lunes, 9 de enero de 2017

Carta abierta a los sedicentes “defensores de los derechos humanos” en Alepo

 





Jean Bricmont
Que no haya malentendidos: lo que sigue no es en modo alguno una crítica de los derechos humanos como ideal por el que trabajar. El título completo de esta carta debería ser: “Carta abierta a quienes invocan selectivamente los derechos humanos para justificar la política de intervención de las potencias occidentales en los asuntos internos de otros países”.

En realidad, el único asunto a discutir sobre Siria no es la situación sobre el terreno (que puede ser complicada), sino la legitimidad de las políticas intervencionistas en ese país por parte de los EEUU y sus “aliados”, los europeos, los turcos y los estados del Golfo.

Durante décadas, el principio en que se funda el derecho internacional, esto es, la igual soberanía de los estados –que implica la no-intervención de un estado en los asuntos internos de otro— ha sido sistemáticamente violado, y a punto tal, que prácticamente ha sido olvidado por los campeones del “derecho a la intervención humanitaria”. Recientemente, algunos abogados de la intervención humanitaria, autoproclamados izquierdistas inquebrantables, se han sumado al coro del partido de la guerra en Washington reprochando a la administración Obama no haber intervenido más en los esfuerzos militares para derrocar al gobierno de Siria. En una palabra: critican a la administración Obama por no haber violado suficientemente el derecho internacional.

En realidad, casi todo lo que los EEUU hacen por doquiera en el mundo viola el principio de no-intervención: no sólo invadir “preventivamente”, sino también influir en o comprar elecciones, armar rebeldes o sancionar unilateralmente o embargar, a fin de alterar las políticas de los países que son sus víctimas.

Quienes se consideran a sí mismos de izquierda deberían tomar nota de la base histórica de esos principios del derecho internacional. Por lo pronto, de la lección impartida por la II Guerra Mundial. El origen de esa guerra fue el uso que hizo Alemania de las minorías germanas en Checoslovaquia y Polonia, extendido luego durante la invasión de la Unión Soviética. La guerra tuvo finalmente consecuencias catastróficas para las propias minorías que sirvieron de pretexto a los alemanes.

En parte por esta razón, los vencedores que escribieron la Carta de las Naciones Unidas declararon ilegal la política de intervención, a fin de ahorrar a la Humanidad “el flagelo de la guerra”.

Luego, en las décadas que siguieron, el principio de no-intervención se vio robustecido por la ola de descolonizaciones. La última cosa que los países recién descolonizados querían era la intervención de las viejas potencias coloniales. Los países del Sur han sido prácticamente unánimes en la condena de la intervención. En febrero de 2003, poco antes de la invasión de Irak, la cumbre de Países No-Alineados reunida en Kuala Lumpur adoptó una resolución que declaraba lo siguiente:

“Los Jefes de Estado o de Gobierno reafirman el compromiso del Movimiento con el robustecimiento de la cooperación internacional para resolver problemas internacionales de carácter humanitario respetando plenamente la Carta de las Naciones Unidas y, en este sentido, reiteran el rechazo del Movimiento de No-Alineados al llamado ‘derecho’ de intervención humanitaria, que no tiene el menor fundamento ni en la Carta de las Naciones Unidas ni en el derecho internacional.” [1]

Es obvio que esas “intervenciones” sólo son posibles por parte de estados fuertes contra estados débiles. Se trata de un caso en el que el poder impone su ley.

