.
Tom Engelhardt
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Esto no tiene nada que ver con Trump; lo digo en serio...
Desde que el primer escriba grabó un panegírico a Nabucodonosor en una placa de piedra es razonable pensar que nunca en la historia los medios se han ocupado de una sola persona como está sucediendo con Donald Trump. Durante ya más de una año, a menos que un atentado terrorista sacudiera la vida de Estados Unidos, él es el centro de las noticias, él tema excluyente; mañana, tarde y noche, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Cada una de sus palabras, frases, movimientos, insultos, comentarios hechos al pasar, observaciones improvisadas, reclamos, jactancias, mentiras descaradas, gritos, se han hecho nuestros también. En este tiempo, ha elogiado su plan secreto para destruir al EI (en adelante, el Daesh) y hacerse con el petróleo iraquí. Ha machacado una y otra vez con ese “gran, grueso y hermoso muro”. Ha dado inicio a una campaña que, bastante improbablemente, podría llevarle al Despacho Oval. Para ello ha competido con 17 rivales políticos, entre otros, el “mentiroso” Ted, el “flojo Jeb”, Carly (“¡Miren esa cara! ¿Votaría alguien a eso?”) Fiorini, la “deshonesta Hillary, una Miss Universo (“Miss Regordeta”), la “sobrevalorada” menstruación de Megyn Kelly (“La sale sangre por los ojos, por todas partes”), la socorrida Rossie O’Donnell (“una cerda de gorda y fea cara”), y tantos más. Trump hizo veladas amenazas de asesinato, hizo público su deseo de golpear a alguien en la cara, habló de dispararle a “alguien en medio de la Quinta Avenida”; defendió el tamaño de sus manos y de su ‘ya sabéis qué’; retuiteó mensajes de neonazis y una cita de Mussolini: denunció la deslocalización de empleos y productos estadounidenses mientras deslocaliza sus propios puestos de trabajo; vilipendió a los inmigrantes y trabajadores extranjeros mientras los contrataba; promociona la marca Trump en todas las formas imaginables; tuvo una estrecha amistad con Vladimir Putin; amenazó con permitir la proliferación del armamento nuclear; se quejó amargamente de elecciones amañadas, debates arreglados, moderadores amañados y micrófonos falsos; juró que él, y solo él, es capaz de hacer que Estados Unidos, y por extensión el mundo, vuelva a ser un lugar cuya grandeza solo él mismo puede igualar. Y esto es apenas el comienzo de la lista de cuestiones sobre el tema Donald.
En otras palabras, gracias a la atención de los medios, él está cosechando sin cesar, es la encarnación de nuestro momento estadounidense. No importa lo que se piense de él, la suya ha sido una travesía como nunca habíamos visto antes, un triunfo de primera magnitud, pase lo que pase el 8 de noviembre. Ha hecho brillar su marca; abierto un nuevo hotel en –sí– la avenida de Pennsylvania (donde solía promover y publicitar su carrera presidencial); vendido despiadadamente sus productos; promocionado a sus hijos; canalizado dinero hacia su familia y sus negocios; y, en una tácita alianza (pacto, entente, distensión), mantiene los telediarios de la noche y las redes de televisión de pago nadando en dinero y en el centro de la atención (mientras sigan cotorreando sobre él), a pesar del hecho de que los espectadores más jóvenes estaban emigrando hacia el mundo de las redes sociales, Internet en tiempo real y sus smartphones. Gracias a los millones, miles de millones, tal vez millones de millones, de palabras dedicadas a él por comentaristas, expertos, opinadores, generales y almirantes retirados, ex jefes de espías, ex funcionarios de la administración Bush que no paran de hablar y dios sabe quién más que han poblado las redes de cable diciendo algo sobre Trump durante casi las 24 horas de los siete días de la semana, él y su notable ego, y sus ahora conocidos gestos –y sus mandíbula prominente, su pelo anaranjado, su cara demasiado bronceada, su voz siempre tan fuerte– se ha convertido en el decorado de nuestra vida, algo estrechamente ligado con nuestra realidad. Si Donald fuese una película de acción, algún estudio de Hollywood se estaría derritiendo: nunca una actuación única consiguió semejante publicidad sin interrupción. Nunca habíamos visto nada como él o eso; aun así, con todo lo extraño que pueda ser el fenómeno Trump, si uno se detiene un momento para pensarlo es posible darse cuenta de que hay algo inquietantemente familiar en él, y no es precisamente de The Apprentice ni de Celebrity Apprentice * .
