jueves, 14 de julio de 2016

Un respeto a los ‘brexiters’



PEDRIPOL

Un país con la fortaleza del Reino Unido puede permitirse el lujo de decidir sobre su pertenencia a la UE. El resto seguimos atrapados en el marasmo tecnocrático y neoliberal en el que ha derivado el proyecto de integración europea

IGNACIO SÁNCHEZ-CUENCA


Resulta escandalosa la condescendencia, cuando no el abierto desprecio, de tantos comentaristas hacia los británicos que han votado a favor de abandonar la UE. Se les presenta como unos viejos idiotas, xenófobos y reaccionarios que están arruinando el futuro de sus hijos, jóvenes que aman los viajes, el multiculturalismo y el capitalismo global. Los partidarios del Brexit son unos perdedores, unos “losers”, que viven en la periferia de Inglaterra; en el Londres cosmopolita la permanencia ha ganado ampliamente.
La responsabilidad última del Brexit, con todo, se hace recaer sobre unos políticos miopes que han jugado con fuego. Como dijo Pedro Sánchez, “los referéndums trasladan a la ciudadanía problemas que tienen que resolver los políticos”. En fin, esta “catástrofe” ha ocurrido por convocar un referéndum; si la ciudadanía no hubiera votado, todos estaríamos mejor ahora.
Creo que esta visión del asunto es extremadamente simplificadora. Responde a los prejuicios de la élite europeísta, es decir, de ese 5% (aproximadamente) de europeos que se benefician claramente de la integración europea (grandes empresas y entidades financieras, políticos y altos funcionarios, académicos, periodistas, consultores y hombres de negocios).

1. La idea del referéndum no era absurda

Se ha atacado con virulencia el plan de someter al pueblo británico una cuestión tan compleja como la pertenencia a la UE. Pero no debe olvidarse que el referéndum ha sido un recurso habitual a la hora de decidir el ingreso de un país en la UE. Son casi 20 los referéndums que por este motivo se han celebrado. En general, el “sí” ganó en todos los casos, con la excepción de los dos referéndums noruegos.
Cuando venció el “sí”, nadie afirmaba que fuese una equivocación haber convocado el referéndum, o que la cuestión fuera tan compleja que resultaba improcedente resolverla mediante referéndum, o que las preguntas binarias son siempre una simplificación drástica de la realidad. Tampoco, que yo recuerde, se adujo que era necesario establecer un umbral mínimo de participación, o que debería haber una mayoría cualificada para modificar el statu quo.
De ahí que suenen tan hipócritas ahora las críticas al referéndum británico. Veamos algún ejemplo concreto. El Tratado de Maastricht, que establecía la unión monetaria, se sometió a referéndum en dos países. En Francia, el 20 de septiembre de 1992 se celebró un referéndum y salió el “sí” por un estrechísimo margen, 50,8% frente a 49,2%. El establishment no salió en aquella ocasión a decir que una mayoría tan exigua no era suficiente para ir adelante con el euro. Al revés, hubo un gran alivio al comprobar que el “sí” se imponía al “no”, aunque fuera por unos pocos miles de votos. En Dinamarca las cosas fueron un poco distintas. En el referéndum sobre Maastricht del 20 de junio de 1992 ganó el “no” (50,7% frente a 49,3%). Mientras que el referéndum francés se dio por bueno, el danés no. Así que se garantizaron diversas excepciones para Dinamarca y el 16 de mayo de 1993 se repitió el referéndum, que en esta segunda ocasión sí tuvo el resultado apetecido, con un 56,7% a favor de Maastricht. Esta práctica tan curiosa de repetir el referéndum volvió a darse con Irlanda. En 2001 los irlandeses rechazaron el Tratado de Niza: un 53,9% se declaró en contra, aunque la participación fue muy baja (35%). Al año siguiente se repitió el referéndum tras obtener Irlanda algunas concesiones de la UE: el apoyo fue entonces masivo, el 62,9% (con una participación del 49,5%). El caso irlandés es verdaderamente extraordinario, pues volvió a suceder lo mismo con el referéndum sobre el Tratado de Lisboa de 2008, en el que se impuso el “no” con un 53,4%, por lo que se repitió la consulta un año después, tras los preceptivos cambios para satisfacer a Irlanda, obteniéndose entonces el ansiado “sí” con un rotundo 67,1%.

El patrón parece claro: los referéndums son un buen instrumento siempre que dé resultados favorables a Europa. En caso contrario, se repiten o se deslegitima el proceso, como ha ocurrido con el Brexit. La tentación de repetir ya está planteada, pues se han recogido 3,5 millones de firmas para celebrar un nuevo referéndum en el Reino Unido.

