Los líderes del PP, Mariano Rajoy; del PSOE, Pedro Sánchez, y de Podemos, Pablo Iglesias (EFE) |
- El Gran Centro no decae, PSOE y Ciudadanos acuerdan seguir juntos
Enric Juliana, Madrid
Ante la estupefacción de los principales gobiernos occidentales, España, el quinto país más poblado de la Unión y pilar imprescindible del castigado Sur de Europa, se adentra en una crisis política con pocos precedentes. La pequeña Bélgica, que ostenta el récord europeo de gobierno vacante, es un artificio inestable dentro del campo carolingio. Tiene buena red. El parangón con Italia tampoco sirve. Durante más de cuarenta años, Italia tuvo gobiernos de quita y pon, porque en ese país la figura del primer ministro es frágil: no puede disolver el Parlamento (competencia del presidente de la República) y está sometido a un bicameralismo perfecto. Si un día pierdes la confianza del Senado, adiós. Así cayó Silvio Berlusconi.
El primer ministro español es mucho más fuerte. Tiene la potestad de disolver el Parlamento y convocar elecciones, sólo puede ser derribado por una moción de censura constructiva, y el Senado no le puede hacer mucho daño si le es hostil. Una vez elegido, el presidente español manda. Por ello es tan difícil elegirle en el actual laberinto. Esa es la cuestión: el presidente del gobierno de España manda, tiene la llave de las elecciones y no es fácil derribarle.
Una crisis política sin precedentes. Un Parlamento muy fragmentado. Un sistema de partidos roto por el descontento social y la irritación juvenil. Una frágil recuperación que no llega a todos. Señales de ralentización de la economía en los dos primeros meses del año: en parte por la compleja coyuntura internacional, en parte por la incertidumbre política doméstica. Una monarquía sometida a prueba. El problema de Catalunya –que no es de convivencia entre los catalanes–. El debilitamiento de las oportunidades de negocio en Latinoamérica. Y una cierta desmoralización colectiva. Un país angustiado, que teme haber entrado en un penoso declive, después de más de dos décadas de optimismo despolitizado. España 2016. Un problema europeo.
Setenta más sesenta más cincuenta. Ciento ochenta días de rigurosa interinidad si no se logra un acuerdo antes del 2 de mayo. La primera fase, ya concluida, la podríamos llamar balnearia. Son los setenta días que discurrieron entre las elecciones del 20 de diciembre y la primera comparecencia de Pedro Sánchez en el Congreso, el 1 de marzo.
La segunda fase se inició la madrugada del 2 de marzo, después de la primera votación de la candidatura de Sánchez. Sesenta días para encontrar gobierno. La fase seria. La fase agónica.
Tercera fase, si no hay acuerdo: cincuenta días entre la convocatoria de elecciones y la celebración de estas, el 26 de junio. La fase incógnita. ¿Cuál sería la reacción de la gente después de más de seis meses de bloqueo? Es fácil especular con la repetición de las elecciones. Más difícil será afrontarlas. Los catalanes tienen alguna experiencia al respecto.
Primeros movimientos, ayer, después de la investidura fallida. El Gran Centro no decae. Los equipos negociadores del PSOE y Ciudadanos se reunieron en un hotel de Madrid y acordaron negociar juntos con las otras fuerzas. El Gran Centro se convierte en un perímetro estable. Un espacio operativo. He ahí una novedad importante. El Gran Centro cuenta con 130 diputados, ocho más que el Partido Popular. Presión para Mariano Rajoy. Presión, también, para Podemos.
Mariano Rajoy (Angel Navarrete - Bloomberg) |
La mineralización de Mariano Rajoy
Después del 20 de diciembre, Mariano Rajoy creyó posible conducir la situación hacia un limbo constitucional. Ante la imposibilidad de un encargo viable, buscar la senda que permitiese repetir las elecciones lo más rápidamente posible. Decir a los españoles: “Bien, ya os habéis desahogado, ahora votad de otra manera para que el país sea gobernable”. El 20-D podía tener una rápida segunda vuelta, después de Pascua, en la que el Partido Popular esperaba reabsorber parte del voto de Ciudadanos, manteniéndose la división de la izquierda, quizá acentuada por un mayor avance de Podemos. Un Partido Popular con 140 diputados podía obligar a un PSOE todavía más débil a firmar la “gran coalición”. Susana Díaz se perfilaba como una excelente interlocutora. Esa era la idea en Moncloa a mediados de enero.