En un mundo en el que muchas cosas merecen que les prestemos atención y no lo consiguen; no es el caso de Donald Trump, Realmente no lo es.
En términos de cualquier candidato presidencial desde George Washington hasta Barack Obama, Trump está muy cerca de ser un bicho raro. Verdaderamente, no hay nadie con quien se le pueda comparar (aparte de, quizás, George Wallace). Algunas veces, su discurso sobre Estados Unidos –y la recuperación de su grandeza– tiene cierta resonancia reaganiana (pero sin nada del brillo ni el encanto de Ronald Reagan). ¿Se atreve usted a compararle con alguno?
Aun así, no nos dejemos engañar. De hecho, como fenómeno, Donald Trump no podría ser más estadounidense que lo que es un trozo de pastel de manzana de McDonald’s. Después de todo, ¿qué podría ser más estadounidense que sus dos papeles principales: vendedor (o buhonero) e ilusionista. Desde P.T. Barnum (que, dicho sea de paso, ya mayor llegó a ser alcalde de Bridgeport, Connecticut) hasta Willy Loman, la venta ha sido un modo típico de ganarse la vida en Estados Unidos. Un hombre que vende su vida y su marca como si fuera la esencia de la vida y marca estadounidenses... vamos, ¿no nos resulta familiar esto?
En cuanto a ser un timador, al menos desde Mark Twain (¿recuerdan al duque de Bridgewater y el Delfín, que se unieron a Huck y Jim en su balsa?) y Herman Malville (The Confidence Man) –dadas las circunstancias, perdonarme la expresión– no puede negarse la presencia del charlatán en la vida de Estados Unidos. Es algo que Donald Trump lleva en los huesos, incluso todos esos expertos y comentaristas y encuestadores (y para el caso, los asesores de Hillary Clinton), no hay un estadounidense que no ame a los timadores. Históricamente, a menudo hemos admirado –si no nos hemos identificado con– a alguien que haya actuado y derrotado al sistema, ya fuera mediante un engaño o mediante una actividad delictiva.
Después del primer debate presidencial, cuando Trump admitió por fin que alguna vez había eludido pagar sus impuestos (“eso me convierte en un tipo listo”) y que había jugado con el sistema impositivo todo lo que había podido, hubo todo aquel bla-bla-bla y la sugerencia de que semejante admisión inquietaría profundamente a los votantes que pagaban los impuestos cuando la agencia de recaudación golpeó a su puerta. No crea esto ni un segundo. Le aseguro que Trump siente que con esas declaraciones está en le medio del Mississippi de la política de Estados Unidos y que un sorprendente número de votantes le admirarán por ello (lo recepten o no). Después de todo, él derrotó al sistema, aunque ellos no lo hagan.
Cada vez que veo a Trump y leo algo sobre sus arreglos empresariales, me acuerdo de Al Capone, el capo del crimen del Chicago de los años veinte del pasado siglo, cuando le dijo al periodista inglés Claud Cockburn: “Oiga, no piense que yo soy uno de esos malditos que quieren darlo vuelta todo... No piense que estoy tratando de derribar el sistema estadounidense. Mis asuntos los manejo según las más estrictas líneas de este país. El capitalismo, llámelo usted como quiera, nos da a todos grandes oportunidades; solo hace falta cogerlas con las dos manos y sacar el mayor provecho posible”. Del mismo modo, los “asuntos” de Trump “son manejados según las más estrictas líneas de este país”. Él es el Tony Soprano del capitalismo de casino, y esto no podría ser más propio de este país.
