Shlomo Sand |
Nada le gusta más a este historiador israelí francófono de 69 años que derribar mitos. Tras haber reinterpretado la invención del pueblo judío, se interesa ahora por una especie amenazada en La fin de l´intellectuel français? (ediciones La Decouverte, se publica este 17 de marzo). Una vez más, su trabajo amenaza con hacer correr ríos de tinta. Lo entrevista, para el semanario parisino L´Express, Pascal Ceaux.
Shlomo Sand
Con este libro ataca usted un mito, el del intelectual francés, cuyo fin anuncia. Sin embargo, el título de su libro termina con un signo de interrogación. ¿Ese final es incierto?
He dudado mucho. No soy adivino, soy historiador. Me inquieta el estado del pensamiento crítico en Francia, el que lanza una mirada sin concesiones sobre una sociedad y sus defectos, pero no quiero caer en el fatalismo. En los medios se expone un pensamiento plano de ensayista, antes que de filósofo. Existe, sin embargo, gente que piensa de modo distinto y se mantiene a distancia, a la que no le hace falta mezclarse en el gran bazar mediático, trabajan con discreción. Hay que tener asimismo en cuenta un cambio capital en el curso de los últimos años: la explosión del a imagen, que ha transformado la relación de los intelectuales con los medios. ¡Con su físico, Jean-Paul Sartre no accedería hoy a la televisión! Y sobre todo, en Occidente, París ha perdido su hegemonía. Encarnaba, en el plano intelectual, el papel de Atenas moderna. ¡Es el declive de Atenas…y la toma del poder por la nueva Roma, los Estados Unidos! Allende el Atlántico, el pensamiento crítico de las universidades es hoy mucho más rico que el de París.
Una de las explicaciones que da usted de ese constante pesimismo es el carácter tan parisino del pensamiento francés…
He dudado incluso si añadir el adjetivo “parisino” al título. En Francia no hay más lugar que París, como si el pensamiento no tuviera más que una dirección. La capital concentra como en ningún otro país la actividad intelectual. Lo decía Sartre: después del primer libro, rumbo a París. De golpe, la emulación, la rivalidad desaparecen. En Gran Bretaña, múltiples polos se disputan la primacía: Oxford, Cambridge, Edimburgo, etc. Lo mismo en los Estados Unidos, o en Alemania, con Harvard y Berkeley, Berlín y Franfurt. Raros son los que escapan a la hipercentralización francesa. Pienso en los filósofos Jean-Luc Nancy y Jean-Clausde Michéa. Por propia elección, permanecen alejados de París y, por tanto, al margen.
Incluso Michel Onfray, cuya reputación se ha construido sobre un rechazo del “parisismo”, se ha vuelto muy “parisino” hasta su reciente compromiso de volver a convertirse en “provinciano”, de no intervenir más en los medios. ¿Mantendrá su palabra?
De hecho, su crítica ¿no se dirige sobre todo a esos intelectuales mediáticos?
No quiero idealizar a Jean-Paul Sartre o Michel Foucault. Pero su verdadero peso intelectual proviene de su obra. No le deben nada a los medios. Sus libros precedieron a sus apariciones en la pequeña pantalla. Los dos representan a la perfección la tradición francesa de grandes pensadores críticos. Aquí en Tel-Aviv se los hago leer a mis estudiantes. Han sido traducidos al hebreo. ¡Ni Alain Finkielkraut ni Eric Zemmour pueden decir lo mismo! Además, la época ha experimentado un cambio, la irrupción de la televisión ha suscitado otra mirada sobre los intelectuales. El programa de Bernard Pivot, Apostrophes, solía verlo con placer. En un momento dado, él solo decidía quién era intelectual y quién no.
¿Resultado? Una catástrofe. En mi opinión, los libros de Bernard-Henry Lévy, como L´Idéologie française o, más recientemente, L´Esprit du Judaïsme, no valen gran cosa. Pero se dirigen a él con respeto. ¿Por qué no se interroga a los verdaderos especialistas? ¿Por qué ellos no se manifiestan? En este estado de cosas, el actor intelectual comparte con los medios la responsabilidad del naufragio.
El modelo de esos intelectuales críticos, que usted defiende, ¿no está asimismo en crisis?
En todo caso, se ha enfrentado al fracaso. Prefiero el modelo de intelectual universal, tal como lo defendía Sartre. Eso no impide que París haya desaparecido. Foucault había percibido este callejón sin salida y propuso entonces otra definición del papel del intelectual crítico, bajo la denominación de “específico”. Quería oponer a la irracionalidad de la política la racionalidad de la ciencia. Está claro que sólo la iluminación que aporta quien es poseedor de un saber, en tal o cual terreno, podía aportar un punto de vista crítico erigido en este terreno. Por desgracia, está claro que esta elección no ha tenido éxito. No podía tenerlo, puesto que limita este género de intervención a la esfera de la universidad. Tal vez retorne gracias a Internet con alguien como Edward Snowden.
En su libro vuelve usted sobre el nacimiento del intelectual francés. Como los demás historiadores, fija usted este origen en el asunto Dreyfus. Pero evoca también a los filósofos de las Luces. ¿Los considera usted precursores?
