“Cada año el Congreso dona la friolera de 3.000 millones de dólares a Israel. Incluso en las cámaras gobernadas por los mayores tacaños fiscales, el único debate que se produce al respecto es el de si esta suntuosa dispensación, que supone más de la mitad del presupuesto en ayuda militar, resulta suficiente para saciar la sed armamentística israelí. Incluso sabiendo que el mismo Israel ha saboteado repetidamente la política de los EE. UU. en la región, Obama describe el paquete de ayuda estadounidense como «sacrosanto».”
La tarde del viernes [22-5] comenzó con aire melancólico en Cisjordania. Algo nada extraordinario. Un mero funeral por otro joven cuyo futuro se ha visto cercenado demasiado temprano. Bajo la sombra implacable del Muro y en las miras de los rifles de los soldados israelís, más de 200 deudos en duelo bajaban la calle adoquinada hacia el viejo cementerio en la población de Beit Ummar. Algunos increpaban con rabia a los soldados, condenando a Israel por haber causado otra muerte sin sentido.
Era el funeral de un universitario, Jafaar Awad, quien entró en coma y murió tan sólo dos meses después de haber sido liberado de una cárcel israelí, en la que su grave enfermedad había empeorado por una falta prolongada de tratamiento. Awad no contaba más de 22 años cuando murió en manos de los carceleros israelís, igual que otros muchos prisioneros palestinos, por negligencia médica.
Mientras los dolientes se acurrucaban en torno a la tumba, las FDI lanzaron una serie de botes de gas lacrimógeno en su dirección, disgregando con ello al aturdido grupo. Entonces, las armas automáticas abrieron fuego y sus balas impactaron en más de una docena de personas, incluyendo al primo de Jafaar Ziad Awad. Ziad fue alcanzado en la espalda y la bala le perforó la espina dorsal. En seguida lo llevaron al hospital Al Ahli de Hebrón, donde murió al poco tiempo a causa de las heridas. Tenía tan sólo 28 años. Unas pocas horas después de la muerte de Ziad a manos de los francotiradores, las FDI emitieron un comunicado lacónico aduciendo que los soldados israelís habían disparado al grupo de dolientes después de ver que alguno de ellos les lanzaba piedras.
Me sorprende que las FDI se sintieran obligadas a justificarse por un tipo de asesinato que se ha convertido hoy en algo rutinario: niños que lanzan piedras, escalan rocas, saltan a la comba, hacen pompas de jabón o echan tierra sobre una tumba abierta. No tenían más opción que disparar.
Los palestinos no tienen derecho a compensación por estas carnicerías cotidianas: no hay tribunales a los que acudir para juzgar la legitimidad de los disparos, ninguna jurisdicción en la que solicitar indemnización por los gastos médicos, el dolor y sufrimiento o los días de trabajo perdidos, ni ningún lugar en el que hallar una medida de justicia por las matanzas. ¿Cuantas pérdidas, miseria y humillación puede llegar a soportar una persona?
El estado israelí nunca se había mostrado tan violento, ni el sangriento peaje de vidas de civiles palestinos había sido tan alto. En el 2014, el ejército israelí y las fuerzas de seguridad asesinaron a más de 2300 palestinos e hirieron a otros 17.000. Ha sido la mayor carnicería desde 1967, época en la que se intensificó la ocupación de Cisjordania y Gaza, siguiendo a la Guerra de los Seis Días. En el cisma del último ataque de Israel a Gaza el verano pasado, más de 500.000 palestinos fueron desplazados de sus hogares. Además, según un reciente Informe de las NU titulado Vidas Fracturadas, más de 100.000 de estos desplazados permanecen hoy sin hogar. También ha aumentado el número de detenciones de palestinos: a finales de febrero de este año había más de 6.600 palestinos en prisiones israelís y centros de detención de las FDI, la cifra más elevada de los últimos 5 años. Así las cosas, los engranajes de la maquinaria asesina funcionan con impunidad, y cada matanza sirve únicamente al fin de fomentar más muertes.
¿Quién la detendrá? Seguro que no será el principal inversor financiero del estado de Israel. La Fuerza de Defensa Israelí más contundente, siempre presta en la vigilancia y férrea en su lealtad, es el Congreso de los EE. UU. Hay una capacidad de sincronización salvaje en la alianza entre la nación que bombardea bodas con drones y la que ametralla dolientes en funerales.
Cada año el Congreso dona la friolera de 3.000 millones de dólares a Israel. Incluso en las cámaras gobernadas por los mayores tacaños fiscales, el único debate que se produce al respecto es el de si esta suntuosa dispensación, que supone más de la mitad del presupuesto en ayuda militar, resulta suficiente para saciar la sed armamentística israelí. Incluso sabiendo que el mismo Israel ha saboteado repetidamente la política de los EE. UU. en la región, Obama describe el paquete de ayuda estadounidense como «sacrosanto».
A todas luces, el soborno anual a Israel por los EE. UU., que suma un total de un tercio del presupuesto armamentístico de la nación, comienza a parecerse menos al subsidio otorgado a un estado cliente, que a un impuesto cumplido a un gánster a cambio de protección.
No debería sorprender que dos de los discípulos estadounidenses más aventajados de Benjamin Netanyahu, Ted Cruz y Tom Cotton, se licenciaran en derecho en Harvard, incubados en el invernadero sionista de Alan Dershowitz. Aun así, ni Cruz ni Cotton son casos excepcionales. De hecho, apenas hay un ápice de diferencia entre las posturas de Ted Cruz y Elizabeth Warren, la Atenea de los progresistas, cuando se trata de defender el escandaloso comportamiento de Israel. Warren, como muchos otros liberales, parece invertir horas extras en demostrar una lealtad sin parangón al estado judío.
El tan cacareado lobby de Israel ya apenas necesita cabildero. Últimamente, los nuevos miembros del Congreso llegan ya predispuestos a demostrar su devoción a la causa israelí. No necesitan sobornos con dinero de los PAC (comités de acción política), cortejos de prostitutas o chantajes mediante fotografías indiscretas. Cuando Israel asesina a un científico iraní, emplea armas químicas en Gaza, tortura prisioneros, asesina a un joven pacifista estadounidense, enfila un funeral o se le descubre espiando al presidente de los EE. UU., el Congreso salta al unísono en su defensa —si nadie pregunta no hacen falta respuestas— y envía otro cheque a Tel Aviv.
Ante el crimen de guerra más prolongado del mundo, la capital estadounidense permanece impávida perpetuando el vacío ético, con sus salas pobladas del equivalente político a los OMG. Difunde esta sinopsis pesticida.
Jeffrey St. Clair es editor de CounterPunch. Su libro más reciente es Killing Trayvons: an Anthology of American Violence (con JoAnn Wypijewski y Kevin Alexander Gray).
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GATONEGRO es una expresión de pensamiento y también de sentimientos y de visón estética de las cosas con ánimo de comunicar y compartir con quien quiera unirse a este KEINO que quiere decir NADA Y TODO
lunes, 1 de junio de 2015
OTRA VEZ JERUSALÉN
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