Mi padre era vendedor. Yo crecí en el borde del universo de la venta, observándole mientras él se preparaba para hacer su trabajo; a pesar de que yo pensaba que rechazaba su mundo, la verdad es que si se dan las posibilidades y las circunstancias adecuadas, todavía me encanta venderme a mí mismo. Es algo adictivo y muy estadounidense. También había otro personaje en ese manido mundo de padres que una vez conocí y ahora reconozco en la aplastante personalidad de Trump: el perdonavidas. Esa pose matonesca, ese agresivo dirigirse al mundo, el modo de llevar tanto el cuerpo como la cara que parece innato y se muestra constantemente amenazante, era lo normal en el mundo en el que me crié. Ese era el aspecto que tenían los padres (y debe de seguir siendo así en muchas familias). Resumiendo, aquello era una parte esencial del mundo pre-trumpiano, una manera, una forma de ser que Donald ha destilado para dar lugar a una icónicamente brutal versión de sí mismo, no la de un perdonavidas tópico –variedad zona de juegos del parque– sino El Perdonavidas. Aun así, al menos para mí –y creo que para muchos compatriotas– no podría ser más reconocible; sospecho que entre quienes han crecido entre bravucones, la idea de tener a semejante perdonavidas en el Despacho Oval y hablando de una vez en nombre de ellos tiene un extraño atractivo.
Por si acaso en este punto estuviese usted asombrado: estoy hablando en serio, esto no tiene nada que ver con Donald Trump.
Aun así, no crea que todo lo que gira alrededor de Donald Trump no tiene nada de nuevo y es algo normal de Estados Unidos. En esta extraña temporada electoral hay aspectos de su papel que son tan novedosos que deberían asustarnos a todos. Comenzando por el hecho de que él es el primer candidato ‘disminucionista’ de nuestra época; dicho de otra manera, es el único político del país que se niega a participar en un ritual, hasta hoy prácticamente imprescindible para quien en este país quiera ser presidente o candidato o ya es presidente: repetir una y otra vez que Estados Unidos es la nación más grande, más excepcional y más indispensable de todos los tiempo y que tiene la “más magnífica fuerza de combate de la historia del mundo”.
Sin duda, esa ya visceral ansia de repetir semejante formulismo emocional refleja una engañosa falta de confianza en relación con el futuro del papel imperial de Estados Unidos. Tiene la calidad de un mantra mágico utilizado para exorcizar la realidad. Después de todo, cuando una gran potencia de verdad está en su apogeo, como lo estaba Estados Unidos cuando yo era joven, nadie sentía la necesidad –como si fuese una continua defensa– de insistir en que así eran las cosas
Trump rompió decididamente con esta manía de la ortodoxia política; esto nos habla tanto del momento que estamos viviendo como de que él está ahora en los tramos finales del proceso eleccionario 2016, no en el basural de la historia de Estados Unidos. Su reclamo, único en este momento, es que EEUU de ningún modo es grande, aunque él (y solo él) ¡puede –siéntanse libres de cantarlo conmigo– recuperar la grandeza de Estados Unidos! Sumemos a esto la insistencia de Trump en cuanto a que las fuerzas armadas de este país durante la administración Obama han sido cualquier cosa menos la más magnífica fuerza de combate de la historia. Según él, ahora es una fuerza vaciada, un “desastre” y un “desquicio”, cuya oficialidad superior “ha sido reducida a la nada”. No hace tanto tiempo, semejantes palabras habrían descalificado automáticamente a cualquiera que estuviese en la carrera por la presidencia (o algo similar). Que él pueda decirlas continuamente y hacer de las primeras de ellas el eslogan impreso en sus camisetas y gorras de campaña, nos dice que ciertamente estamos en un nuevo mundo estadounidense.