Encargo imposible. Limbo constitucional. La senda la podía abrir un informe del Consejo de Estado. La Brigada Aranzadi, siempre a punto. El Rey no aceptó ese supuesto, que podía poner en cuestión su neutralidad política. Felipe VI propuso el encargo a Rajoy, y este lo rehusó (22 de enero). Pedro Sánchez levantó la mano. Tras una segunda ronda de consultas, el jefe del Estado dio el encargo al secretario general socialista (3 de febrero).
El limbo constitucional se desvanecía. Ya no hacía falta reunir al Consejo de Estado. Mientras arreciaban las noticias negativas sobre los casos de corrupción en el PP –“no es una casualidad”, dijo el ministro del Interior–, Rajoy vio cómo la iniciativa política escapaba de sus manos por primera vez en cinco años. Por primera vez desde que José Luis Rodríguez Zapatero se vio obligado a renunciar a su política económica, en el 2010.
Rajoy se ha mineralizado. Aguantar, aguantar, aguantar, hasta que el PSOE ceda. Esa es su consigna. El PP mantiene la disciplina, pero las tensiones se acumulan en su interior. En el debate de investidura les ha sorprendido la audacia de Albert Rivera, pidiendo la indisciplina de los diputados populares. Algo así no ocurría desde los malos tiempos de UCD. Y ahora, PSOE y Ciudadanos deciden seguir juntos para negociar. Rajoy puede ser víctima del Gran Centro.
Pedro Sánchez (Gerard Julien - AFP) |
Pedro Sánchez, el masovero valiente
Después de su inesperada elección como secretario general socialista, en julio del 2014, Pedro Sánchez se convertía en el masovero del PSOE. Un masovero precario, en perfecta sintonía con el nuevo paisaje laboral. Le entregaban las llaves con un ambiguo contrato de arrendamiento. Si no obtenía pronto buenos frutos, no tardarían en echarle. El PSOE siempre está peleado consigo mismo. Por eso es tan duradero. El PSOE es uno de los pocos partidos políticos europeos que han llegado a protagonizar, en circunstancias muy dramáticas, un golpe de Estado contra sí mismo (El levantamiento Casado-Besteiro contra el gobierno Negrín en el Madrid agonizante de 1939).
“Asesinato en el comité federal”, escribíamos hace un año, ante los primeros intentos de quitarle de en medio. Susana Díaz quería impedir que fuese candidato a las elecciones generales. José Luis Rodríguez Zapatero estaba en el ajo, y Felipe González parecía mirar hacia otro lado. Sánchez resistió gracias a la recuperación de poder territorial en las elecciones autonómicas de mayo (por cierto, con la ayuda de Podemos). Después del 20 de diciembre intentaron liquidarle otra vez. Díaz parecía dispuesta al asalto, pero esa mujer siempre frena. Hay un fondo de inseguridad en el grupo dirigente de Sevilla. Zarandearon al secretario general, pero lo no le derribaron. Y le hicieron un favor inmenso al Partido Popular. Durante varias semanas, el PSOE parecía el gran perdedor de las elecciones.
Sánchez decidió resistir la misma noche electoral. Levantó la mano y dijo que estaba dispuesto a gobernar. Los suyos le impusieron condiciones –en realidad, la condición principal es no pactar nada sustantivo con Podemos–, pero no le pudieron parar. Si lo derribaban, hundían al PSOE. Tomó la iniciativa y la disfrutó. Necesitaba un acuerdo para activar la consulta interna en el partido, ganarla y convertirla en escudo protector. Por ello aceptó la condición de Ciudadanos: la máxima escenificación del pacto. Vistoso matrimonio con Rivera, sabiendo que perdía capacidad de presión sobre Podemos. No ha obtenido la investidura, pero sigue amarrado al Gran Centro. Sánchez resiste, resiste y resiste. Y en eso se parece a Rajoy.
Pablo Iglesias (Javier Lizon - EFE) |
Pablo Iglesias, leninista pop
Pablo Iglesias es la cabeza más visible de una de las novedades más importantes y controvertidas de la política española desde que Felipe González consiguió convertir al Partido Comunista de España en una fuerza marginal.
