Publicado el 22 julio, 2016 por Ignacio González
Si el anterior
jefe de Estado español, Juan Carlos de Borbón, se tenía por “hermano mayor” del
rey de Marruecos, Mohamed VI, quiere decir que su hijo Felipe debe de ser el
“primo” alto del opresor del pueblo saharaui y gran exprimidor de los bienes
nacionales de sus propios súbditos marroquíes.
Crónica de Manuel Florentín en el
“ABC” (1921)
Parece que ambos países mantienen hoy
excelentes relaciones, y eso no está mal, pero no ocurría lo propio hace 95
años, el 22 de julio de 1921, cuando 20.000 soldados españoles —o mejor dicho,
los supervivientes de ese contingente— se retiraban a la desesperada hacia
Melilla, huyendo de la acometida de las cabilas insurgentes lideradas por Abd
el-Krim el-Jatabi (1882-1963), futuro presidente de la efímera República Socialista
del Rif (1921-1926).
Ese repliegue militar hispano pasó a
la historia como el Desastre de Annual, la tragedia mayor del despropósito
supino de la guerra de Marruecos, un conflicto que se prolongó entre 1909 y
1927. Allí fue derrotado un ejército con pobre equipamiento y deficientemente
alimentado, mal dispuesto para el combate tanto en el aspecto táctico como
psicológico; víctima de los errores de estrategia y logísticos del alto mando
(y también de sus corruptelas).
El comandante en jefe de la fuerza,
general Silvestre, buscó la gloria personal en la tentativa de una victoria
rápida y aplastante sobre los insurrectos, sin ponderar las limitaciones de sus
efectivos ni los recursos reales del enemigo. La retirada, pronto huida, se
inició el 22 de julio, forzada por el ataque masivo de los cabileños sobre
posiciones de difícil defensa y mal comunicadas entre sí. Seis jornadas de
carnicería después, alrededor de 3.000 militares españoles en desbandada
alcanzaron la posición fortificada de Monte Arruit, donde acabaron siendo
masacrados, ya rendidos, por la numerosa hueste cabileña. Solo unos pocos
cientos lograron salvarse del holocausto: algunas decenas llegaron a Melilla,
fueron salvados in extremis por barcos de la marina de guerra
o pudieron refugiarse en la zona de Marruecos bajo administración francesa,
mientras los otros tuvieron la suerte de ser rescatados de las gumias por los
cadíes de las cábilas, que invocaron la compasión hacia los prisioneros
prescrita por la ley islámica cuando sus fieles ya se habían cobrado un
terrible tributo de sangre. Del general Silvestre, nunca más se supo:
desapareció en los primeros compases de la retirada y ni unos ni otros lograron
encontrar su cadáver.
Cabe decir también que muchos de los
balazos que mataron a soldados españoles fueron disparados con los fusiles
vendidos de contrabando a los rebeldes por un prohombre hispano, el
multimillonario mallorquín Juan March (gran patriota: más tarde financiaría el
“Glorioso Alzamiento Nacional”), cuyos descendientes presumen hoy de abolengo,
excelencia empresarial y mecenazgo obviando la memoria de las buenas
prácticas del fundador de la saga. También debe recordarse que las
levas para Marruecos solo afectaban a las clases populares, pues previo pago de
2.000 pesetas de entonces —era mucha pasta— se esquivaba la mili;
otra modalidad de escaqueo, destinada a los universitarios (¿quién podía
permitirse en aquel tiempo el lujo de cursar estudios superiores?), consistía
en acogerse a la modalidad de “voluntario de un año”, supuesto en el cual se
realizaba un servicio militar más corto que los tres años habituales, y con
elección de destino por parte del interesado (así se libró de ir a la guerra
marroquí otro patriota entre los patriotas, José Antonio Primo de Rivera). Y es
que la flor y nata de la juventud plutócrata española tenía su puesto de
combate reservado en las tertulias de los cafés y las páginas de opinión de los
diarios propagandísticos de la época, malversando conciencias en pro de la
sangría.