En relación con sus rivales republicanos, y ahora Hillary Clinton, él sigue siendo el único que reconoce –y destaca– el número cada vez mayor de estadounidenses, sobre todo blancos, que han llegado a sentir: que es evidente que este país esté en decadencia, que su grandeza es cosa del pasado o, como a los encuestadores le gusta expresarlo, que Estados Unidos ya no está “yendo en la dirección adecuada” y está ahora “en el camino equivocado”. De esta manera, él se sitúa en una forma de pensar profundamente inducida por la economía que prevalece especialmente entre los trabajadores blancos que ven que muchos buenos empleos han sido deslocalizados, es decir, un mundo cotidiano que se ha deteriorado.
O póngalo de otra manera (y esta podría ser la más novedosa de todas): al menos una parte significativa de la clase trabajadora blanca siente como si –sea económicamente, sea psicológicamente– tuviera la espalda contra el muro y ya no quedara un sitio adónde ir. Es evidente que en estas circunstancias, muchos de esos votantes han decidido que están preparados para lanzarse literalmente contra la Casa Blanca; están dispuestos a aprovechar el derrumbe del tejado, incluso aunque éste les caiga encima.
Este es el nuevo e irreconocible papel que Donald Trump ha escogido. Cuesta mucho encontrar un caso parecido en nuestro pasado reciente. Donald representa, como a un amigo mío le agrada decir, el terrorista suicida que todos tenemos dentro. Votar por él, entre otras cosas, será un acto de nihilismo, algo que encaja muy bien con la decadencia imperial.
Piense en él como si fuera un mensaje en botella que la marea trajo a nuestra playa. Después de todo...
... esto nada tiene que ver con Donald Trump. La cosa va con nosotros.
* Se trata de dos shows que son televisados en Estados Unidos. (N. del T.)
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176195/tomgram%3A_engelhardt%2C_this_is_not_about_donald_trump/#more
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.
Donald Trump |
Tiempos de decadencia, de pastel de manzana y del terrorista suicida escogido de Estados Unidos
Tom Engelhardt
TomDispatch
Traducción del inglés para Rebelión de Carlos Riba García
Esto no tiene nada que ver con Trump; lo digo en serio...
Desde que el primer escriba grabó un panegírico a Nabucodonosor en una placa de piedra es razonable pensar que nunca en la historia los medios se han ocupado de una sola persona como está sucediendo con Donald Trump. Durante ya más de una año, a menos que un atentado terrorista sacudiera la vida de Estados Unidos, él es el centro de las noticias, él tema excluyente; mañana, tarde y noche, día tras día, semana tras semana, mes tras mes. Cada una de sus palabras, frases, movimientos, insultos, comentarios hechos al pasar, observaciones improvisadas, reclamos, jactancias, mentiras descaradas, gritos, se han hecho nuestros también. En este tiempo, ha elogiado su plan secreto para destruir al EI (en adelante, el Daesh) y hacerse con el petróleo iraquí. Ha machacado una y otra vez con ese “gran, grueso y hermoso muro”. Ha dado inicio a una campaña que, bastante improbablemente, podría llevarle al Despacho Oval. Para ello ha competido con 17 rivales políticos, entre otros, el “mentiroso” Ted, el “flojo Jeb”, Carly (“¡Miren esa cara! ¿Votaría alguien a eso?”) Fiorini, la “deshonesta Hillary, una Miss Universo (“Miss Regordeta”), la “sobrevalorada” menstruación de Megyn Kelly (“La sale sangre por los ojos, por todas partes”), la socorrida Rossie O’Donnell (“una cerda de gorda y fea cara”), y tantos más. Trump hizo veladas amenazas de asesinato, hizo público su deseo de golpear a alguien en la cara, habló de dispararle a “alguien en medio de la Quinta Avenida”; defendió el tamaño de sus manos y de su ‘ya sabéis qué’; retuiteó mensajes de neonazis y una cita de Mussolini: denunció la deslocalización de empleos y productos estadounidenses mientras deslocaliza sus propios puestos de trabajo; vilipendió a los inmigrantes y trabajadores extranjeros mientras los contrataba; promociona la marca Trump en todas las formas imaginables; tuvo una estrecha amistad con Vladimir Putin; amenazó con permitir la proliferación del armamento nuclear; se quejó amargamente de elecciones amañadas, debates arreglados, moderadores amañados y micrófonos falsos; juró que él, y solo él, es capaz de hacer que Estados Unidos, y por extensión el mundo, vuelva a ser un lugar cuya grandeza solo él mismo puede igualar. Y esto es apenas el comienzo de la lista de cuestiones sobre el tema Donald.
