Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea, durante un debate plenario en el Parlamento el pasado mes de octubre.
EUROPEAN PARLIAMENT
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EDITORIAL CTXT
Poco hay que celebrar en el sesenta aniversario del Tratado de Roma. Lo que en su día fue un elevado ideal de superación de las divisiones nacionales es hoy un proyecto gastado y en buena medida fracasado.
En estos últimos años hemos sido testigos de la catástrofe económica de Grecia, inducida por las instituciones de la Unión y por los propios Estados miembro.
Hemos asistido incrédulos a la intervención de la Unión Europea (UE) en los países en situación más vulnerable, saltando por encima de los mecanismos de la democracia representativa e imponiendo ajustes draconianos que han empobrecido a amplias capas de la población del sur de Europa, han disparado la desigualdad y han debilitado el sector público de los Estados afectados.
Nos hemos quedado atónitos ante la decisión de una mayoría de británicos de abandonar la Unión.
Hemos contemplado cómo la unión monetaria, lejos de impulsar un nuevo estadio de integración entre los pueblos de Europa, generaba un conflicto entre países acreedores y países deudores. Hemos visto periódicos alemanes que exigían a los griegos que vendieran sus islas e incluso el Partenón para pagar su deuda, y periódicos griegos que presentaban a la canciller Merkel ataviada con el uniforme nazi.
Hemos sufrido viendo la incapacidad de la UE para frenar la involución autoritaria en dos de sus Estados miembro, Hungría y Polonia.
Y hemos protestado contra la debilidad y la mezquindad de Europa ante la tragedia de los refugiados.
¿Cómo hemos llegado a esto?
Los europeístas siempre pensaron que los avances en la integración económica producirían cambios políticos favorables a una mayor unión entre los pueblos europeos. Unas élites formadas por políticos, empresarios, académicos, altos funcionarios y periodistas marcharon varios pasos por delante de la ciudadanía, poniendo en práctica políticas cada vez más ambiciosas de integración económica, con la esperanza de que las costuras del Estado-nación fueran cediendo en beneficio de una gran federación europea. Pero el plan no ha funcionado como se esperaba. El elitismo que impregna el proyecto europeísta ha terminado cavando su propia tumba.
Probablemente las cosas se torcieron a raíz del Tratado de Maastricht. Se trataba de encontrar una vía propia, distinta de la estadounidense, para competir en la economía globalizada. El proyecto de la Unión Económica y Monetaria se complementaría con la consolidación del modelo social europeo. Pero mientras que el euro se desarrolló plenamente (contribuyendo, a causa de su defectuoso diseño, a producir grandes desequilibrios económicos entre los Estados), del modelo social europeo no volvió a saberse nada. Hoy es solo un lejano recuerdo.
De hecho, cuando llegó la crisis y los países acreedores, la Comisión y el Banco Central Europeo impusieron las políticas de austeridad, los Estados del bienestar de los países endeudados se vieron en la picota. En nombre de la supervivencia del euro se exigieron recortes en las políticas sociales, la desregulación de los mercados de trabajo y la devaluación salarial. No es de extrañar entonces que mucha gente comenzara a pensar que la UE era una estructura supranacional que favorecía objetivamente políticas neoliberales.
España es uno de los Estados de la UE con un debate más pobre sobre la cuestión europea. Hay un consenso granítico entre políticos, periodistas y académicos a favor del proyecto de integración. En nuestro país, no ser europeísta se considera tan aberrante como ser seguidor de un partido ultra xenófobo. Nuestras élites siguen presas de la máxima de Ortega de “España es el problema, Europa la solución”. Las críticas por el mal hacer de Europa se resuelven siempre despejando a córner, es decir, reclamando acríticamente “más Europa”: unión fiscal, mutualización de la deuda, elección directa del presidente de la Comisión, impuestos europeos y lo que haga falta.
Esta actitud parece una huida hacia adelante, pues en el corto y medio plazo no se vislumbra esperanza alguna de que Estados con intereses económicos tan divergentes vayan a ser capaces de dar un salto de gigante, máxime cuando la opinión pública recela más que nunca de estas aventuras y el euroescepticismo de los partidos xenófobos sigue en ascenso.
La apuesta por “más Europa” es hoy poco más que un brindis al sol. Lo que necesitamos debatir es qué hacer si la UE sigue favoreciendo políticas neoliberales y no hay visos de un cambio real. ¿Vamos a seguir esperando indefinidamente con tal de no revisar nuestras convicciones europeístas? ¿Cuál va a ser, mientras tanto, el coste social y democrático de esta ensoñación? Entonces, ¿es Europa una causa perdida? ¿Puede ser salvada? ¿Debería ser salvada?
Fuente: Ctxt - Público
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