Más curiosidades: horrible fue la
matanza de prisioneros españoles a manos de los cabileños, cierto, tanto como
el bombardeo de los aduares con armas químicas lanzadas por la aviación
española, incluido el célebre gas mostaza usado en la Primera Guerra Mundial. O
como la crueldad demostrada para con sus propios compatriotas por los soldados
regulares (tropas marroquíes del ejército hispano), los mismos que alcanzaron
fama de vesania quince años después, con ocasión de la Guerra Civil española.
Sin olvidar al Tercio de extranjeros, la Legión, que entre otras bellaquerías
lanzó por el acantilado a los prisioneros rifeños tras el desembarco de
Alhucemas y en presencia de su comandante, un tal Francisco Franco Bahamonde
(el hecho es verídico: lo contempló desde el aire el aviador Ignacio Hidalgo de
Cisneros, futuro as de la aviación republicana, y puso denuncia ante la
superioridad militar, que por supuesto se cruzó de brazos).
Transportando enfermos en la guerra del Rif en la que murieron más de 13.000 soldados españoles |
¿Qué hacían allí esos soldados? Ni
más ni menos que defender los “intereses patrios” de políticos como el conde de
Romanones, valido del rey Alfonso XIII, varias veces jefe del consejo de
ministros y uno de los principales accionistas de las minas del Rif, que le
deparaban pingües beneficios. Las élites extractivas que hegemonizaban la
política española habían ampliado su actividad predatoria a los recursos
naturales del norte de Marruecos, migaja colonial consentida a España en la
pantagruélica bacanal de la Conferencia de Berlín (1884-1855), por supuesto sin
consideración hacia el parecer de los habitantes del lugar, tenidos por
despreciables salvajes, ni a la vida de los súbditos del rey Alfonso. Al
monarca, que solo se parecía a sus antepasados en la afición a cabaretear y
encamarse con mujeres del pueblo y la farándula, le hacía ilusión la
perspectiva de ornar su reinado con glorias militares evocatorias de los
triunfos imperiales de sus augustos precedentes, pero solo logró igualar las
derrotas de los más desdichados de ellos. Suerte que con el paso de las décadas
llegaría José María Aznar, el nuevo Cid Campeador, y su Gran Capitán
particular, Federico Trillo, conductor victorioso e inspirado cronista de la
gesta de Perejil.
En conclusión, miles de jóvenes
españoles de las clases trabajadoras del campo y las ciudades murieron
absurdamente en la guerra de Marruecos, en aras de ambiciones particulares y
por designio de políticos al servicio de intereses oligárquicos. Fueron
víctimas de un sistema político languideciente, más interesado en sobrevivir
sobre su rentabilidad parasitaria que en atender las demandas reales de unos
ciudadanos adormecidos por la demagogia de las proclamas épicas. En fin, que
cada cual establezca los paralelismos con la actualidad que considere acertados.
Actualmente no hemos caído en
semejante dislate bélico (poquito faltó en Perejil, esa amada porción de España
acerca de cuya existencia tan pocos españoles podían dar fe antes de que ser
ocupada por Marruecos), pero los ingredientes para ese u otro desastre social
ya están servidos por los grandes chefs de la cosa pública… Y
la sufriente abulia del pueblo, también. Las glorias de El Gallo y Joselito han
sido sustituidas por las de Vicente del Bosque y sus virtuosos del balón, que
son más internacionales (cuidado, que hemos entrado en una nueva decadencia
balompédica), y ahora, al orgullo patrio le llaman Marca España, pero lo
sustancial estriba en que el efecto amnésico homologa unas gestas y otras, y
embriaga con efímeros consuelos incluso a quien se muere de hambre bajo la
maldición bíblica del desempleo.
Muy pocos recordarán Annual, porque a
muchos no les interesa hacerlo
Fuente: Revista R@mbla
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