En otras palabras, gracias a la atención de los medios, él está cosechando sin cesar, es la encarnación de nuestro momento estadounidense. No importa lo que se piense de él, la suya ha sido una travesía como nunca habíamos visto antes, un triunfo de primera magnitud, pase lo que pase el 8 de noviembre. Ha hecho brillar su marca; abierto un nuevo hotel en –sí– la avenida de Pennsylvania (donde solía promover y publicitar su carrera presidencial); vendido despiadadamente sus productos; promocionado a sus hijos; canalizado dinero hacia su familia y sus negocios; y, en una tácita alianza (pacto, entente, distensión), mantiene los telediarios de la noche y las redes de televisión de pago nadando en dinero y en el centro de la atención (mientras sigan cotorreando sobre él), a pesar del hecho de que los espectadores más jóvenes estaban emigrando hacia el mundo de las redes sociales, Internet en tiempo real y sus smartphones. Gracias a los millones, miles de millones, tal vez millones de millones, de palabras dedicadas a él por comentaristas, expertos, opinadores, generales y almirantes retirados, ex jefes de espías, ex funcionarios de la administración Bush que no paran de hablar y dios sabe quién más que han poblado las redes de cable diciendo algo sobre Trump durante casi las 24 horas de los siete días de la semana, él y su notable ego, y sus ahora conocidos gestos –y sus mandíbula prominente, su pelo anaranjado, su cara demasiado bronceada, su voz siempre tan fuerte– se ha convertido en el decorado de nuestra vida, algo estrechamente ligado con nuestra realidad. Si Donald fuese una película de acción, algún estudio de Hollywood se estaría derritiendo: nunca una actuación única consiguió semejante publicidad sin interrupción. Nunca habíamos visto nada como él o eso; aun así, con todo lo extraño que pueda ser el fenómeno Trump, si uno se detiene un momento para pensarlo es posible darse cuenta de que hay algo inquietantemente familiar en él, y no es precisamente de The Apprentice ni de Celebrity Apprentice * .
En un mundo en el que muchas cosas merecen que les prestemos atención y no lo consiguen; no es el caso de Donald Trump, Realmente no lo es.
En términos de cualquier candidato presidencial desde George Washington hasta Barack Obama, Trump está muy cerca de ser un bicho raro. Verdaderamente, no hay nadie con quien se le pueda comparar (aparte de, quizás, George Wallace). Algunas veces, su discurso sobre Estados Unidos –y la recuperación de su grandeza– tiene cierta resonancia reaganiana (pero sin nada del brillo ni el encanto de Ronald Reagan). ¿Se atreve usted a compararle con alguno?
Aun así, no nos dejemos engañar. De hecho, como fenómeno, Donald Trump no podría ser más estadounidense que lo que es un trozo de pastel de manzana de McDonald’s. Después de todo, ¿qué podría ser más estadounidense que sus dos papeles principales: vendedor (o buhonero) e ilusionista. Desde P.T. Barnum (que, dicho sea de paso, ya mayor llegó a ser alcalde de Bridgeport, Connecticut) hasta Willy Loman, la venta ha sido un modo típico de ganarse la vida en Estados Unidos. Un hombre que vende su vida y su marca como si fuera la esencia de la vida y marca estadounidenses... vamos, ¿no nos resulta familiar esto?
En cuanto a ser un timador, al menos desde Mark Twain (¿recuerdan al duque de Bridgewater y el Delfín, que se unieron a Huck y Jim en su balsa?) y Herman Malville (The Confidence Man) –dadas las circunstancias, perdonarme la expresión– no puede negarse la presencia del charlatán en la vida de Estados Unidos. Es algo que Donald Trump lleva en los huesos, incluso todos esos expertos y comentaristas y encuestadores (y para el caso, los asesores de Hillary Clinton), no hay un estadounidense que no ame a los timadores. Históricamente, a menudo hemos admirado –si no nos hemos identificado con– a alguien que haya actuado y derrotado al sistema, ya fuera mediante un engaño o mediante una actividad delictiva.
