Por O COLIS
Desde el fin de la II Guerra Mundial las grandes corporaciones internacionales y sus representantes políticos y financieros han ido cebando (como se ceba a los animales para comérselos después), planificada y minuciosamente, una cierta idea de democracia occidental. Para ello necesitaron y contaron con la ayuda indispensable de la llamada socialdemocracia, ya que el objetivo era poder disfrutar de sus privilegios de clase en un mundo democrático inclusivo que les permitiera participar con voz y voto en el orden comercial y la planificación bancaria, como siempre, pero con aceptación social. Aunque la única idea o nueva percepción y sentimiento estructural que ha animado este aparente convencimiento democrático de las clases dominantes, es el deseo de un nuevo advenimiento de la redistribución de la tasa de ganancia del capital en general, y la restauración de su poder de clase a través de medios democráticos. Medios democráticos basados fundamentalmente en el sufragio, el consumo y el mercado “libre” para un mundo de personas devenidas en ciudadanos electores y fundamentalmente deudores.
Por eso no creo que ni los dirigentes occidentales internacionales, ni el Gobierno español, yerren en sus políticas socioeconómicas, ni les confundan los resultados ni los desastres sociales evidentes que provocan. Actúan de la misma forma que el pescador deja que la trucha atrapada crea que es libre y que escapa nadando en dirección contraria al anzuelo con que la ha pescado, y cuando la siente débil y cansada de huir a ninguna parte tira del carrete, la saca del agua y se la queda.
El capitalismo pescador hibernaba estacionalmente (ciclos del capital) en el nicho democrático que le acondicionó la socialdemocracia y despierta ahora en la primavera de su fuerza en la figura de los nuevos caciques –como los señala y distingue José Manuel Naredo– que por el poder de la palabra "democracia", estructuralmente ya sentida y asumida por todos, se presentan y se les admite como neoliberales.
Por su fuerte endeudamiento, al gran capital español (tan globalizado e intervenido) el juego de la recesión y la inflación combinadas, la stagflation, le conviene, incluso lo promoverá en el momento oportuno porque le dará esplendor de clase y nuevas oportunidades de negocio, una vez desvinculadas las pensiones y en buena medida los salarios, de la evolución de los precios. Porque la actual baja inflación es sólo una cuestión de táctica económica impuesta por los acreedores centroeuropeos.
Para que pareciera que esa ilusión de conquistas sociales era real y tenía futuro –ilusión con visos de bienestar social progresivo que el capitalismo ha consentido con paciencia estratégica durante décadas– necesitaba entreverarse en la lucha democrática partidaria para dotarse de un sistema que avalaran dirigentes de partidos de indudable o aparente honestidad. Se les pondrían a éstos innumerables dificultades económicas, claro, por supuesto, se les combatiría cínica y dialécticamente en los foros de opinión (generalmente suyos) sólo por parecer iguales en algún denominador común, y cuando fuera necesario se compraría a sus líderes implotados y corrompidos por la aspiración de cuotas de poder (ilusorio), se dispondría del servicio de la Ley y de la Justicia, tan suyas de toda la vida, y se pondría especial empeño en confundir al ciudadano (piel social de la persona) dividiéndolo, haciéndole sentirse cada vez menos persona y más deudor, más desorientado, desprotegido y solo en esa libertad democrática consentida por las clases dirigentes, mucho más solo e insolidario que en la clandestinidad en la que era valiente, fuerte, luchador y por ello resistía esperanzado.
Como esperaban los urdidores, los sindicatos de trabajadores convertidos ya la mayoría de los sindicalistas en tradeunionistas sin otro objetivo que el convenio, decepcionarían a todos, avergonzarían a todos, especialmente a los suyos, que son los nuestros. Porque precisamente los partidos de “izquierda” y los sindicatos (carentes de autocrítica efectiva, complacidos de sí mismos en su eterno rol de oposición institucional representativa, como revolucionarios institucionales liberados), actuarían de garantes de la democracia burguesa, funcionando como actantes promovidos por el guión de la clase dominante que implementa paso a paso su sistema combinado de sobres y papeletas, considerando simplemente cuándo es momento oportuno para volver el carrete hacia atrás, tirar de la caña y quedarse con las truchas.
Quizá nuestra única oportunidad inmediata es engañar al pescador, hacernos fuertes en donde cree que somos débiles o estamos cansados.
Les da igual a quién votemos, ellos dirigirán su cotarro de todas formas a través de representantes interpuestos, lo que les preocupa es que sus valedores de izquierda se organicen en contra suya haciéndolo contra el sistema en el que están infiltrados, que les escrachemos y denunciemos, que escandalicemos a los que están hartos o tienen miedo (hasta de no votar) de que la democracia esté en peligro. El apoyo casi general a los Pactos de la Moncloa estaba basado en ese mismo miedo de ahora mismo.
Les preocupa también que no formemos grupos de opción representativa; que no nos identifiquemos con cargos representativos, sino que lo hagamos a título personal (de personas), y rechacemos a los que se erigen en líderes dentro de nuestros propios movimientos; que no votemos (sobre todo que excedamos en número a los que votan). Temen a los divulgadores del antisistema, de su posible poder de convicción en comunidades de intereses (como sucede por ejemplo con la propuesta de Bildu y la Udalbiltza –acrónimo de Euskal Herriko Udal eta Udal Hautetsien Biltzarra–, Asamblea de Municipios y Electos Municipales de Euskal Herria), es lógico, porque fuera de su sistema no son nadie, porque el poder de su dinero y de sus proyectos está en la aceptación de la mayoría "nacionaldemocráta" de que también ellos tienen derecho al juego político, como si las truchas aceptaran motu proprio el derecho del pescador a sacarlas del agua y comérselas.
De momento nuestra fuerza está en el modo o los modos que ellos no pueden adoptar porque entonces perderían sus privilegios, los que les proporciona la caña.
Y no nos engañemos, no pidamos (porque no es posible) que el pescador deje de mentirle a la trucha, ni tampoco es lógico que le dé de comer para que esté fuerte y escape, o que la deje vivir libre para que se organice fuera de su alcance y provecho. El pescador es pescador, su pulsión natural es pescar. Pero nosotros no somos truchas o, al menos, no somos sus truchas.
FUENTE: ZONA IZQUIERDA.ORG
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