Las corruptelas de unos y los silencios del resto han extendido sobre los políticos una desconfianza comprensible y ha desarrollado las aptitudes del personal para los porcentajes. Pasear por una ciudad es sumergirse en una clase de matemáticas: las farolas nuevas, un 5%; la rotonda, un 3%; la escultura psicodélica del parque realizada en hierro forjado con forma de violín y de ocho metros de altura, un 10%; el parque, propiamente dicho, otro 10%; y así. El latrocinio es la antesala perfecta del cálculo infinitesimal.
En este reino del álgebra al que se nos ha conducido, el Gobierno en funciones ha decidido pasarse por el forro la rendición de cuentas al Parlamento, que es la prueba del nueve con la que se verifica de entrada si lo que se llamaba suma era, en realidad, una sustracción en toda regla. Se institucionaliza así una especie de derecho a decidir del Ejecutivo sobre lo que llama asuntos de despacho ordinario, entre los que al parecer se encuentran renovar por 60 años la concesión de operaciones a empresas contaminantes o adherirse al cierre de las fronteras europeas para los refugiados que chapotean en el barro de Idomeni.
De acuerdo a esta regla, en el interregno entre la formación de las Cámaras y la constitución del nuevo Gobierno, que de repetirse las elecciones podría demorarse hasta finales de año o más allá, los ministros en funciones, con Rajoy a la cabeza, pueden hacer sayos de sus capas en cantidades industriales sin ningún tipo de control del poder legislativo, que es precisamente el que no está en funciones. Queda inaugurada la democracia de Juan Palomo.
Como diría el propio Rajoy cuando no se trastabilla con el alcalde y los vecinos estamos ante un hecho notable, en un período especial en que el incumplimiento de la propia ley del Gobierno, que le obliga a someter al control político de las Cortes cada uno de sus actos y omisiones, tiene indulgencia plena. El Congreso puede preguntar lo que quiera –y así parece que lo hará en el pleno de los días 5 y 6 de abril- y el Ejecutivo llamarse andana. Separación de poderes en estado puro.
El disparate no acaba aquí. Dada la proverbial independencia de los reguladores, entre ellos el Constitucional, si el conflicto acabara allí sería un tribunal acomodado a la anterior mayoría parlamentaria del PP quien decidiera si el juanpalomismo puede ser aceptado como animal de compañía.
¿Debería haber establecido expresamente la Constitución que el Gobierno en funciones no puede liberarse de las Cortes en esta etapa de interinidad y quemar el sostén en la plaza pública? Pues posiblemente, pero es que ese texto tan perfecto tiene una letra pequeña –o no la tiene- que no deja de espantar al personal. Vayamos a un caso extremo. Supongamos que el jefe del Estado, que es el que tiene encomendado la propuesta de investidura del presidente del Gobierno, tiene ojeriza al candidato del partido que acaba de obtener la mayoría absoluta. Pues bien, el Rey podría aplazar su decisión por tiempo indefinido sin que la Constitución le marque plazo alguno para regocijo del Juan Palomo de turno.
En conclusión, en el momento en el que la desconfianza en los políticos no puede ser mayor viene el Gobierno del partido de la Gürtel y de los sobresueldos, minoría en el Congreso, a decirnos que nos fiemos y le demos carta blanca, ahora que estamos a punto de obtener la licenciatura en Exactas. Lo sabemos todo acerca del suicidio de los triángulos isósceles, de la melancolía de los logaritmos neperianos y hasta hemos oído el llanto de la cuadratura del círculo mirando a las rotondas. Parafraseando a Alberti, éramos un tonto y lo que hemos visto nos ha hecho dos tontos, pero no hay que pasarse.
Juan Carlos Escudier
FUENTE: PÚBLICO.ES
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