Sin embargo, ni siquiera todos los estados fuertes son igualmente fuertes. Imaginemos por un momento que se aceptara el derecho de intervención como un nuevo principio del derecho internacional. ¿Qué ocurriría, si Rusia tratara de derrocar al gobierno de Arabia Saudí a causa de las “violaciones de derechos humanos” perpetradas en ese país? ¿Y si China mandara tropas a Israel para “proteger a los palestinos? No tardaríamos en llegar a una nueva Guerra Mundial. Para entender el carácter inaceptable de las políticas de intervención, basta pensar en los alaridos del establishment norteamericano a propósito del alegado hackeo ruso a ciertos correos electrónicos publicados por Wikileaks. Obsérvese que la realidad de ese hackeo está por demostrar (véase aquí) y que, aun si fuera cierta, sólo significaría que el hackeo permitió a la opinión pública norteamericana tomar consciencia de algunas maniobras de sus dirigentes políticos, lo que no pasa de ser un pecadillo comparado con las intervenciones norteamericanas en América Latina, el Oriente Próximo o Indochina.

Las consecuencias de las políticas intervencionistas estadounidenses son múltiples y catastróficas. Por un lado, tenemos millones de muertos a causa de las guerras norteamericanas: este estudio llega a computar un total de 1,3 millones de víctimas sólo contando las de la “guerra al terror”).

Además, sería un error imaginar que las víctimas de las intervenciones no reaccionarán a la amenaza de intervención construyendo alianzas y tratando de defenderse por la vía de incrementar la represión interna. Cuando los EEUU fueron atacados el 11 de Septiembre de 2001, Washington tomó unas medidas de seguridad y vigilancia sin precedentes y, lo que es mucho peor, invadió dos países. ¿Cómo puede alguien imaginar que Siria, Rusia o China no van a tomar medidas para protegerse de la subversión foránea?

Por esa senda se ingresa en la lógica de las guerras sin fin. En realidad, tras haber intervenido en Ucrania y Siria, las potencias occidentales entraron luego en conflicto con Rusia y China a causa de las medidas que estos países tomaron en respuesta a aquellas intervenciones. Lejos de ser una fuente de paz, el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas se convierte en escenario de expresión de acrimonias sin cuento.

En el caso de Siria, si, como ahora parece, la insurrección termina derrotada, se verá que la política occidental de intervención armando a los rebeldes sólo habrá conseguido prolongar los sufrimientos de la población de este desdichado país. Los sedicentes “defensores de los derechos humanos” que secundaron esa política intervencionista cargan con una grave responsabilidad en esta tragedia.

Aun cuando la defensa de los derechos humanos es un concepto liberal y el liberalismo se halla, en principio, en oposición al fanatismo, lo cierto es que los actuales “defensores de los derechos humanos” exhiben a menudo fanatismo. Se nos advierte contra una perfectamente imaginaria influencia rusa en Europa (compárese la influencia comercial, cultural, intelectual y diplomática norteamericana con la de Rusia) y se nos recomienda no consultar los “medios de comunicación del Kremlin”. Pero en cualquier guerra –y el apoyo a la insurrección siria es una guerra— la primera víctima es la verdad. Cualquier mente genuinamente liberal consultaría la “propaganda” del otro lado, no para creerla al pie de la letra, sino para contrapesar y evaluar la propaganda a la que su propio lado está constantemente sometido.

Dejando aparte la “propaganda rusa”, los sedicentes “defensores de los derechos humanos” parecen incapaces de prestar atención al siguiente estudio: “Possible Implications of Faulty US Technical Intelligence in the Damascus Nerve Agent Attack of August 21, 2013.” Ese estudio, realizado por Richard Lloyd, un antiguo inspector de armamento de Naciones Unidas, y por Theodore A. Postol, un profesor de Ciencia, Tecnología y Seguridad Nacional en el MIT, concluía que el ataque con gas cerca de Damasco en agosto de 2013, que estuvo a punto de desencadenar una guerra total contra Siria, no pudo haberlo realizado el gobierno sirio. Resulta difícil de imaginar que expertos que desempeñan cargos de esta categoría mientan deliberadamente para “apoyar a Assad”, o que sean incompetentes en asuntos de física relativamente elementales.

