Por Emilio Silva
En la película Mambrú se fue a la guerra (Fernando Fernán Gómez, 1986) se cuenta la historia de un topo, uno de esos hombres que para salvar su vida pasó toda la dictadura escondido en un agujero de su casa. Su mujer se ve obligada a hacerse pasar durante años por viuda, inventando la historia de un marido que partió para el frente y murió en una batalla.
MambrúTras la muerte de Franco, el topo, interpretado por Fernando Fernán Gómez, comienza un proceso para salir del agujero de la historia, volver a la vida pública, y explicar que lleva cuarenta años metido en un hueco del corral. Primero sale al salón de la casa y se asoma a ver la plaza del pueblo a través de un visillo. Su ansiedad por salir y volver al mundo al que cree que todavía pertenece va creciendo. Pero cuando la familia está a punto de descubrirle al pueblo su gran secreto, su hija se entera de que la madre, por ser viuda de guerra, va a cobrar una pensión – aquella que no cobró antes por haber sido la mujer de un republicano.
Sucede entonces esa escena en la que se condensa el pacto que fue la transición española. La hija del topo, en el salón de la casa, sentada a la mesa con un comercial, firma decenas y decenas de letras para comprar una nevera, una televisión, una aspiradora, una lavadora y hacerse con todos los electrodomésticos que le van a facilitar la vida. A partir de ese momento inventa un relato para impedir que su padre salga del agujero y la pensión de la madre se esfume con la verdad.
La transición española fue la promesa de una democracia verdadera que comprábamos a plazos; primero adquiríamos el hardware, la posibilidad de elevar nuestro nivel de consumo, tener polígonos llenos de grandes cadenas de venta y distribución, de organizar mundiales y olimpiadas; después cambiaríamos el software, creando una verdadera cultura democrática que iría evaporando el franquismo, los malos hábitos del nacional catolicismo y con la entrada en la Unión Europea seríamos de repente como los franceses, ciudadanía civilizada, culta, consciente y libre.
Las élites de la dictadura, ayudadas por el marco político de la guerra fría, calcularon que el desarrollo económico y el ascenso en el nivel de consumo de la mayoría de la ciudadanía les permitiría conservar todos sus privilegios. Su objetivo era seguir siendo la clase dominante en la democracia, como un barco que sigue flotando en la superficie del agua de una bañera que sube de nivel cuando se está llenando.
Mediante un relato embellecido, idílico, sobreactuado, el de la reconciliación nacional, el de un espíritu mágico en el que todas las partes renunciaron a algo por el bien común, había que guiar a la sociedad por la senda del olvido. Se trataba de que la ciudadanía, con su memoria del hambre y del miedo, asimilara que la democracia era el autoservicio de un gran hipermercado, y el derecho a tomar decisiones también era caminar con un carro de la compra (esa especie de urna con ruedas) en las manos, en el que se van depositando los productos como papeletas.
Durante muchos años ese pacto por el que se mantenía la estructura social y política a cambio de la generalización del consumo funcionó con enorme efectividad. Pensiones para abuelos y abuelas que se habían matado a trabajar, apertura de las universidades que dejaban de ser un coto privado para hijos e hijas de militares y demás funcionariado franquista, televisiones privadas, pasaportes con el sello de la Comunidad Económica Europea, policías que ya no eran grises, como gris había sido el franquismo…. La estética de la democracia se extendía y generalizaba mientras esa ética de la democracia, esa promesa comprada a plazos, apenas avanzaba porque no había "Mambrú se fue a la guerra" tiempo a atenderla mientras llegaban a España todas y cada una de las grandes marcas, las autovías se reproducían como el milagro de los panes y los peces y maravillábamos al mundo organizando olimpiadas y exposiciones universales con gran eficacia.
En ese frenético proceso llegamos a la crisis económica y entonces, como en un lapsus freudiano, el derrumbe del hardware nos hizo acordarnos de aquella promesa del software, de una política guiada por la ética. Pero cuando la crisis financiera se transformó en crisis política, cuando el 15M fue un cortocircuito con el que saltaron los plomos de nuestra baja calidad democrática, entonces vimos sin traje al emperador y tomamos conciencia del raquitismo democrático que vivíamos.
En ese relato edulcorado de la transición, en esa embellecida visión de la generosidad de los fascistas patrios y su extensa red de beneficiado colaboracionismo, durante años se ha llamado franquismo sociológico a una especie de grupo humano retrógrado, anclado al pasado, un reducto envejecido de franquistas que sostiene fielmente al Partido Popular y añora la mano dura del dictador para guiar a un pueblo que no ha dejado de necesitar un Caudillo.
Pero el franquismo sociológico es mucho más extenso, arraigado y dañino. La transición fue una enorme puerta giratoria por la que transitó una numerosa clase social que ha gestionado este país desde la muerte de Franco hasta hoy. El franquismo sociológico es la enseñanza concertada aprobada por Felipe González para que la iglesia católica pueda seguir adoctrinando ciudadanos con fondos públicos; es que en los kioskos no haya ningún periódico que defienda en su línea editorial el déficit público o el juicio y castigo a los represores de la dictadura; es que las universidades mantengan un sistema feudal de selección del profesorado que las hace reproductivas e improductivas; es que tengamos una tasa de paro juvenil del 50% y eso no tenga como consecuencia ningún conflicto político ni social (recordemos la manida frase del dictador: “Haga como yo, no se meta en política”); es que desde hace más de 80 años no hayamos podido elegir a nuestro jefe de Estado; que hayamos tenido una clase cultural e intelectual bastante complaciente, a cambio de comer durante años canapés del Ministerio de Cultura, ser jóvenes académicos y no salirnos de los márgenes del grupo Prisa; es que todavía haya 114.226 hombres y mujeres desaparecidos y desaparecidas por los pistoleros fascistas de Falange y que el Estado no se haya responsabilizado todavía de su búsqueda; es una izquierda institucional que ha sido incapaz de construir modos de vida relativamente alternativos, y que participó de la visión radical de la insumisión o la ocupación; es que en los vertederos del país se hayan incinerado millones de revoluciones escritas en servilletas de bar, que se quedaron en gurruños de papel barridos al anochecer; es la doble moral de lo que uno dice y lo que uno hace, vidas pecaminosas de católicos y vidas arco triunfocapitalistas de izquierdistas; es que la hija de Franco utilizara un pasaporte diplomático hasta 1986 y que le fuera retirado por la entrada en la Unión Europea pero no por el Gobierno español; es la impunidad convertida en una cultura política y judicial; es que un presidente nos lleve a una guerra ilegal que ha causado miles de muertes y siga sin ser juzgado; es que ante un atentado terrorista que cuesta la vida a 191 personas el partido que gobierna invente la autoría que cree que puede llevarle a ganar unas elecciones con mayoría absoluta y nadie sea condenado por ello;
es que en el informe PISA sobre la educación en la OCDE siempre estemos en los últimos puestos; que a ochocientos metros de la residencia de los presidentes del Gobierno haya una arco que celebra la victoria de un grupo de militares fascistas y a ningún habitante de la Moncloa le ha molestado en cuarenta años.
Hay quien piensa que la muerte de las generaciones que vivieron la guerra franquista y la dictadura hará desaparecer las consecuencias de la represión y el atraso que generó el franquismo. Pero los pasados no resueltos se convierten en obstáculos en el presente. Si todos por acción o por omisión formamos parte de ese entramado tan bien atado, tenemos la responsabilidad de que el franquismo sociológico no muera en la cama.
Fuente: Público.es
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