Hasta hace poco eran solo los periodistas y politólogos quienes se referían al peligro de “una nueva guerra fría” al analizar el rumbo de colisión entre los intereses estratégicos de Estados Unidos y sus aliados -de una parte-, y la Rusia heredera de la URSS –por la otra- que, con Vladímir Putin, quiere reverdecer sus viejos laureles como superpotencia global.
Los dirigentes políticos preferían ser más cautos. Pero hace unos días, fue el primer ministro ruso, Dimitri Medvédev, quien, sin disimular su condición de mensajero de Putin, aseguraba en la Conferencia de Seguridad de Múnich que el mundo se encamina a marchas forzadas hacia “una nueva guerra fría”, hasta el punto de no saber “si vivimos en 2016 o en 1962”, en referencia al momento más caliente –crisis de los misiles de Cuba- de la disputa entre los dos grandes antagonistas de la era de la disuasión nuclear.
Hay una clara diferencia entre la antigua y la supuesta nueva guerra fría, y es la ausencia ahora de un choque ideológico nítido. La distinción entre los bloques comunista y capitalista es cosa del pasado. El comunismo, como idea y alternativa a la democracia capitalista, se suicidó en 1989, y desde entonces se ha registrado en Rusia una transformación que ha sepultado las esencias del modelo de socialismo real que caracterizó a la URSS.
La transición fue tan brusca que, tanto en la caótica época de Borís Yeltsin -en la que se esquilmó de forma salvaje la propiedad estatal-, como en la de Putin –con control centralizado y la corrupción más ordenada y sometida al Kremlin- se ha convertido en algo evidente una frase que los rusos no se cansan de repetir desde hace un cuarto de siglo entre la amargura y la ironía: “Lo que nos contaban del comunismo era falso y lo que nos contaban del capitalismo era cierto”.
Por supuesto, hay de ideología en la nueva guerra fría, pero no tiene que ver sobre todo con el choque entre modelos sociales antagónicos, sino con el nacionalismo y el imperialismo. El imperio que cobró fuerza y tamaño con Pedro I, Catalina la Grande y Iosif Stalin, y que se quebró con la explosión de la URSS, ya no existe, salvo quizás en el imaginario colectivo de una población que añora los tiempos de esplendor, y que ve en Putin al líder que puede devolver a Rusia la influencia que tuvo en el mundo y que le permitía tratar de tú a tú a Estados Unidos. Entre otras cosas, es una cuestión de orgullo y de respeto; de ideología, pero también de intereses.
La clave del choque de trenes entre Rusia y Occidente (o, por simplificar, Estados Unidos) es que la desintegración de la URSS provocó en su heredera Rusia un encogimiento, una jibarización, que no sólo fue territorial, sino también económica, social y, en último extremo, existencial. Yeltsin permitió que se cruzasen todas las líneas rojas y que, su país, humillado, contemplase impotente cómo, uno tras otro, la mayor parte de los antiguos países satélites e incluso algunos de los que formaban parte de la Unión Soviética –los bálticos- se arrojaban en brazos de la Unión Europea y de la OTAN.
No se podrá entender lo que ocurre en Ucrania y Siria, los dos frentes calientes más notorios del choque entre los antiguos y nuevos antagonistas, sin tener en cuenta esta sensación de asedio, de acoso permanente, que sufre Rusia. Más allá del innegable derecho de los pueblos a decidir su destino en libertad –que EE UU sólo respeta cuando le interesa-, lo que Putin defiende hoy en romper ese cerco, siquiera parcialmente, y conservar una parte del peso que un día tuvo en dos regiones de vital importancia estratégica y económica: Europa Central y Oriente Próximo.
Es nacionalismo, pero sobre todo es pragmatismo, y no solo por el gas y el petróleo, sino de carácter global, porque Rusia no puede aspirar a defender adecuadamente sus intereses económicos y estratégicos sin mantener en el exterior una influencia notable, al menos en las zonas sobre las que ejerció su influencia hasta la explosión del imperio soviético.
Desde Occidente se insiste en presentar a Putin como un líder con una ambición desmedida, un sátrapa sediento de poder, que controla la judicatura, ha implantado un régimen de virtual partido único, reprime a la oposición y las libertades, y está dispuesto a no pararse en medios para devolver a su país al rango de superpotencia que cree merecer, entre otras cosas por su aterrador arsenal nuclear.
Es cierto que el presidente ruso tiene un perfil con notables aspectos siniestros –como pueden atestiguar sus enemigos políticos- y no parece que le importen demasiado los medios a emplear para conseguir sus fines, pero será difícil avanzar hacia una convergencia de intereses o al menos una coexistencia pacífica –expresión que hizo fortuna en la antigua guerra fría- si no se intenta comprender sus razones.
