miércoles, 6 de enero de 2016

La voluntad de un pueblo



Lluis Foix

 






Uno de los rasgos de la modernidad es la inédita confianza en que podemos conseguirlo todo y, por lo tanto, lo vamos a conseguir. Nada ni nadie lo puede impedir. Basta con la ­­­vo­luntad cuando se traduce en ilusión y op-
timismo.
La fuerza de Podemos, liderada por Pablo Iglesias, se suma a la corriente voluntarista para cambiar la realidad desde los discursos que alcanzan audiencias millonarias en radios y televisiones. Las imágenes y la gestualidad importan mucho. Pero el impacto de la palabra es definitivo. Sin palabras sería imposible construir relatos políticos. No existirían la crítica ni el halago. Un debate sin palabras es imposible.
Lo más llamativo de aquel cartel electoral que colgaba en árboles y farolas en octubre del 2012 no era la figura de un Artur Mas mesiánico, sino el mensaje que constaba por escrito y que decía “La voluntad de un pueblo”.
Aquella voluntad de un pueblo que nos permitiría refundar la condición humana y los sentimientos colectivos para convertirlos en algo mejor de lo que ha sido hasta ahora no ha producido los resultados que se buscaban. Todo es muy viejo. Y lo nuevo se vuelve viejo con la pátina indefinible con la que el tiempo adorna todas las cosas.
La voluntad de un pueblo adornada por aquella figura bíblica que representaba a Artur Mas como salvador está al comienzo del fin de la carrera política del que aún es presidente de la Generalitat. No se buscaba la voluntad del pueblo, siempre variada y plural, sino la voluntad unitaria para alcanzar un objetivo legítimo pero imposible de obtener sin una mayoría amplia de catalanes y sin una pregunta clara y concisa en un hipotético referéndum que se tendría que celebrar en el ámbito de la legalidad democrática.


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(Jordi Barba)
Ha habido un exceso de ardor mesiánico en el proceso voluntarista hacia la construcción de un Estado nuevo. Un proceso rápido, sin madurarlo mucho, basado en movilizaciones millonarias en las últimas cuatro Diadas y con una organización de las concentraciones casi científica. Ha faltado más escepticismo culto, realista, más reconocimiento de los que piensan distintamente, un calendario realizable y tejer más alianzas internas y, sobre todo, buscar y encontrar poderosos amigos en la comunidad política internacional.
El proceso se ha ido empequeñeciendo en la misma proporción que se acentuaban las voluntades para llevarlo a cabo sin contar con la mayoría suficiente. Hay que sumar y no ­restar y hay que votar y no vetar, decía ayer Artur Mas, seguramente el político europeo que ha dado más ruedas de prensa y con mayor duración.
No hay que descartar nada de aquí al lunes. Pero después de haber laminado a la CUP, a la mitad de la CUP, es decir, a los que no le quieren investir, y después de haber prodigado elogios a la responsabilidad de Antonio Baños, es complicado que los cuperos cambien de criterio.
Artur Mas vino a decir ayer que el proceso era él y que si no era presidente, no habría proceso o, cuando menos, quedaría reducido a una sombra indefinida para volver al sometimiento a las fuerzas del Estado. Mas no supo leer los resultados de las elecciones del 2012 en las que perdió 12 escaños. Desde entonces ha tenido que navegar con los vientos que soplaban desde la nave de Oriol Junqueras, que es el único político catalán que no ha sufrido ni un rasguño en los últimos tres años.
El lunes, el líder de ERC reñía a propios y extraños con una voz muy potente instando a que se reanudaran las negociaciones con la CUP hasta el último minuto. Como si él no formara parte principal de los que se deben reunir.
Si la independencia fuera tan prioritaria, si depende de una persona, la CUP podría haber aceptado a Artur Mas o si este era el principal obs-
táculo, el president podría haber dado un paso al lado o atrás para que fuera posible. Hace muchos años Max Weber escribió que “la dirección de los partidos por jefes carismáticos comporta la deshumanización del séquito”. Al margen del desenlace que pueda tener el proceso independentista soy partidario de que se repiense la estrategia por parte de todos a corto y a medio plazo. El país no se merece este espectáculo provocado por rencillas y ambiciones personales. Ya hemos pisado la línea vergonzosa del ridículo. Qué le vamos a hacer. Se puede actuar con más seriedad y recuperar el respeto que todos merecemos, al margen de nuestras opiniones personales. Siempre se está a tiempo de volver a las aburridas viejas formas construidas sobre la consideración del otro. Si seguimos inventando comportamientos políticos que no tienen precedentes, así lo afirmó Artur Mas, corremos el riesgo de provocar una risa sarcástica en el ancho mundo. Y lo que es peor, se habría perdido la imprescindible confianza en la política.

FUENTE: lA VANGUARDIA

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