Después del primer debate presidencial, cuando Trump admitió por fin que alguna vez había eludido pagar sus impuestos (“eso me convierte en un tipo listo”) y que había jugado con el sistema impositivo todo lo que había podido, hubo todo aquel bla-bla-bla y la sugerencia de que semejante admisión inquietaría profundamente a los votantes que pagaban los impuestos cuando la agencia de recaudación golpeó a su puerta. No crea esto ni un segundo. Le aseguro que Trump siente que con esas declaraciones está en le medio del Mississippi de la política de Estados Unidos y que un sorprendente número de votantes le admirarán por ello (lo recepten o no). Después de todo, él derrotó al sistema, aunque ellos no lo hagan.
Cada vez que veo a Trump y leo algo sobre sus arreglos empresariales, me acuerdo de Al Capone, el capo del crimen del Chicago de los años veinte del pasado siglo, cuando le dijo al periodista inglés Claud Cockburn: “Oiga, no piense que yo soy uno de esos malditos que quieren darlo vuelta todo... No piense que estoy tratando de derribar el sistema estadounidense. Mis asuntos los manejo según las más estrictas líneas de este país. El capitalismo, llámelo usted como quiera, nos da a todos grandes oportunidades; solo hace falta cogerlas con las dos manos y sacar el mayor provecho posible”. Del mismo modo, los “asuntos” de Trump “son manejados según las más estrictas líneas de este país”. Él es el Tony Soprano del capitalismo de casino, y esto no podría ser más propio de este país.
Mi padre era vendedor. Yo crecí en el borde del universo de la venta, observándole mientras él se preparaba para hacer su trabajo; a pesar de que yo pensaba que rechazaba su mundo, la verdad es que si se dan las posibilidades y las circunstancias adecuadas, todavía me encanta venderme a mí mismo. Es algo adictivo y muy estadounidense. También había otro personaje en ese manido mundo de padres que una vez conocí y ahora reconozco en la aplastante personalidad de Trump: el perdonavidas. Esa pose matonesca, ese agresivo dirigirse al mundo, el modo de llevar tanto el cuerpo como la cara que parece innato y se muestra constantemente amenazante, era lo normal en el mundo en el que me crié. Ese era el aspecto que tenían los padres (y debe de seguir siendo así en muchas familias). Resumiendo, aquello era una parte esencial del mundo pre-trumpiano, una manera, una forma de ser que Donald ha destilado para dar lugar a una icónicamente brutal versión de sí mismo, no la de un perdonavidas tópico –variedad zona de juegos del parque– sino El Perdonavidas. Aun así, al menos para mí –y creo que para muchos compatriotas– no podría ser más reconocible; sospecho que entre quienes han crecido entre bravucones, la idea de tener a semejante perdonavidas en el Despacho Oval y hablando de una vez en nombre de ellos tiene un extraño atractivo.
Por si acaso en este punto estuviese usted asombrado: estoy hablando en serio, esto no tiene nada que ver con Donald Trump.
Aun así, no crea que todo lo que gira alrededor de Donald Trump no tiene nada de nuevo y es algo normal de Estados Unidos. En esta extraña temporada electoral hay aspectos de su papel que son tan novedosos que deberían asustarnos a todos. Comenzando por el hecho de que él es el primer candidato ‘disminucionista’ de nuestra época; dicho de otra manera, es el único político del país que se niega a participar en un ritual, hasta hoy prácticamente imprescindible para quien en este país quiera ser presidente o candidato o ya es presidente: repetir una y otra vez que Estados Unidos es la nación más grande, más excepcional y más indispensable de todos los tiempo y que tiene la “más magnífica fuerza de combate de la historia del mundo”.
