MARINE LE PEN
Marine Le Pen ha llegado para quedarse y pide paso. La victoria del Frente Nacional en la primera vuelta de las elecciones regionales francesas, con el 28% de los votos, y la mayoría relativa alcanzada en 6 de las 13 regiones, casi le garantizan que podrá gobernar al menos en dos: Norte-Paso de Calais- Picardía, donde ella misma es candidata, y Provenza-Alpes-Costa Azul, donde la cabeza de lista es su sobrina Marion, de 25 años.
La negativa de Nicolas Sarkozy a pedir a los candidatos de su partido, los Republicanos, que se retiren para la segunda vuelta allá donde han quedado terceros y sin posibilidades de triunfo, amenaza además con ampliar la cuota de poder del FN que, por primera vez, podría gobernar –dentro de las limitadas atribuciones de las regiones- en territorios con millones de habitantes.
El resultado de estos comicios confirma una tendencia que amenaza con excluir en la segunda vuelta de las presidenciales de 2017 al candidato de uno de los dos grandes partidos, probablemente el Socialista, y reaviva el temor a ver un día a Le Pen en el Elíseo. En la práctica eso sería casi un cambio de régimen, uno de esos cataclismos que hacen que Michel Houellebecq pueda novelar (en Sumisión), sin que parezca la quimera de una mente enferma, un horizonte (él lo sitúa en 2022) en el que el hundimiento del centroderecha y el centroizquierda reduzca la disputa por la presidencia al Frente Nacional y al islamismo moderado.
El escenario que plantea el provocador escritor, en lo que se refiere a la eventualidad de un jefe de Estado islamista, está fuera de toda lógica política con los datos hoy sobre la mesa (aunque en el libro tiene una clara lógica literaria e incluso sociológica), y seguramente lo seguirá estando en 2022.
Sin embargo, y a la vista de lo ocurrido en pasado domingo, no puede decirse otro tanto sobre el riesgo de que Le Pen pueda llegar un día a ser presidenta. Por supuesto, no es lo más probable, parece aún fuera de toda lógica, incluso descabellado, pero no ya imposible, sobre todo si socialistas y republicanos no recuperan la regla no escrita y aplicada con éxito en el pasado de que las diferencias entre ambos se aparcan cuando se trata de combatir al Frente Nacional, considerado el irreconciliable enemigo común.
Le Pen está demostrando que es, quizá, la dirigente política más hábil de Francia. En el fondo, no ha renunciado al genoma ultraderechista del Frente Nacional, a la xenofobia, al populismo, la demagogia y la consigna de ‘los franceses primero’, pero, en la superficie, disfraza las señas de identidad bajo una capa de pragmatismo y moderación que le permite arañar votos de forma lenta pero imparable en los cotos de la derecha e incluso la izquierda, entre los campesinos, los jóvenes y los trabajadores, incluidos los manuales (se calcula que cuenta con el apoyo del 43% de los obreros).
El FN se convierte cada vez más en un partido transversal con un diversificado vivero de votos que se nutre de la incapacidad de los dos grandes partidos de ilusionar a la mayoría de la población, que los considera incapaces de gestionar la crisis, sanear la economía, combatir el desempleo, ofrecer un horizonte viable a los jóvenes, y afrontar retos como el actual de la afluencia masiva de refugiados a Europa (aún no a Francia) y el más existencial de una sociedad multicultural e inarmónica pese a la teórica igualdad ante la ley.
Todo eso es lo que, antes incluso de los atentados de París, había convertido al FN en favorito ante las elecciones departamentales. El terror del 13-N solo ha contribuido, si acaso, a reforzar la tendencia, aunque, al mismo tiempo, ha evitado, gracias a la firme aunque discutible respuesta de François Hollande, que la caída del Partido Socialista (que ha quedado tercero) llegase al hundimiento.
El ascenso del FN supone una amenaza existencial a los llamados valores republicanos, aunque no es así como lo ven buena parte de los franceses, cada vez más hartos de la política tradicional. Pero hay algo mucho peor: que conscientes del giro que se está produciendo en la opinión pública, la acción política de los republicanos y los socialistas, de la derecha y la izquierda de siempre, de Hollande de forma sutil y de Sarkozy de manera más expresa, se desplaza hasta asumir presupuestos fundamentales del emergente partido populista y ultraderechista.
Eso explica declaraciones de Sarkozy sobre la inmigración como la siguiente: “Es demasiado. No se podrá acoger a todos los que quieran venir, dado que no tenemos ni dinero, ni empleo ni alojamientos [suficientes]”. O que, en su estrategia de seducción de la base electoral de Le Pen, le mostrase su respeto hace unos días y asegurase que “el voto para el FN no es un voto contra la República”.
La tendencia es clara: el FN no deja de sumar apoyos. Es cierto que, en las presidenciales de 2012, Marine Le Pen sumó 6,4 millones de votos (frente a 6 millones del FN en las regionales del domingo), pero eso fue con una participación de casi el 80% , frente a un 50% ahora, mientras que en las europeas de 2014 se quedó en 4,7 millones, y en las regionales de 2010 en 2,2 millones. Para consolidar su ascenso, Le Pen no se ha parado en barras, incluso a costa de romper de forma estruendosa con su padre Jean-Marie, el histórico fundador, considerado una rémora extremista que incluso minimizaba el Holocausto, y al que despojó de la presidencia de honor del partido y expulsó sin contemplaciones.
El mensaje es claro: el FN abomina de la casta (al menos hasta que forme parte de la misma), de las vergüenzas e ineficiencias del sistema, pero no es un partido antisistema, ni mucho menos abomina de los valores republicanos, sino que se está convirtiendo en la tercer pata de un marco constitucional que tampoco ha funcionado tan mal pero que aspiran a reformar, antes quizá de intentar dinamitarlo. Con la misma vocación de poder que las otras dos, y de sobrepasarlos en cuanto sea posible aprovechando los errores ajenos y cortejando a la legión de descontentos.
Ahí está el auténtico peligro de Le Pen: en que es una máquina al servicio de la conquista del poder pero, que mientras no lo tenga, esconde a la loba bajo la piel de una oveja, y confunde a sus desconcertados y anquilosados enemigos hasta tal punto de que se dedican más a pelearse entre ellos que a plantarle cara. Es su responsabilidad histórica superar esa dinámica letal para afrontar una amenaza existencial cuya dimensión real es todavía difícil de cuantificar.
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