Rebeca Martínez
En 1966, ante la evidente pérdida de impulso que acompañó al Partido Comunista Chino en los albores de su revolución, Mao agitó a la pata más radical del partido, los estudiantes, para que se opusiera a la “senda capitalista” que habían tomado algunos de sus dirigentes y que amenazaba con asfixiar la impronta transformadora del movimiento. El ataque se dirigía contra los cuadros del partido y ciertos sectores del aparato del Estado que habían sido acusados de traicionar al pueblo. Algunos, que vieron en esa ofensiva una ruptura con la línea de Moscú, tildaron a Mao de trotskista. Sin embargo, hilando más fino, el historiador Isaac Deustcher/1 advirtió que detrás de toda esa retórica radical de la revolución cultural se escondía una lucha de poder en la que Mao utilizaba ciertos descontentos para apuntalar su posición dominante tras una década de políticas erráticas, en ningún momento cuestionadas por la revolución cultural. Lo que el análisis de Deustcher ponía de relieve es que lo que aconteció fue un ajuste de cuentas intra-burocrático por parte del sector de la futura élite (el estudiantado desclasado) contra un sector de la vieja guardia ante la pasividad de la mayoría del país, los obreros y el campesinado.
Si bien esta no deja de ser la fotografía de una experiencia particular muy poco extrapolable a los análisis políticos actuales (nos gusta utilizar ejemplos históricos como metáforas “pop”), el desarrollo de la historia la hace relevante por contener un problema que se ha venido repitiendo una y otra vez en la historia: cómo combatir la burocratización, el acomodo y el apalancamiento de un movimiento transformador. Es el mismo fantasma que dividió al partido alemán Los Verdes cuando su sector más derechista se alió con la socialdemocracia, el que llevó a Tsipras a claudicar frente al memorándum impuesto por la troika a Grecia y el mismo cuya estela, a tenor de las últimas tensiones y del giro “maoísta” de Pablo Iglesias, pueden haber empezado a intuir en la formación morada.
Resolver la sempiterna fricción que se produce en el seno de un movimiento que quiere disputar el poder por la vía de la política electoral, construyendo a la vez un contrapoder popular organizado que todavía no existe es una tarea muy laboriosa que escapa al objetivo y la competencia de este artículo. Nos limitaremos a repasar algunas dinámicas que alimentan el “adaptacionismo” de un partido como Podemos como primer paso para pensar opciones en la construcción de un partido-movimiento que se organice más que como un sindicato social que como un partido comunista tradicional.
Ernest Mandel/2 llamó “dialéctica de las conquistas parciales” a esa actitud acomodaticia por la que se defiende el orden existente de los acontecimientos y las organizaciones ante el temor de que cualquier cambio suponga un retroceso en las conquistas logradas. Esta ha sido la conducta que dirigentes socialdemócratas han adoptado como connatural y que puede encontrar la imagen de su paroxismo en figuras como la de Felipe González. Pero ni siquiera la generación de “nuevos políticos” está a salvo de ella. Que dirigentes y cargos públicos de partidos que nacen con vocación de transformación incorporen este adaptacionismo a su quehacer diario es un riesgo muy previsible que tiene, por un lado, aspectos subjetivos, como la condición de clase de algunos de ellos que de repente cuentan con ciertos privilegios materiales y de “capital social” que quieren proteger, y por otro lado exógenos, donde entra en juego la condición de precariedad laboral existente.
El peligro de esta tendencia “conservadora” es evidente, pues puede llevar a la creación de una nueva clase política, con sus códigos, sus pandillas, sus costumbres y su modo de vida. Y no nos basamos en una abstracción, sino en concreciones. El salario de cualquier post-universitario que trabaje en el mercado laboral ronda los 900 euros, mientras que en Podemos puede ganar el doble, con unas condiciones, además, que salvan la precariedad de las contrataciones actuales más allá de lo económico: un entorno cómodo, “amigable”, prometedor en cuanto a desarrollo personal y una tendencia a percibir las preocupaciones internas, eso que en uso coloquial se conoce como “fontanería”, como los debates que ocupan a la sociedad y el movimiento en su conjunto.
¿Cómo se llega a esto? El proceso de reconstrucción organizativa de Podemos en la Comunidad de Madrid ha sido un buen escenario para vislumbrar ciertas claves. La manera en que han aparecido las candidaturas y el desarrollo del diálogo entre ellas señala un debate ciertamente “viciado” que en realidad solo interesa a los cargos y la militancia más involucrada y que pilla de lejos a una mayoría de simpatizantes. Esto no es una contingencia, sino que responde a un modelo de partido que sigue la forma de una pirámide invertida, donde se ha dedicado mucho esfuerzo a la creación de cargos y puestos por arriba, a construir caras públicas como herramientas para aumentar las cuotas de poder, y poco en la formación de cuadros y militancia por abajo, a la valorización de intelectuales orgánicos ligados a las clases populares. A estas alturas, para invertir esta pirámide, robustecer los cimientos y echar raíces en lo social, no es suficiente con guiños tácticos inestables, se exige una intervención a fondo que sacuda la estructura del modelo actual y, sobre todo, una “revolución cultural” que transforme la noción de partido fuera y dentro de la organización.
