Marine Le Pen (Frente Nacional) en una imagen de archivo. EFE |
De la elección de Francoise Fillon por la derecha francesa al referéndum italiano y las elecciones austríacas, el centrismo europeo vive ajeno a su propia crisis existencial. Puede que quiera desempolvar su copia de La muerte en Venecia, de Thomas Mann
Paul Mason“Buenas noticias para Europa”, destaca el análisis en su primera línea. Si te digo que es un análisis de un banco de inversiones que defendió la austeridad de la eurozona hasta el final, puedes suponer cuál es la buena noticia. Sí, François Fillon (el Thatcher francés) se consolida para una segunda vuelta contra Marine Le Pen (la Mussolini francesa) en las elecciones presidenciales del año que viene.
¿Qué noticia podría ser mejor para la comunidad bancaria inversora que tener obligados a todos los votantes no fascistas, de izquierda, centro y derecha, a votar por un político que quiere recortar el Estado de bienestar, despedir a los trabajadores y alargar la jornada laboral?
Berenberg, el banco privado alemán del que salió este análisis, no pudo esperar a celebrar el éxito de Fillon en las primarias. “Por suerte, el 2017 será más una oportunidad que un riesgo”, aseguró a sus clientes el economista jefe del banco, Holger Schmieding.
El gobierno de Fillon tiene la “oportunidad”, sin una oposición socialista creíble, de llevar a cabo medidas a favor del crecimiento económico: atacando los salarios, las jornadas laborales y el Estado de bienestar y enriqueciendo a la gente que guardaba el equivalente a 37.700 millones de euros en el banco privado. Es sintomático del inmenso error de cálculo que está cometiendo la élite europea.
El presidente de la Comisión Europea, Jean-Claude Juncker, declaró a un periódico austríaco el pasado domingo que n o habría tregua en los esfuerzos por convertir Europa en una federación; sin posibilidad de darse de baja de la economía de estancamiento impuesta y administrada por Bruselas.
El próximo domingo veremos si la estrategia de 'doble o nada' del centrismo europeo da sus frutos. En Austria, donde el populista de extrema derecha Norbert Hofer está igualado con el candidato del Partido Verde en la repetición de las elecciones a la presidencia —un puesto ceremonial—, la izquierda y el centro están intentando frenéticamente movilizar a los votantes de clase trabajadora leales a sus partidos. Puede que fracasen.
En Italia, el mismo día, el gobierno de centro izquierda parece preparado a perder un referéndum diseñado para reforzar el poder del ejecutivo sobre el Parlamento. Si el mercado financiero cae por la dimisión del primer ministro, Matteo Renzi, y Europa impone un plan de rescate bancario que asalte los ahorros de la gente de la calle, se podría llegar tanto a una crisis bancaria interna como a una crisis de la eurozona para Navidad.
Para completar este patrón de tozuda estupidez, el Fondo Monetario Internacional (FMI), de acuerdo con fuentes gubernamentales griegas, optó esta semana por presionar a Grecia con más recortes todavía en el gasto público, bajo la amenaza, de nuevo, del desplome forzoso del sistema bancario. Ajeno a los asaltos neonazis en los campos de refugiados en las islas griegas, el FMI en Washington, igual que la Comisión y el Banco Central Europeo, solo es capaz de ver normas y hojas de balances económicos.
La tolerancia existe porque la gente deja su nacionalidad y religión en la puerta. Ahora, la política y la nacionalidad han empezado a llamar fuerte a la puerta y de momento han producido, principalmente, parálisis y miedo
Parece, en resumen, que la élite de centro europea ha desarrollado un deseo de muerte. Y una vez que uno entiende la cultura europea, esta posibilidad macabra no es tan inverosímil.
