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BORJA DE RIQUER I PERMANYER
Ahora, cuando hace 80 años del comienzo de la Guerra Civil, tal vez es pertinente comentar una afirmación del informe hecho hace dos años por el relator especial de las Naciones Unidas, Pablo de Greiff, respecto de la política española sobre la promoción y la protección del derechos humanos: “Los legados de la Guerra Civil y de la dictadura continúan siendo objeto de diferencias más profundas de lo que podrían ser”. Desgraciadamente, esta es una gran verdad: hoy en España hay una memoria histórica dividida sobre cómo interpretar los años de la república, la Guerra Civil y el franquismo.
Después de más de 40 años de la muerte del general Franco, todavía hay discrepancias que dificultan un consenso político, e incluso historiográfico, sobre esta cuestión. Hay divergencias sobre el significado y el carácter del mismo régimen republicano y, derivado de eso, sobre las causas y las responsabilidades en el estallido de la Guerra Civil. Son pocos, ciertamente, pero todavía hay políticos, periodistas e historiadores que presentan la rebelión de julio de 1936 como la simple respuesta al asesinato de Calvo Sotelo. Desaparece, así, la conspiración militar organizada desde finales de 1935 y acelerada después de la victoria de las izquierdas en febrero de 1936. Otros sostienen recientemente que fue “el innato revolucionarismo socialista” el principal responsable de la inestabilidad del régimen republicano, y exculpan la actuación de las extremas derechas. Según estos, el “clima prerrevolucionario” y violento creado por los socialistas en la primavera del 36 en buena parte de la España rural y en Madrid fue el que explica que el golpe de Estado estuviera motivado sólo por la necesidad de poner orden, y no para acabar con el régimen republicano.
Ya va siendo hora de que dejemos de lado los sesgos heredados del franquismo, que necesitaba justificar el levantamiento militar, para buscar la verdad y poner las cosas en su sitio. Hay que recordar que el golpe de Estado se preparó mucho antes, como se ve en las instrucciones escritas por el director de la conspiración militar, al general Emilio Mola, ya a finales de 1935. Mola reprobaba claramente el sistema democrático: “Hay que evitar las elecciones, de las cuales sacarían algunos partidos de izquierda argumentos para intervenir en el Gobierno”. Y lo decía explícitamente, había que acabar con aquel régimen: “Nada de turnos ni transacciones: un corte definitivo, un ataque contrarrevolucionario a fondo es lo que se impone... la destrucción del régimen político actualmente imperante en España”. El jefe de los militares conspiradores consideraba necesario aniquilar la democracia e imponer una dictadura: “En el porvenir, nunca debe volverse a fundamentar el Estado ni sobre las bases del sufragio inorgánico, ni sobre el sistema de partidos, ni sobre el parlamentarismo infecundo”. No podía ser más claro: el golpe de Estado iba contra el sistema democrático republicano. El desorden existente era una simple excusa.
De hecho, hay una pregunta que sirve perfectamente para mostrar la raíz política de las divergencias interpretativas actuales: ¿la Segunda República es hoy un precedente democrático reivindicable por las instituciones políticas?; ¿o la democracia en España nace con las elecciones del 15 de junio de 1977? Este es el elemento fundamental de la gran discrepancia. Si se acepta que la Segunda República fue un régimen democrático, con todas las deficiencias, problemas y tensiones que se quieran, pero legítimo, y se sostiene que tenía una Constitución que daba garantías a los ciudadanos, se tiene que concluir inequívocamente que la rebelión militar de 1936 fue antidemocrática. Si, por el contrario, se defiende que el régimen republicano era tan caótico, sectario, violento que no permitía la convivencia política, las responsabilidades sobre su quiebra estarían mucho más compartidas y eso minimizaría las de los que se rebelaron en 1936.
Es innegable que el régimen republicano fue muy frágil y que casi todas las formaciones políticas y sindicales cometieron graves errores e imprudencias, y que el sectarismo fue amplio y compartido. Ahora bien, esta situación política no difería demasiado de la existente en la mayoría de los regímenes democráticos de la Europa de entonces, que también vivían grandes tensiones políticas y sociales. Si bien no se puede ocultar que entre las izquierdas había enemigos de la democracia, lo cierto es que en julio de 1936 la razón democrática estaba al lado de los que defendían la legalidad. Y, además, no es un hecho irrelevante que dos veces seguidas, el año 1933 y el año 1936, y por primera vez en la historia hispánica, el gobierno que convocaba unas elecciones las perdiera y que las ganara la oposición, lo que reflejaba que el juego democrático de la alternancia empezaba a asentarse. Manuel Azaña sostenía que el principal reto que en 1931 tenían los españoles era “ enseñarles a gobernar en democracia”. No los dejaron casi ni probarlo.
Es ciertamente preocupante que hoy no exista una memoria compartida sobre el significado de la Segunda República, de la Guerra Civil y del franquismo y que todavía se recurra a la mani-pulación de los hechos históricos con la fi-nalidad de ocultar responsabilidades. En algunos países democráticos justificar el golpismo anticonstitucional y hacer apología de una dictadura es un delito perseguido por la justicia. En la España del siglo XXI, la Fundación Francisco Franco lo puede hacer con toda impunidad. Esta es una muestra fehaciente de las grandes insuficiencias de unas políticas de memoria que no han conseguido detener la difusión de planteamientos notablemente sesgados sobre nuestro pasado.
BORJA DE RIQUER I PERMANYER
Fuente: La Vanguardia
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