) Pocos eran capaces de escribir ensayos serios. Pero, por otro lado, el tutor se esforzaba para exponer ante la clase, tan clara y ecuánimemente como le fuera posible, el estado de los conocimientos, exposición a la que solía seguir un tiempo de discusión de otra hora en la que los miembros de la clase interrogaban al tutor, introducían su propia experiencia –a menudo, pertinentemente—, y bajo esa luz, avanzaban sus propios juicios. A veces, en una clase de historia, esos juicios estaban insuficientemente informados, pero en la clase de literatura –yo enseñaba ambas cosas por igual: otra ventaja de la educación para adultos— la experiencia del estudiante resultaba superior a la del tutor, lo que resultaba francamente gratificante.
Esta experiencia de la educación para adultos ha influido desde luego en una tradición de la historia social en Inglaterra. R.H. Tawney fue un pionero de las clases de educación tutorial. No sé si los Hammond participaron en eso también, pero sus libros suenan como si lo hubieran hecho. [13] La cosa no ofrece duda: esa experiencia influyó en mi sentido de la audiencia al escribir historia. Mi William Morrisy La formación de la clase obrera en Inglaterra se escribieron con una audiencia en la cabeza compuesta por una clase para adultos o por activistas políticos. Poco que ver con una audiencia universitaria interna. De aquí mi descuido del protocolo académico (del que apenas conocía la etiqueta). He llegado a apreciar la diferencia luego. La buena recepción de La formación me convirtió en blanco de la crítica académica, de manera que en mi actividad literaria de las dos ultimas décadas he tenido en mente también a esa audiencia crítica. Eso ha hecho mi obra más lenta y más autoconsciente; más cautelosa en el juicio; más puntillosa en relación con el aparato académico. Tal vez la obra ha ganado en pericia profesional, pero también ha perdido en otros respectos.
Ha perdido, sobre todo, el sentido del diálogo con un público. Y puede que eso sea inevitable, debido al aislamiento estructural y al autoaislamiento de la academia. Se ha hecho más difícil conjugar academia y público general no especializado. Y en eso todas las partes pierden: los escritores, la audiencia del público y la academia. Porque la educación de adultos ofrecía no sólo una salida a la universidad, sino también un ingreso de experiencia y de crítica. En ese diálogo, aparecían nuevas disciplinas y se ensayaban experimentos: por ejemplo, determinada historia económica y social local, determinados temas sociológicos y culturales. Y los profesores se veían obligados a evitar la jerga profesional introvertida y a dar prioridad a la difícil tarea de la comunicación. Este diálogo y este “ingreso” de experiencia es profundamente necesario para la salud intelectual de la propia academia. En su ausencia, proliferan los escolasticismos y la vida intelectual del público se ve confiscada por quienes tienen una disposición profesional a teorizar que los miembros de la elite intelectual (es decir, ellos mismos) son los únicos agentes libres de la historia, siendo todos los demás meros prisioneros de estructuras o de determinaciones (conceptuales, o de otro tipo) que les reducen a no ser otra cosa que enemigos de la intelectualidad o cómplices de sus victimarios. No es sólo que eso sea falso; es que es un error cargado de consecuencias. Acepta, en nombre de una teoría supuestamente elevada, nuestra fracturada vida intelectual; y reproduce las alienaciones. Pero esa es ya otra historia.
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