Homo sum, humani nihil a me alienum puto, escribió Terencio hace ya más de dos mil años. “Soy hombre, nada humano me es ajeno”. Por desgracia, la Humanidad, como clama Obama con rotunda mayúscula, no es un concepto absoluto: “Es un atentado contra la Humanidad”, dijo. Albert Rivera fue más personal: “El año pasado en estas mismas fechas estuve en París celebrando mi cumpleaños. París también es nuestra casa”. Se podrían citar cientos y cientos de ejemplos más, pero ambos pensamientos resumen a la perfección el tráfico de la emoción y los límites de la empatía occidental. Cuando estalla una bomba en un mercado de Bagdad, cuando bombardean un barrio de Alepo, cuando estalla un artefacto en una calle de Kabul, no hay frase de Obama ni condolencias de Rivera. No hay banderitas sirias ni afganas ondeando en facebook. La historia no va con nosotros. Se ve que la Humanidad viaja exclusivamente en primera clase y escribe de izquierda a derecha; tampoco celebramos nuestros cumpleaños en ciudades en guerra. Esos lugares (Bagdad, Alepo, Kabul) no son nuestra casa, nunca lo fueron, nunca lo serán.
Junto a muchos otros, Obama y Rivera han delimitado los límites del cuerpo humano en el tercer milenio. Hace sólo medio siglo, los judíos no eran humanos; ahora tampoco lo son otras etnias, otras nacionalidades, otras religiones. Kurdos, palestinos, iugures, sirios, iraquíes. Ahora la Humanidad se mide también por países, por idiomas, por fronteras, por pasaportes. Parece que los muertos son más muertos, ocupan más espacio en los periódicos y más tiempo en los telediarios si viven en el lado correcto del mundo, si tienen los papeles en regla, si vienen, por ejemplo, de París. Parece que, después del World Trade Center, de los trenes de Atocha, del metro de Londres y de Charlie Hebdo, no hemos aprendido nada. No aprendemos que los monstruos que un día amamantamos para luchar con el enemigo de turno (Al Qaeda contra el ejército soviético en Afganistán, el Estado Islámico contra Sadam en Irak) nos acabarán saltando a la cara, tirando rascacielos, reventando trenes y metros, atacando discotecas, restaurantes y redacciones de revista. Nos sorprende, nos indigna, nos espanta cuando esos rascacielos, esos trenes, esos restaurantes, se encuentran al otro lado de la calle, en nuestro mundo tranquilo y civilizado, como si el terror que hemos dibujado en un círculo de sangre en Oriente Medio a base de guerras de exportación hubiera saltado como un virus asiático.
Unos días atrás, el gran hipócrita de Tony Blair pidió perdón por el “error” de las armas de destrucción masiva, ese bulo metafísico que justificó una matanza de más de un millón de muertos en Irak, una insensata cruzada cuyas consecuencias políticas y geoestratégicas sólo estamos empezando a vislumbrar. A nuestros líderes se les llena la boca de retórica, de lemas y alianzas contra el terrorismo, cuando ni siquiera alcanzan a ver la magnitud de la catástrofe, el eco del terror. Hace poco más de un siglo, en los primeros días de la batalla del Somme, docenas de miles de soldados ingleses morían en el fango, entre alambradas, sólo porque los generales no querían comprender el efecto letal de las ametralladoras y lo obsoleto de las cargas decimonónicas. En 1940, el alto estado mayor francés creía que las casamatas de la línea Maginot detendrían en seco el avance del ejército alemán, pero los blindados de Guderian simplemente las rodearon y siguieron adelante. Tampoco nadie esperaba que, poco después, los bombarderos matarían docenas, cientos de miles de civiles en Manchester, Dresde o Nagasaki. Cada época estrena una nueva estrategia bélica, una nueva forma de destrucción. Pero todavía no hemos comprendido que esto es una guerra, que ya estamos inmersos en la Tercera Guerra Mundial y que nosotros, ciudadanos del mundo, de Kabul a Nueva York y de París a Bagdad, somos el frente.
David Torres
Fuente: Público.es
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