Los sedicentes “defensores de los derechos humanos” también cuestionan si es siquiera posible hablar con Putin “después de Alepo”. Pero la “guerra al terror” librada por los EEUU, incluida la invasión de Irak, con sus centenares de miles de muertes, nunca ha impedido a nadie hablar con los norteamericanos. En realidad, luego de esta guerra que Francia condenó en 2003, Francia se integró más en la OTAN y siguió a los EEUU más fielmente que nunca.

Además, los sedicentes “defensores de los derechos humanos” se hallan en una situación particularmente absurda. Repárese, por ejemplo, en el pretendido empleo de armas químicas en 2013 por parte del gobierno sirio. Hubo amplio consenso en Francia sobre la necesidad de intervenir militarmente en Siria. Pero sin la intervención norteamericana, una intervención puramente francesa resultaba imposible. Los “defensores de los derechos humanos” europeos se ven reducidos a implorar a los norteamericanos: “¡Haced la guerra, no el amor!” Pero los norteamericanos padecen de “fatiga bélica” y acaban de elegir a un presidente opuesto en principio a las guerras libradas para cambiar regímenes políticos. La única posibilidad para los “defensores de los derechos humanos” europeos es que sus pueblos acepten gastos militares masivos, a fin de crear una correlación de fuerzas que haga posibles las políticas intervencionistas. ¡Buena suerte!

Para terminar, hay que distinguir, entre los sedicentes “defensores de los derechos humanos”, a las Almas Nobles de las Almas Bellas.

Las Almas Nobles advierten a sus “amigos” contra la idea de “apoyar” al matarife, al criminal, al asesino de su propio pueblo, Bashar al Assad. Pero eso es confundir completamente la razón de la actitud antiintervencionista.

Los estados pueden apoyar a otros estados con armamento y dinero. Pero los individuos o los movimientos sociales, como el movimiento antiguerra, no pueden hacerlo. De manera que carece completamente de sentido decir, cuando se expresa una crítica de las políticas intervencionistas en nuestra sociedad –necesariamente de un modo marginal—, que “apoyan” a tal o cual régimen o líder, a menos que uno considere que todos los que no quieren que Rusia intervenga en Arabia Saudí o China en Palestina lo que hacen es apoyar al régimen saudí o a la colonización israelí.

Lo que hacen los antiimperialistas es dar su apoyo a otra política exterior, distinta de la practicada por su propio gobierno, lo que es una cuestión completamente distinta.

En cualquier guerra hay propaganda masiva a favor de la guerra en curso. Puesto que las guerras presentes se justifican apelando a los derechos humanos, es obvio que la propaganda bélica se concentrará en “violaciones de derechos humanos” en los países situados en el punto de mira de los intervencionistas.
   
Razón por la cual todos los que se oponen hoy a las políticas intervencionistas tienen que suministrar plena información para contrarrestar esa propaganda: por ejemplo, el estudio antes mencionado sobre el uso de gas venenoso en 2013, o los testimonios sobre Alepo que contradicen el discurso dominante (por ejemplo, el de un exembajador del Reino Unido en Siria). Es harto sorprendente que algunos izquierdistas muy críticos con los medios de comunicación dominantes en lo tocante a políticas nacionales internas se traguen casi por entero la “narrativa” occidental cuando de Rusia y Siria se trata. Pero si los medios de comunicación distorsionan la realidad en nuestros propios países, ¿por qué no habrían de hacer lo mismo cuando se trata de países extranjeros, en donde las cosas son más difíciles de verificar?

Esta crítica de la propaganda de guerra no tiene nada que ver con el “apoyo” a un determinado régimen, en el sentido de que tal régimen pudiera resultar deseable en un mundo libre de políticas intervencionistas.

