Catedral de Estrasburgo
Gerardo Pisarello [SinPermiso]
Para un sector importante de la población, las elecciones europeas son una convocatoria inservible. Si la clase política local se encuentra bajo severa sospecha, en el caso europeo el juicio es aún más duro. El Parlamento Europeo es percibido como una institución lejana, con competencias misteriosas pero más bien inútiles y un papel marginal en el entramado institucional de la Unión Europea (UE). En parte del imaginario colectivo, su mayor servicio al bien común consiste en haber acogido a políticos retirados, asegurándoles una jubilación plácida, sin sobresaltos. Son este tipo de imágenes las que alimentan, no sin razón, las previsiones abstencionistas. De ahí la tendencia a minimizar la importancia de estos comicios, a tratarlos si acaso como una oportunidad para medir fuerzas locales y para ganar músculo de cara a pugnas electorales posteriores.
Y sin embargo, todo ello ocurre en un momento en el que Europa se ha convertido en un terreno de batalla decisivo. Más, sin duda, que hace cinco años, cuando la expropiación política y económica de las poblaciones del continente -sobre todo del Sur y del Este-, no era tan drástica. Es en la UE, de hecho, donde se fraguan parte de los rescates a entidades financieras que hincharon las burbujas especulativas y que ahora se benefician impunemente de su estallido. Es en la UE donde los hombres de negro y el club de amigos de Goldman Sachs ultiman los planes de austeridad que condenan a millones a la precariedad y a la exclusión. Es en la UE donde los lobbies de las principales transnacionales presionan para limitar la libertad de expresión en la red y otros medios o para laminar los estándares laborales, sociales y ecológicos.
Combatir esta ofensiva desde la propia UE no es fácil. Antes de 1979, el Parlamento europeo estaba integrado por delegaciones de los parlamentos estatales. Esto permitía un vínculo algo más estrecho entre la política local y la comunitaria. Cuando se introdujeron las elecciones directas al Parlamento, los diputados de uno y otro ámbito dejaron de reunirse. El cambio dio pie a una paradoja. Había cuestiones que se discutían en Estrasburgo, pero cuando llegaba el momento de plantearlas en los parlamentos estatales, nadie sabía lo que su propio partido había propuesto.
Este alejamiento, sumado al creciente protagonismo de instituciones sin legitimidad democrática como la Comisión Europea, el Banco Central o el Tribunal de Luxemburgo, acabó por dinamitar el carisma del Parlamento. Daba igual que cada nuevo Tratado recordara la conquista de unas cuantas competencias. La percepción generalizada era que allí había poco que hacer. Esto se reflejó de manera nítida en la participación electoral. En 1979, fue de un 63%. Desde entonces, no ha dejado de caer. 61% en 1984; 58,5% en 1989; 56,8% en 1994; 49,8% en 1999; 45,5% en 2004; 43% en 2009.
Para algunas posiciones críticas, esta tendencia señalaría una línea de actuación: dejar languidecer el Parlamento y replegarse en el ámbito local. El europapanatismo profesado por las elites que se han rendido a la Troika y que en estos días desfilan en los salones de Davos hace comprensible esta reacción. Pero afirmarse sin más en ella puede resultar peligroso.
De entrada, ninguno de los partidos responsables de la actual deriva antidemocrática y autoritaria de la UE -incluidos el PP y el PSOE- dejarán de ir a Estrasburgo a cumplir su papel. La extrema derecha de Marine Le Pen o de Geert Wilders tampoco resignará este espacio. Aborrecerá en público la pérdida de “soberanía nacional” en beneficio de la “tecnocracia de Bruselas”. Pero hará todo lo posible por conseguir en el Parlamento un altavoz que le permita propagar sus causas: atacar a la “plutocracia” mientras pacta con banqueros y grandes empresas, convertir a la inmigración en chivo expiatorio de la crisis o azuzar el chovinismo y la islamofobia.
Los movimientos sociales y sindicales partidarios de una radicalización democrática y las fuerzas transformadoras de izquierdas y ecologistas no pueden dejar el campo libre a estas iniciativas. Ni aquí, ni en Grecia, ni en Portugal, ni en Alemania. Quizás el Parlamento europeo cuente poco y su presencia mediática sea escasa. Pero también puede ser una caja de resonancia y un espacio de contrapoder y resistencia. La experiencia de los últimos años lo atestigua: mientras más controladas estén las instituciones europeas por fuerzas tecnocráticas o reaccionarias, mayor será el sufrimiento y la impotencia de las poblaciones locales, comenzando por las más vulnerables.
Dar batalla en las instancias supraestatales no está reñido con la defensa de la organización desde abajo y de las iniciativas cooperativas en el territorio, en los lugares de trabajo, o en las pequeñas escalas en general. Por el contrario, el fortalecimiento de la democracia en estos ámbitos depende estrechamente de lo que se consiga en escalas más amplias. Para revertir el fraude y la regresividad fiscal, para poner fin a las deudas ilegítimas e impagables, para combatir la xenofobia y la homofobia o para contrarrestar, sencillamente, la oligarquización de la vida política y económica. Llevar la necesidad de una ruptura democrática más allá de las fronteras, denunciar los cantos de sirena del repliegue estatal y crear las condiciones para un proceso constituyente, también europeo, no es sencillo. Pero o se hace desde premisas solidarias, internacionalistas, o la serpiente incubará su huevo racista y anti-igualitario también en el corazón del continente.
Gerardo Pisarello es miembro del Consejo Editorial de SinPermiso
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