Todo comienza con la Ilustración. Este “Renacimiento” francés produce, gracias a filósofos tan notables como Voltaire, Rousseau o Diderot, una figura nueva de intelectual laico que mantiene una relación especial y siempre crítica con el poder. El trío que he citado no trata con indulgencia a la monarquía, aunque sus personalidades se distingan claramente. Rousseau, por ejemplo, detesta la ciudad, los salones, el medio literario, todo lo que ama Voltaire. Sin embargo, cada uno de ellos interviene en nombre propio y a su manera. En el siglo XIX, Victor Hugo sigue sus huellas. Pero el asunto Dreyfus marca una ruptura clara: aparece el intelectual colectivo. Acompaña al nacimiento de la democracia parlamentaria y se traduce en formas de intervención a las que siempre se da curso, como las peticiones, por ejemplo.
El nombre común de “intelectual” aparece en ese momento. Denomina más bien a los partidarios de la inocencia del capitán Dreyfus. ¿No es el origen de la identificación del intelectual con la izquierda?
Los pensadores de derecha recusan el término intelectual. Le atribuyen una connotación peyorativa, cuando objetivamente Chateaubriand o Bonald son, en el siglo XIX, grandes intelectuales de derechas. El “Affaire” [Dreyfus] comporta en realidad dos momentos. A lo largo del primero (1894-1898), de la condena del oficial judío al editorial de Emile Zola en L´Aurore, domina la opinión de los “antidreyfusards”. El “J´accuse” del gran novelista abre el segundo momento, el del nacimiento del intelectual francés en el sentido moderno. Hay que mirarlo de cerca, porque no es tan sencillo. En Israel, la interpretación corriente califica el asunto Dreyfus de suceso antisemita del que nació la solución sionista. Los intelectuales anti-Dreyfus, sin embargo, no son todos antisemitas, y pienso en este caso en Paul Valéry. Su razonamiento descansa sobre una idea sencilla: si Deyfus no es culpable, ¡lo es Francia! En los años 30, la situación evoluciona. El fascismo penetra en Francia, pero, entre los intelectuales que lo vindican, hay sobre todo antisemitas.
Al concluir la II Guerra Mundial, el mundo intelectual francés parece casi enteramente conquistado por el marxismo. Surge una nueva figura, la del intelectual orgánico, dedicado a la causa del proletariado. ¿Cómo interpreta usted ese momento: apogeo o primera señal de su declive?
El marxismo tiene entonces dos caras: la de una ideología conservadora en Moscú y crítica fuera de la esfera soviética. Bajo este último aspecto, ha nutrido pensamientos muy originales del siglo XX, de Simone Weil a Daniel Guérin, al antitotalitarismo declarado: fueron los primeros en fustigar a la URSS de Stalin y la China de Mao. En este periodo, el entusiasmo por el marxismo se asemeja a una moda. La evolución de Sartre es característica de ello. Se compromete, se convierte en compañero de viaje, llevando a la cima el pensamiento de Marx, elevado a “horizonte irrebasable” y único lugar aceptable de la reflexión crítica. Detecto un lado un poco conformista en él en esta adhesión que sigue el aire de la época. Es divertido comprobar en qué medida Raymond Aron, espíritu crítico, queda al margen. Si comparo el talento de este último con el de intelectuales mediáticos de hoy a lo Zemmour, ¡parece una broma!
No es la única razón. Luego, sin duda, el hundimiento de la URSS y la evolución de China explican el retroceso clarísimo del pensamiento crítico salido del marxismo. El fracaso de los países del Tercer Mundo descolonizado ha contribuido también al declive de los intelectuales. Ahora tienen miedo de sugerir alternativas al capitalismo, en crisis permanente desde hace veinte años.
En los dos últimos capítulos del libro, la emprende usted severamente contra los intelectuales que denuncian los peligros del Islam. ¿Se equivocan siempre al criticar las derivas fundamentalistas de una religión?
Siento una gran inquietud. Designar como enemigo al Islam es consecuencia del retroceso del pensamiento crítico. Alain Finkielkraut afirma que esta religión ¡representa un peligro para la cultura francesa! El verdadero peligro proviene de la mundialización, de las películas que vienen de Norteamérica, de la tele, mucho más que del islamismo radical. Creo que es catastrófico atacar a los más débiles. Soy, sin embargo, firmemente anticlerical, pero, en nuestras sociedades, los musulmanes se quedan estancados en lo más bajo de la escala social. Esa es la realidad que no quieren ver esos intelectuales parisinos.
Shlomo Sand
(1946), nacido en Linz (Austria), emigró a Jaffa (Israel) en 1948. Profesor de la Universidad de Tel Aviv, ha enseñado en Berkeley y París, donde se doctoró con una tesis sobre Jean Jaurès. Célebres libros suyos como La invención del pueblo judío (Akal, Madrid, 2011) y La invención de la tierra de Israel: de tierra santa a madre patria (Akal, Madrid, 2013) han revolucionado de modo crítico la visión del judaísmo y el moderno Israel.
Fuente original: L´Express, 9-15 de marzo de 2016
Traducción: Lucas Antón
Fuente: Sin Permiso
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