En la novela La Muerte en Venecia (1912), Thomas Mann describe el deseo de muerte de la cultura europea cosmopolita a través de la obsesión amorosa de un anciano enfermo. El protagonista, Aschenbach, se registra en un hotel cosmopolita en una Venecia con una epidemia de cólera para cumplir su deseo de morir. De hecho, escribiendo dos años antes de que muriese realmente el cosmopolitismo, Mann ya estaba al tanto de las razones por las que este podría morir.
En la novela, las autoridades de la ciudad niegan la existencia de una epidemia de cólera y, haciéndolo, crean las condiciones para que se extienda. La novela, a menudo interpretada como una parábola sobre el amor y el fracaso, trata explícitamente la capacidad de autodestrucción de lo que Mann llamó “el alma de Europa”. La ambientación de Mann en esta y otras novelas —en el hotel en la isla Lido (Venecia) y en un manicomio suizo— enfatiza la fragilidad de una cultura transnacional cuando estallan las crisis.
Para Mann, el mundo multicultural del lobby del hotel, cuidadosamente elaborado, —donde los polacos hablan francés, los italianos siguen a la moda parisina y la orquesta toca una selección de la opereta húngara— es un espejismo frágil. Cuando una sola pieza se rompe, todo se acaba.
Hoy, nuestro multiculturalismo no es tan frágil como en la Belle Époque. Las libertades del espacio Schengen son reales, por lo menos para los blancos. El programa Erasmus, el proyecto europeo de intercambio de estudiantes, ha entrecruzado las vidas de más de tres millones de estudiantes. Junto con el valioso programa “ciudad de cultura”, los jóvenes europeos han estado creando algo auténtico: en la escena artística de Berlín, en festivales musicales como el de Benicàssim en España y en la noche salvaje del Belgrado contemporáneo.
Pero incluso esta cultura de globalización enraizada en la sociedad europea es rompible con el empeño necesario —porque solo puede existir en un espacio aislado de la política—. En el típico bar europeo, playa o cafetería, la tolerancia existe porque la gente formada deja su nacionalidad y religión en la puerta. La suposición entre los jóvenes, implícita pero fuerte, es que la política es una estupidez y que no importa.
Ahora, la política y la nacionalidad han empezado a llamar fuerte a la puerta. De momento han producido, principalmente, parálisis y miedo.
Cuando pregunté en septiembre a los jóvenes que conocí en Ferrara, al norte de Italia, cómo responderían a la nueva ola xenófoba, muchos mencionaron el genuino clandestino — un movimiento de regreso a la tierra que aboga por la desconexión con la economía oficial como estrategia de supervivencia contra la austeridad.
“ Se acabó, es imposible, la derecha ha ganado”, son respuestas que escucharás entre los jóvenes de cualquier lugar una vez que dejas de preguntar a los activistas y escuchas a los jóvenes de pueblos pequeños que consumen su juventud en el cuarto de invitados de su abuela.
Así que Fillon contra Le Pen no son “buenas noticias para Europa”. Tampoco la promesa de Junker de doblar la apuesta a todos los errores que nos han traído a esta situación; tampoco la insistencia del FMI en que Grecia destroce su democracia un poco más; tampoco la decisión de Renzi de jugar a todo o nada con el sistema bancario italiano.
Esto ya no es una élite transnacional y segura disfrutando las famosas descripciones de Samuel Huntington de los gobiernos nacionales como “residuos del pasado cuya única función útil es facilitar la acción de la élite global”. Ahora se enfrentan a un movimiento internacional de extrema derecha: Trump, Farage, la gente de Breitbart. Cuya coherencia crece al ritmo que decrece la de los globalistas.
Podemos pararlo; pero solo si rechazamos la demanda incesante de austeridad, privatización, jornadas más largas, salarios más bajos y el robo del futuro a una generación más joven. Esa es la razón por la que el centro izquierda, en el breve plazo disponible, debe encontrar a alguien mejor que Fillon para el pueblo francés.
Traducido por Javier Biosca Azcoiti
Fuente: eldiario.es - theguardian
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