2. La capacidad de los votantes

Resulta curioso que no se cuestionara la capacidad de los irlandeses para entender el lenguaje incomprensible de los Tratados de Niza y Lisboa, lleno de eurojerga para iniciados, y en cambio se ponga en duda el discernimiento de los británicos para poder valorar los pros y los contras de la permanencia en la UE. O que se considere que los franceses que votaron a favor de Maastricht eran gente ilustrada y abierta de mente, mientras que quienes votaron en contra eran todos unos populistas y unos “lepenistas”.
El doble juego es evidente: cuando los ciudadanos se alinean con las élites europeístas, los referéndums son fundamentales para dotar de cierta legitimidad popular al proyecto de integración, pero si los ciudadanos se resisten, es porque no entienden lo suficiente, se dejan confundir por consideraciones irrelevantes, son víctimas de la demagogia y se mueven por prejuicios.
Se ha presentado a los votantes británicos favorables al Brexit como un atajo de ignorantes resentidos que han ejercido su derecho democrático sin tener noción de los inmensos beneficios que la UE produce en su país. Así, se ha insistido en que la campaña electoral ha sido de muy mala calidad democrática, despertando las bajas pasiones a propósito de asuntos como la inmigración. Sin duda, habrá habido gente que se haya dejado convencer por la demagogia más xenófoba, pero resulta sencillamente absurdo pensar que más de la mitad de los votantes fueron víctimas de un engaño masivo. Nuestros europeístas más acérrimos, incapaces de entender que haya gente que repudie la UE, han concluido que todos los partidarios del Brexit son unos insensatos. Si alguien quiere leer una exposición razonada y razonable de un académico experto en la UE de su voto a favor del Brexit, puede leerlo aquí: resulta de lo más refrescante por el contraste con el tono monolítico de nuestros analistas.
Ha sido una desgracia, sin duda, que no haya habido un apoyo al Brexit desde la izquierda, dejando todo el terreno libre a las fuerzas más chovinistas. Si un sector de la izquierda hubiese mostrado los argumentos existentes sobre el carácter intrínsecamente neoliberal del proyecto europeo, los europeístas no lo habrían tenido tan fácil a la hora de descalificar a los votantes favorables a la salida. Pero como la izquierda se ha mantenido al margen, la campaña del Brexit la han monopolizado los partidos y grupos más derechistas. De aquí no se sigue, sin embargo, que la mitad de los británicos estén de acuerdo con esos planteamientos por el hecho de haber apoyado la salida de la UE.
Entre todos los argumentos utilizados para ridiculizar las razones del Brexit, creo que el más endeble es aquel que se burla de que los políticos contrarios a la UE hablaran de soberanía, como si la soberanía fuera una antigualla decimonónica a la que sólo los nostálgicos apelan. Por un lado, cabe sospechar que muchos de estos europeístas convencidos de que vivimos en un mundo “postsoberano” luego se cierran a cal y canto ante la demanda de un referéndum catalán porque cuestiona la soberanía de la nación española. Pero esto es solo una respuesta ad hominem. Por eso, debe recordarse también que las constituciones de los estados miembro de la UE parten de la existencia de la soberanía nacional. El artículo 1 de nuestra Constitución dice, ni más ni menos, que “la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado”. En ningún lugar está escrito que disolver la soberanía en un orden tecnocrático como el de la UE sea lo más moderno o lo más progresista. Sólo en un país dominado por el europeísmo papanatas como el nuestro se considera seriamente que la soberanía sea una ficción.

3. Las razones de la salida

Multitud de analistas están estudiando las características de los votantes partidarios de la salida. De momento, la explicación que parece ir ganando más adeptos es aquella que establece que el criterio fundamental es el de los beneficios/pérdidas que la globalización entraña en diferentes territorios. En aquellos lugares en los que la globalización ha tenido un impacto más negativo (regiones desindustrializadas, que han sufrido la deslocalización de las empresas), la oposición a la UE ha sido más alta, y viceversa (aquí). La gente es partidaria del libre comercio cuando hay protección social. Cuando dicha protección desaparece o es muy escasa, como sucedió en el periodo de entreguerras, la gente muestra su oposición al libre comercio. Aunque la situación actual es muy diferente a la de entreguerras, es posible establecer un cierto paralelismo entre lo que sucedió entonces y lo que está sucediendo ahora: si no se establece una protección efectiva para las familias perjudicadas por la globalización, los afectados reaccionan en contra.
Me gustaría señalar, sin embargo, algo mucho más simple. Desde hace décadas, la opinión pública británica era, con gran diferencia, la más euroescéptica de toda la UE. Los indicadores que lo demuestran son múltiples (este artículo contiene buenos gráficos). La confianza de los británicos en la Comisión europea era, de lejos, la más baja de toda la UE. La serie histórica de las encuestas muestra que las opiniones sobre la permanencia y la salida han estado siempre bastante reñidas y en algunos momentos la salida iba en cabeza, lo que no deja de resultar llamativo teniendo en cuenta que parece haber un sesgo en las encuestas a favor de la permanencia (aquí).
Lo que ha provocado el Brexit, a mi juicio, ha sido que, debido a las disensiones en el seno del Partido Conservador, se ha abierto una oportunidad para que la gente opinara y, de esta forma, se constatase el bajo nivel de apoyo al proyecto europeísta. Muchos parecen lamentarlo: todo habría seguido en su sitio si no se hubiese preguntado a la gente. Con una sociedad tan euroescéptica, ¿a qué irresponsable se le ocurre preguntar a la ciudadanía?
Un país con la fortaleza económica del Reino Unido y con una de las democracias más sólidas y antiguas del mundo puede permitirse el lujo de decidir sobre su pertenencia a la UE. El resto de países europeos, en cambio, seguimos atrapados en el marasmo tecnocrático y neoliberal en el que ha derivado el proyecto de integración europea, con unas élites rocosas incapaces de rectificar el rumbo emprendido. Aunque muchos de ellos lo hayan decidido por razones equivocadas, los británicos han optado por abandonar una organización supranacional ineficiente y tecnocrática que elimina la soberanía nacional sin dar lugar a un orden democrático a escala europea.

AUTOR
Ignacio Sánchez-Cuenca es profesor de Ciencia Política en la Universidad Carlos III de Madrid. Entre sus últimos libros, La desfachatez intelectual (Catarata 2016), La impotencia democrática (Catarata, 2014) y Atado y mal atado. El suicidio institucional del franquismo y el surgimiento de la democracia (Alianza, 2014).

Fuente: Público.es

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