El principal partido de la resistencia antifranquista primero se deshidrató –el PSOE fichó selectivamente a algunos de sus mejores cuadros–, después se escindió y finalmente se convirtió en un fósil, incapaz de dar verdadero aliento a su segunda vida: Izquierda Unida. Julio Anguita lo intentó a mediados de los años noventa, pero ese hombre de recto carácter siempre ha estado muy enfadado con el mundo.
En el interior de ese magma, entre granítico y fluido, se crió Pablo Iglesias, militante de la Unión de Juventudes Comunistas, como la valenciana Mònica Oltra. Con un grupo de profesores de Políticas de la Complutense, Iglesias intuyó que se podía crear algo nuevo a la izquierda del PSOE. Las “condiciones objetivas” existían. La ruptura generacional comenzaba a ser rotunda. Se ofrecieron a Izquierda Unida como corriente renovadora. Y no los aceptaron. Así nació Podemos, el vendaval.
Cinco millones de votos y 69 diputados el 20 de diciembre. Tan fulgurante ha sido el éxito, que Iglesias se ha enamorado de su faceta de político pop. Los ídolos pop pueden equivocarse sin que su público se lo reproche. Rompen la guitarra en el escenario y les aplauden. Hasta que un día, el viento cambia de dirección. Iglesias es un hombre de gran instinto y fuerte carácter que oscila, de manera extraña, entre un realismo moderno y una nostalgia permanente de los años setenta y ochenta. Como si quisiera corregir ese pasado. Lee sin parar. Un día cita el ‘compromiso histórico’ de Berlinguer (la moderación, la búsqueda de amplios acuerdos), y al día siguiente parece arrebatado por las Tesis de Abril de Lenin.
Su estreno parlamentario no ha sido convincente. El Congreso es un escenario difícil y exigente. Podemos es una gran novedad y a la vez es un vector todavía provisional. Su electorado puede ser inestable. Sus votantes no viven pensando en la reparación histórica de Julio Anguita y del Partido Comunista de España.
Albert Rivera (Angel Navarrete - Bloomberg) |
Expectativas Rivera, una firma al alza
El ganador moral de las elecciones del 20 de diciembre fue Podemos. El vencedor táctico del periodo de setenta días comprendido entre las elecciones y la fallida investidura de Pedro Sánchez es Ciudadanos. Albert Rivera es el político que mejor está aprovechando la gran contradicción del momento español: la fractura del Parlamento como consecuencia de la protesta social y el deseo de estabilidad de la misma sociedad que ha provocado el zarandeo. La gente quiere cambios, muchos cambios, y a la vez desea tranquilidad. Atención, Podemos: España no se halla en fase prerrevolucionaria.
Ciudadanos no obtuvo el resultado que esperaba en las elecciones municipales y autonómicas de mayo del 2015. No conquistó ninguna gran alcaldía y sólo ganó una posición decisiva en la Comunidad de Madrid. Se le escapó de las manos el arbitraje de Valencia y Baleares. Le sonríen Castilla y León. Y obtiene aceptables resultados en Andalucía. Es fuerte en Catalunya, donde nació con el propósito de combatir al nacionalismo sin la etiqueta oxidada del Partido Popular. Su excelente resultado en las elecciones plebiscitarias catalanas del 27 de septiembre les relanzó. Los propulsores de Ciudadanos, muy visibles en la prensa de Madrid, inyectaron tanto gas que Albert Rivera llegó muy hinchado a las elecciones generales de diciembre. Cuarenta diputados eran buen resultado –nunca los tuvo el CDS de Adolfo Suárez–, pero sabían a poco. No parecían determinantes.
Aprovechando la alta litigiosidad de sus adversarios, Rivera se presenta como el principal gestor de la gobernabilidad. El buen chico de la película. Ha conseguido atraer al PSOE a su campo, explotando las necesidades tácticas de Sánchez. Y en un gesto de audacia se ha atrevido a pedir a los diputados del PP que rompan con Rajoy. El Gran Centro es más de Rivera que de Sánchez. Es una buena embarcación para acercarse a las cataratas de la repetición electoral.
Rivera ha conseguido interpretar el papel de médium. Médium de Suárez y de poderes que no están directamente representados en el Parlamento. Cuando habla, siempre parece que habla alguien más. Esa es su fuerza.
Fuente: La Vanguardia
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