Son muy escasas, por ejemplo, las voces que se alzan desde Occidente para denunciar la prepotencia con la que han actuado en Ucrania tanto Estados Unidos como la Unión Europea, propiciando un golpe de Estado –por mucho que se presente como “revolución democrática”- que derribó un Gobierno libremente elegido en las urnas. El gran error de Víktor Yanukóvich –incluso más allá de permitir una corrupción generalizada- fue apostar entre dos opciones igualmente legítimas por estrechar lazos con Rusia en lugar de con la UE, por motivos tan pragmáticos como la dependencia energética de Moscú y tan espirituales como respetar la huella de una secular historia común.
Una actuación más inteligente por parte de Occidente quizás habría conseguido que Ucrania siguiera siendo una democracia y un país unido, con fuertes lazos con Occidente además de con Rusia –una plasmación de su condición de país frontera- y que su poderoso vecino no se hubiera tragado Crimea –revirtiendo el regalo de Nikita Jruschov-, algo que ya no tiene vuelta atrás. Si ahora se quiere encontrar una solución definitiva a la crisis que evite que se consolide la partición de facto, la única alternativa es que, además de que Kíev dé por perdida la península, se abra un diálogo, no ya tan sólo entre Ucrania y Rusia, sino sobre todo de ésta con Estados Unidos y la UE.
Un eventual compromiso, de mayor alcance que el respeto a los acuerdos de Minsk, es difícil de imaginar mientras se mantengan las sanciones económicas a Moscú. Aunque están dañando gravemente la economía rusa –agobiada también por el derrumbe del precio del crudo-, no hacen tambalearse a Putin, muy firme en su poltrona y que cuenta con el apoyo abrumador de una población que le ve como el paladín del orgullo nacional perdido.
Algo parecido podría decirse respecto a Siria, donde el choque con los intereses occidentales es cada vez más notorio, pese a que hubo un momento en que pareció existir una convergencia de intereses, basada en la necesidad de combatir al enemigo común, el Estado Islámico. Sobre la emergencia de éste, por cierto, tiene una responsabilidad directa Estados Unidos, a causa de una interminable cadena de errores y de la falta de habilidad política que han convertido una región de dictadores, pero estable, en un campo de batalla donde la estabilidad –por no hablar de la democracia- es un sueño roto. Si con la experiencia actual se pudiera dar marcha atrás en el tiempo sería difícil negar que las guerras de los Bush –padre e hijo- fueron los barros que trajeron estos lodos.
Putin actúa en Siria con una concreción de sus fines que se echa en falta en la coalición internacional que dirige Estados Unidos, donde con frecuencia chocan los intereses particulares de los países que la forman, de tal forma que algunos de ellos, como Arabia Saudí, constituyen un factor de discordia más que de solución. Por contra, el líder del Kremlin lo tiene muy claro: su gran aliado en la región es hoy por hoy el régimen de Bachar el Asad, y en su defensa pone toda la carne en el asador, aunque oficialmente, su objetivo sea el mismo que el de la coalición: combatir al EI.
La intervención militar rusa, la masiva campaña de bombardeos, explica que el Ejército sirio no solo haya recuperado la iniciativa sino que haya reconquistado gran parte del terreno perdido en cinco años de guerra. Aunque eso no garantice que Asad controlará algún día la totalidad del país, sí apunta a consolidar un soporte territorial suficiente para la supervivencia del régimen, aunque éste sea el principal responsable de la mayoría de las más de 250.000 muertes que se ha cobrado ya la guerra. Asad no es el socio ideal, pero es el único que hoy por hoy tiene Putin, el que mejor puede preservar los intereses rusos en la región.
Rusia, pese a que su ofensiva aérea ha causado muchas de las víctimas civiles de las últimas semanas, se ha convertido en factor esencial en cualquier negociación de paz, lo que explica que el reciente acuerdo de alto el fuego y para paliar la horrenda situación humanitaria haya tenido como protagonistas más visibles a su ministro de Exteriores, Serguéi Lavrov, y al secretario de Estado norteamericano, John Kerry. La prueba de la fragilidad de ese compromiso es que ambos han puesto luego de relieve la dificultad de que se aplique.
La principal conclusión de lo que está pasando es que, como en la antigua guerra fría, Rusia y Estados Unidos (y sus aliados) defienden intereses contrapuestos, tanto en Ucrania como en Siria. Y si no se quiere caer en el sectarismo, lo lógico es que, al analizar la situación, se parta de la base de considerar igualmente dignas (o indignas) de tenerse en cuenta las posiciones que defiende cada uno de ellos. Solo desde la asunción de ese principio, y actuando con la máxima prudencia para evitar incidentes como el derribo de un avión ruso sobre el cielo turco, se podría llegar a un diálogo global que elimine las causas del enfrentamiento y explore las vías para eliminar sus causas.
De momento no cabe hablar con propiedad de nueva guerra fría, pero si no se extreman las precauciones y se actúa con buena voluntad, podría incluso hacerse aún más caliente, aunque sea como en Siria por terceros interpuestos. Lo que, por cierto, ocurría ya en la vieja guerra fría.
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