En el fondo, el reto que encaramos es el de encontrar un equilibrio entre la noción que tenían Rosa Luxemburgo y Lenin sobre el papel del partido; es decir, aspirar a construir una organización que conecte con las experiencias más avanzadas y las utilice como palanca para desarrollar una fuerza antagonista de las clases subalternas. La acción política transformadora no puede limitarse a acompañar estas reivindicaciones populares desde una postura conservadora y pasiva que no pretende elevarlas. Hay que construir una nueva voluntad colectiva consciente, que, respetando la autonomía del movimiento, conjugue teoría y práctica y dé un sentir político a la heterogeneidad de la reivindicación, que expanda el conflicto a los sectores clave de la sociedad.
En una organización donde la tarea teórica e intelectual recae sobre una élite reducida, esta praxis directiva queda bastante limitada y con frecuencia lleva a la representación “desde fuera” del movimiento real y a instrumentalizar las demandas y los conflictos para un rédito electoral. No basta, aunque sea necesario, con que los cargos públicos asistan a las movilizaciones a hacerse fotos para las redes sociales. Para que estas acciones no se conviertan en un fetiche estético tienen que ser una muestra del conflicto social, una experiencia. Por decirlo de otra forma, lo realmente interesante es que fuese la gente del común la que se sintiese parte de su proceso de lucha y emancipación, los intelectuales orgánicos de la misma. Los “representantes” pueden ser una buena herramienta para ello si superan la representación y se ligan a la gente en su vida cotidiana, a sus problemáticas en los espacios reales, como los barrios, generando vínculos reales.
A veces, por lo engorroso del asunto, la tendencia a resolver la dialéctica entre calle e institución pasa por el divorcio entre ambas. Por un lado, queda una dirección autonomizada que da preferencia a la pragmaticidad en su día a día y que apela a su pasado movimentista para legitimar su posición, y por otro, unos movimientos sociales que se reafirman en su anti-partidismo y circunscriben sus protestas en el plano no parlamentario, reforzando ese “sentido común” que señala como problema la existencia misma de parlamentarios porque “todos son iguales”.
Volviendo al orden organizativo interno, las medidas para favorecer la paridad, la no acumulación de cargos, la rotación y la limitación de salarios son todas medidas orientadas hacia la pluralidad y a evitar el hiato con las clases populares, pero para la transformación que se exige son insuficientes. Son normas oportunas, pero ciertamente “superficiales”, en el sentido de que hasta los partidos más conservadores pueden reabsorberlas como propias. Por otro lado, pueden incluso suponer salidas falsas a los problemas que afrontamos. En lo que respecta a la limitación de salarios o al recorte en las contrataciones (liberaciones) la paradoja se presenta clara, pues el “no profesionalismo” de la política podría incentivar que sólo se dedicaran a ella perfiles muy concretos. El peligro no es poder “vivir de la política”, sino que no salvemos las limitaciones (teóricas, materiales, etc.) que impiden que “cualquiera” pueda hacerlo. Del mismo modo, la excesiva rotación de cargos puede limitar también el buen desempeño de la labor política, pues cuando el representante público viene a adquirir competencia en su trabajo, tiene que abandonarlo. Otto Wolf problematiza bien esta limitación/3 y propone algunas salidas que bien merecen una consideración, como que la rotación se haga entre diferentes tipos de cargos, que alternen el área institucional con otras más apegadas a la calle.
Concluyendo, el problema de fondo está en ese dualismo que oscila entre el fetichismo institucional (¡todo se cambia a través de las instituciones!) y el no saber muy bien qué hacer con las posiciones políticas conquistadas, que acaban dedicándose a las peleas internas o a construir caras públicas en vez de a la construcción de contrapoderes, de poder popular, de instituciones antagonistas a las del régimen y de los poderes económicos. Uno de los grandes aportes teóricos del marxismo de los últimos tiempos ha venido de la mano de lo espacial, de la necesidad de revalorizar el territorio para crear comunidad y lucha transformadora. ¿Por qué no dedicar los ingentes recursos de la política institucional a poner a funcionar centros sociales abiertos y construidos desde los barrios (no locales de partido)? ¿Por qué no repartir las tareas de los “cargos públicos” para que pasen más tiempo en estos espacios concretos, construyendo de forma directa, paciente, menos esclavos de los ritmos de la política de la “cara pública” y más al servicio de establecer confianzas desde la cercanía con las clases populares? Seguramente luciría menos, pero construiría bastante más.
22/10/2016
Rebeca Martínez es militante de Anticapitalistas y activista social
Fuente: Viento Sur
Notas:
1/ Entrevista realizada por Ernest Tate por encargo de la revista italiana La Sinistra en septiembre de 1966. Recuperado el 21 de octubre de la url: https://www.marxists.org/espanol/deutscher/1966/revolucion_cultural.htm
2/ Mandel, E. (1969): “La burocracia”. Marxists Internet Archive. Recuperado el 21 de octubre en la url: https://www.marxists.org/espanol/mandel/1969/burocracia.htm
3/ Otto Wolf, F. (2007): “¿Se pueden aprender lecciones de la experiencia de la izquierda verdealternativa? (y II)”. Viento Sur, 91, pp. 9-23.
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