Robert Fisk
Recep Tayyip Erdogan se lo había ganado. El ejército turco no iba a mantener su obediencia mientras el hombre que iba a recrear el imperio otomano convertía a sus vecinos en enemigos y a su país en una caricatura de sí mismo. Pero sería un grave error dar por sentadas dos cosas: que el sofocamiento de un golpe militar es un asunto momentáneo, después del cual el ejército se mantendrá leal a su sultán, y considerar los al menos 250 muertos y más de 2 mil 839 detenidos como algo aislado del colapso de las naciones-estados de Medio Oriente.
Los sucesos del fin de semana en Estambul y Ankara tienen íntima relación con el derrumbe de las fronteras y de la credibilidad del Estado –la suposición de que las naciones de Medio Oriente cuentan con instituciones y fronteras permanentes–, que ha infligido graves heridas en Irak, Siria, Egipto y otros países del mundo árabe.
La inestabilidad es hoy tan contagiosa en la región como la corrupción, en especial entre sus potentados y dictadores, una clase de autócratas de la que Erdogan ha sido miembro desde que cambió la constitución en beneficio propio y reinició su perverso conflicto con los kurdos.
Inútil es decir que la primera reacción de Washington fue instructiva: los turcos deben apoyar a su gobierno democráticamente electo. La parte sobre la democracia fue difícil de tragar; aún más doloroso fue recordar la reacción de ese mismo gobierno al derrocamiento del gobierno democráticamente electo de Morsi en Egipto en 2013, cuando Washington en definitiva no pidió al pueblo egipcio apoyar a Morsi y dio con prontitud su respaldo a un golpe militar mucho más sangriento que la intentona en Turquía.
Si el ejército turco hubiera triunfado, sin duda Erdogan habría recibido el mismo trato despectivo que el infortunado Morsi. Pero ¿qué se puede esperar cuando las naciones occidentales prefieren la estabilidad a la libertad y la dignidad? Por eso están preparadas a aceptar que las tropas de Irán y los milicianos iraquíes leales se unan a la batalla contra el Isis –así como los pobres 700 sunitas que desaparecieron después de la recaptura de Faluyá–, y por eso la cantaleta de Assan debe irse ha sido dejada un lado con discreción. Ahora que Bashar al-Assad ha sobrevivido al gobierno de David Cameron –y casi de seguro perdurará más allá de la presidencia de Obama–, el régimen de Damasco observará con asombro los sucesos en Turquía este fin de semana.
Las potencias victoriosas en la Primera Guerra Mundial destruyeron el imperio otomano –que era uno de los propósitos del conflicto de 1914-18, después de que la Puerta Sublime cometió el error fatal de alinearse con Alemania– y las ruinas de ese imperio fueron desmenuzadas por los Aliados y entregadas a reyes brutales, coroneles sanguinarios y un montón de dictadores. Erdogan y el grueso del ejército que ha decidido mantenerlo en el poder –por ahora– encajan en esta misma matriz de estados desgarrados.
Los signos de alarma ya estaban a la vista de Erdogan –y de Occidente– con sólo haber recordado la experiencia de Pakistán. Utilizado sin vergüenza por los estadunidenses para enviar misiles, armas de fuego y dinero a los mujaidines que combatían a los rusos, Pakistán –otro pedazo arrancado a un imperio (el indio) se convirtió en un Estado fallido, sus ciudades fueron devastadas con bombas gigantes, su corrupto ejército y su servicio de inteligencia colaboraron con los enemigos de Rusia –incluido el talibán– y luego fueron infiltrados por islamitas que a la larga acabarían amenazando al Estado mismo.
Cuando Turquía empezó a desempeñar el mismo papel para Estados Unidos en Siria –enviar armas a los insurgentes, y su corrupto servicio de inteligencia a cooperar con los islamitas para combatir el poder del Estado en Siria–, también tomó la ruta de un Estado fallido, con sus ciudades devastadas por bombas gigantes y su territorio infiltrado por islamitas. La única diferencia es que Turquía también relanzó una guerra contra los kurdos del sureste del país, donde partes de Diyabakir están ahora tan devastadas como grandes zonas de Homs o Alepo.
Demasiado tarde se dio cuenta Erdogan del costo del papel que eligió para su nación. Una cosa es disculparse con Putin y remendar las relaciones con Benjamin Netanyahu, pero cuando ya no se puede confiar en el propio ejército entonces hay asuntos más serios en los cuales concentrarse.
Dos mil arrestos o más dan idea de la seriedad del golpe para Erdogan; mucho más grande, de hecho, que el golpe que planeaba el ejército. Pero deben ser apenas unos cuantos de los miles de oficiales turcos que creen que el sultán de Estambul está destruyendo su país.
No se trata sólo de considerar el grado de horror que la OTAN y la UE habrán sentido por estos hechos. La verdadera cuestión será el grado en que el éxito (momentáneo) de Erdogan lo envalentonará para emprender más juicios, encarcelar a más periodistas, cerrar más periódicos, matar más kurdos y, para el caso, seguir negando el genocidio armenio de 1915.
A los extranjeros les resulta a veces difícil entender el grado de temor y disgusto casi racista con que los turcos observan cualquier forma de militancia kurda; Estados Unidos, Rusia, Europa –Occidente en general– han privado de contenido la palabra terrorista a grado tal que no logramos comprender hasta qué punto los turcos llaman terroristas a los kurdos y los ven como un peligro para la mera existencia del Estado turco; así es como veían a los armenios en la Primera Guerra Mundial.
Mustafá Kemal Ataturk era tal vez un buen autócrata secular, admirado incluso por Adolfo Hitler, pero su lucha por unificar a Turquía fue causada por las mismas facciones que siempre acosaron a la patria turca, junto con las sospechas oscuras (y racionales) de un complot de las potencias occidentales contra el Estado.
En suma, este fin de semana han ocurrido sucesos más dramáticos de lo que podrían parecer a simple vista. Desde la frontera de la Unión Europea, a través de Turquía, Siria, Irak y vastas partes de la península del Sinaí en Egipto y hasta Libia y –¿nos atreveremos a mencionar esto después de Niza?– Túnez, existe ahora un rastro de anarquía y estados fallidos. Sir Mark Sykes y François Georges-Picot comenzaron el desmembramiento del imperio otomano –con ayuda de Arthur Balfour–, pero éste persiste hasta nuestros días.
En esta sombría perspectiva histórica debemos ver el golpe frustrado en Ankara. Esperen otro en los meses o años por venir.
Robert Fisk veterano corresponsal del diario británico The Independent en Oriente Medio y autor de varios libros sobre la región.
Fuente:
http://www.jornada.unam.mx/2016/07/17/mundo/023a1mun
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