martes, 17 de noviembre de 2015

El sentido de la barbarie

 

¿Es que tiene sentido la barbarie?

“Primeros principios, Clarice. Simplicidad. Lea a Marco Aurelio” aconseja Hannibal Lecter a Clarice Starling en el último diálogo que mantienen en El silencio de los corderos. “De cada cosa, pregúntese qué es en sí misma. Cuál es su naturaleza. ¿Qué es lo que hace el hombre que están buscando”. Clarice responde: “Mata mujeres”. Lecter la corrige: “No. Eso es circunstancial. ¿Cuál es la primera y principal cosa qué hace? ¿Qué necesidad cubre matando?”

Está bien claro que la masacre de Paris atenta directamente contra nuestra forma de vida occidental, nuestros principios y nuestros valores democráticos. Sin embargo, siguiendo el razonamiento de Lecter, es fácil concluir que ése no es el objetivo final de los ataques. Sembrar el terror: el lenguaje no engaña, incluso esa expresión seminal apunta a un fruto, a un fin más retorcido y más alto. Porque, aunque cueste creerlo, hay una razón oculta entre tanta irracionalidad, un motivo para el terror, un sentido último que es la palanca en la atroz maquinaria de la barbarie.

El pasado sábado, en una entrevista en Le Monde, Gilles Kepel, uno de los mayores expertos mundiales en yihadismo, dio exactamente en el clavo: “Lo que desea el Estado Islámico es provocar el linchamiento de los musulmanes, los ataques a mezquitas y las agresiones a mujeres con velo para iniciar así una guerra entre enclaves que siembren el fuego y la sangre en Europa”. Una guerra santa, en efecto, que es la traducción más aproximada del término yihad. El llamamiento contra los musulmanes, voceado y amplificado por los diversos almuecines de la extrema derecha europea, retrotraería el continente europeo a la época de las cruzadas, a la oscuridad salvaje de la Edad Media. No son ellos solos: algunos comentaristas y supuestos expertos, al enfatizar que se trata de una guerra de religión, no hacen sino seguirle el juego al Estado Islámico.

Para alimentar esta hoguera de la cruzada contra el islam vale cualquier palo, desde suras escogidas del Corán hasta citas literales de líderes yihadistas. Una curiosa extrapolación que también puede hacerse con el cristianismo, echando en el mismo saco a los creyentes de la misa de once que a los nazarenos de Ku-Klux-Klan y recordando sin ir más lejos aquel pasaje de Mateo, 10, 34: “No piensen que he venido a traer la paz sobre la tierra. Yo no vine a traer la paz sino la espada”. Sin embargo, por tentador que sea recurrir a la religión como combustible e incluso como motor de la matanza, es necesario y también perentorio señalar los numerosos pasajes del Corán que claman contra el derramamiento de sangre y el asesinato de inocentes. Por ejemplo, Corán 5.32: “Quien matara a una persona que no hubiera matado a nadie ni corrompido en la tierra, fuera como si matara a toda la Humanidad”.  Atribuir al islam en lugar de al yihadismo los atentados del viernes en París sólo porque sus autores dicen ser musulmanes resulta tan injusto y tan disparatado como cargar a la cuenta del cristianismo los 77 muertos de Anders Breivik en Oslo o el continuo y silenciado genocidio del Ejército de Resistencia del Señor de Joseph Kony.

Más allá de la política, de la estrategia de los vendedores de miedo y los turbios intereses de los traficantes de armas, no hay que perder de vista un hecho fundamental: las principales víctimas del Estado Islámico, en espíritu y en número, son musulmanes. Quienes murieron la otra noche en París no lo hicieron por culpa de la cruz ni de Mahoma ni del laicismo, aunque entre las 129 víctimas hubiera cristianos, musulmanes, budistas, agnósticos y ateos. Murieron por culpa de la barbarie, una religión mucho más vieja que el islam, el cristianismo o el judaísmo, un culto demencial venido de aquella era tenebrosa en que la sed de un dios se saciaba con sangre humana.

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