Las Almas Nobles quieren “salvar Alepo”, ·están avergonzada de la falta de acción de la comunidad internacional” y quieren “hacer algo”. De acuerdo, pero ¿hacer qué? La única sugerencia práctica que se hizo (antes de los recientes acontecimientos) fue la de crear una “zona de exclusión de vuelo” que pudiera prevenir la ayuda de la fuerza aérea rusa al ejército sirio. Pero eso sería una violación más del derecho internacional, porque Rusia fue invitada a Siria por el gobierno legal e internacionalmente reconocido de ese país, a fin de combatir el terrorismo. La situación de Rusia en Siria no es, desde un punto de vista jurídico, muy distinta a la de Francia cuando se la invitó por el gobierno de Mali a combatir a los islamistas en su país, islamistas que, dicho sea de paso, se hallaban en Mali a causa de la intervención, apoyada por Francia, en Libia. Además, intervenir militarmente en Siria implicaría o una guerra con Rusia o una rendición rusa sin combate. ¿Quién querría apostar por la última posibilidad?

Para ilustrar la hipocresía de las Almas Nobles, compárese la situación de Siria con la del Yemen. En Yemen, la Arabia Saudí está cometiendo numerosas masacres, en total violación del derecho internacional. Si estás indignado porque no se hace nada por Siria, ¿por qué no haces algo tú mismo por Yemen? Además, hay una gran diferencia entre las dos situaciones. En el caso de Siria, una intervención militar podría llevar a una guerra con Rusia. En el caso de Yemen, en cambio, bastaría probablemente, para ejercer presión sobre Arabia Saudí, con interrumpir el suministro de armamento al país. Ni que decir tiene que las Almas Nobles saben perfectamente que no son capaces de frenar esos suministros. Pero, entonces ¿a qué viene indignarse con Siria?

Las Almas Bellas, por otra parte, están contra todas las guerras, contra toda violencia. “Condenan” a Assad y a Putin, claro está, pero también a Obama, a la Unión Europea, a la OTAN y a quien haga falta. Denuncian, encienden velas y apagan luces. “Dan testimonio”, porque “permanecer en silencio” significa “ser cómplices”.

De lo que no se percatan es de que sobre el terreno, en Siria, nadie, ni el gobierno ni los rebeldes saben de su existencia, y si supieran de ella, les importarían un higo sus indignaciones, condenas, encendidos de velas y apagados de luces.

Eso no significa que las Almas Nobles y las Almas Bellas no tengan sus efectos. Tienen uno, que es éste: atravesarse en el camino de cualquier política exterior alternativa en su propio país, política que debería fundarse en la diplomacia y en el respeto a la Carta de las Naciones Unidas. Sólo una política así podría favorecer la paz en el mundo, el equilibrio y la igualad entre las naciones y, eventualmente, hacer progresar la causa de los derechos humanos. Pero la demonización de Assad y Putin –y de cualquiera que quiera negociar con ellos— por parte de los sedicentes “defensores de los derechos humanos” hace prácticamente imposible políticamente esa alternativa.

Para los sedicentes “defensores de los derechos humanos”, el realismo político y las consecuencias de sus acciones carecen de importancia: lo que les importa es demostrar que pertenecen al “campo de la Virtud”. Os imagináis libres, mientras secundáis una tras otra las indicaciones de los medios de comunicación dominantes respecto de lo que debería ser objeto de vuestra indignación.

Si yo albergara la menor ilusión respecto de la lucidez que pudierais tener respecto de las consecuencias de vuestras acciones, llamaría a éstas criminales, a causa del daño que hacéis a Europa y al resto del mundo. Pero puesto que no albergo ilusión ninguna, me limito a llamaros hipócritas.


NOTA[1] Documento final de la Décimo Tercera Conferencia de Jefes de Estado y de Gobierno del Movimiento de Países No-Alineados, Kuala Lumpur, 24-25 de febrero de 2003, Artículo 354. (Accesible desde: http://www.bernama.com/events/newnam2003/indexspeech.shtml?declare).

Fuente:
CounterPunch, 4 enero 2017
Traducción:
Miguel de Puñoenrostro

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