VALENTÍN POPESCU
La actual crisis turca y, sobre todo, la extrema violencia de la represión gubernamental adquieren una lógica impecable si se las enmarca en la más ambiciosa contrarrevolución en la historia del país.
En los años veinte del siglo pasado, un grupo de jóvenes militares encabezado por Mustafa Kemal Atatürk se rebeló contra el sultanato y llevó a cabo una de las revoluciones más profundas de los tiempos modernos. Transformó una nación atrasada, inmovilista, corrupta y sumida en una cultura –la árabe y coránica– que no era la suya en un Estado laico, occidentalista (hasta el extremo de adoptar el alfabeto latino), parlamentario y moderno.
Atatürk, consciente de las dimensiones del cambio emprendido, nombró albacea político de la revolución reformista al ejército. Y si bien el generalato ejerció repetidas veces su función de juez último de la política turca con golpes de Estado sangrientos (como el ahorcamiento del presidente Mandes en 1960), ni pudo ni intentó atajar la corrupción renaciente ni una decadencia cultural y económica cada vez mayor.
En este contexto aparece políticamente Recep Tayyip Erdogan, hijo de un marinero pobre de Estambul, que logra escolarizarse en un centro islámico en el que destaca por la vehemencia de su fe. Esto ya es una primera confrontación con la revolución kemalista, que es ante todo laicista. La segunda se produce cuando Erdogan, envalentonado por sus grandes éxitos como alcalde de Estambul, comienza a movilizar a los descamisados de toda Turquía en nombre Alá y la justicia. La respuesta de los militares es inmediata y Erdogan es encarcelado en 1999, con lo cual el odio del actual presidente turco al generalato se vuelve infinito.
Unas reformas jurídicas le permiten a Erdogan volver a la política y conquistar el poder en el 2003, en el momento de mayor decadencia económica sufrido por el país desde la supresión del sultanato. Los éxitos económicos se suceden a partir de entonces y con ello crecen las ambiciones erdoganistas de contrarreforma de Turquía y la sociedad turca. Quiere volver a la preeminencia absoluta del islamismo en la vida del país; quiere restaurar una especie de “sultanato parlamentario”, en el que lo parlamentario es sólo forma y el poder del jefe, absoluto. Y quiere una hegemonía étnica turca en el país que resulta incompatible con las pretensiones autonómicas de los kurdos.
Desde el primer momento de su ascenso al poder, Erdogan se ha dedicado a debilitar al ejército y a marginar a los intelectuales laicistas porque son sus principales enemigos fácticos e ideológicos. Lo fue haciendo paso a paso, ya que la empresa era excesiva para un golpe de fuerza o un decretazo.
También su islamismo se fue personalizando y adquirió tintes más de califato que de sultanato, por lo que rompió la alianza con el líder religioso Fethullah Güllen, exilado ahora en Estados Unidos.
Y así, el frustrado golpe de Estado del pasado 15 de julio fue el pretexto esperado – si es que no fue provocado– para proceder a una eliminación radical de enemigos reales y potenciales con decenas de miles de detenidos y miles de centros culturales clausurados.
Fuente: La Vanguardia
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