Sin duda, esa ya visceral ansia de repetir semejante formulismo emocional refleja una engañosa falta de confianza en relación con el futuro del papel imperial de Estados Unidos. Tiene la calidad de un mantra mágico utilizado para exorcizar la realidad. Después de todo, cuando una gran potencia de verdad está en su apogeo, como lo estaba Estados Unidos cuando yo era joven, nadie sentía la necesidad –como si fuese una continua defensa– de insistir en que así eran las cosas
Trump rompió decididamente con esta manía de la ortodoxia política; esto nos habla tanto del momento que estamos viviendo como de que él está ahora en los tramos finales del proceso eleccionario 2016, no en el basural de la historia de Estados Unidos. Su reclamo, único en este momento, es que EEUU de ningún modo es grande, aunque él (y solo él) ¡puede –siéntanse libres de cantarlo conmigo– recuperar la grandeza de Estados Unidos! Sumemos a esto la insistencia de Trump en cuanto a que las fuerzas armadas de este país durante la administración Obama han sido cualquier cosa menos la más magnífica fuerza de combate de la historia. Según él, ahora es una fuerza vaciada, un “desastre” y un “desquicio”, cuya oficialidad superior “ha sido reducida a la nada”. No hace tanto tiempo, semejantes palabras habrían descalificado automáticamente a cualquiera que estuviese en la carrera por la presidencia (o algo similar). Que él pueda decirlas continuamente y hacer de las primeras de ellas el eslogan impreso en sus camisetas y gorras de campaña, nos dice que ciertamente estamos en un nuevo mundo estadounidense.
En relación con sus rivales republicanos, y ahora Hillary Clinton, él sigue siendo el único que reconoce –y destaca– el número cada vez mayor de estadounidenses, sobre todo blancos, que han llegado a sentir: que es evidente que este país esté en decadencia, que su grandeza es cosa del pasado o, como a los encuestadores le gusta expresarlo, que Estados Unidos ya no está “yendo en la dirección adecuada” y está ahora “en el camino equivocado”. De esta manera, él se sitúa en una forma de pensar profundamente inducida por la economía que prevalece especialmente entre los trabajadores blancos que ven que muchos buenos empleos han sido deslocalizados, es decir, un mundo cotidiano que se ha deteriorado.
O póngalo de otra manera (y esta podría ser la más novedosa de todas): al menos una parte significativa de la clase trabajadora blanca siente como si –sea económicamente, sea psicológicamente– tuviera la espalda contra el muro y ya no quedara un sitio adónde ir. Es evidente que en estas circunstancias, muchos de esos votantes han decidido que están preparados para lanzarse literalmente contra la Casa Blanca; están dispuestos a aprovechar el derrumbe del tejado, incluso aunque éste les caiga encima.
Este es el nuevo e irreconocible papel que Donald Trump ha escogido. Cuesta mucho encontrar un caso parecido en nuestro pasado reciente. Donald representa, como a un amigo mío le agrada decir, el terrorista suicida que todos tenemos dentro. Votar por él, entre otras cosas, será un acto de nihilismo, algo que encaja muy bien con la decadencia imperial.
Piense en él como si fuera un mensaje en botella que la marea trajo a nuestra playa. Después de todo...
... esto nada tiene que ver con Donald Trump. La cosa va con nosotros.
* Se trata de dos shows que son televisados en Estados Unidos. (N. del T.)
Tom Engelhardt es cofundador del American Empire Project, autor de The United States of Fear y de una historia de la Guerra Fría, The End of Victory Culture. Forma parte del cuerpo docente del Nation Institute y es administrador de TomDispatch.com. Su libro más reciente es Shadow Government: Surveillance, Secret Wars, and a Global Security State in a Single-Superpower World.
Fuente: http://www.tomdispatch.com/post/176195/tomgram%3A_engelhardt%2C_this_is_not_about_donald_trump/#more
Esta traducción puede reproducirse libremente a condición de respetar su integridad y mencionar al autor, al traductor y Rebelión como fuente de la misma.
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