(Raúl) |
JOSÉ ANTONIO ZARZALEJOS
Los estados de provisionalidad política tienden a desembocar en situaciones de marasmo o parálisis. Son tiempos de ineficiencia, de esterilidad y, con frecuencia, también resultan conflictivos. En España estamos instalados en una extraña situación que carece de expectativas ciertas. Porque puede concluir con un difícil pacto para formar el gobierno de la XI legislatura o en unas nuevas elecciones que se celebrarían el próximo 26 de junio. El periodo transitorio hasta tanto se alcance el acuerdo o la fecha de los comicios es incógnito para la democracia española que nunca antes ha debido manejarse tanto tiempo con un gobierno en funciones, unas cámaras legislativas sin actividad normativa y unas negociaciones entre partidos un tanto tortuosas y arrítmicas.
Lo más preocupante de la coyuntura no serían las trifulcas entre los partidos –aunque también lo sean– sino el conflicto de atribuciones entre el Gobierno en funciones y el nuevo Congreso de los Diputados. Porque mientras aquel se niega a ser controlado por el Parlamento, este esgrime la esencia del régimen constitucional para atar en corto al Ejecutivo. La lógica está con los partidos de la oposición que quieren al equipo de Rajoy sometido al fuero del control parlamentario y parece una actitud más táctica que legal la del Gabinete, que no quiere someterse –¿qué problema habría en que lo hiciera?– a la revisión de sus decisiones por la asamblea legislativa.
La raíz del disenso no es jurídica como se aduce, sino política. El Gobierno del Partido Popular sospecha que los partidos de la oposición desean desgastarle preventivamente como prolegómeno de una campaña electoral. Tal vez sea cierta la sospecha, pero no por serlo desde la Moncloa se puede retirar al Congreso la legitimidad de sus competencias de control del Gabinete.
Media en todo este asunto una cuestión de principio que este tiempo incómodo de interinidad no debería alterar: mantener bien delimitadas y vigentes las competencias de los poderes del Estado.
En realidad todos los comportamientos políticos –algunos de ellos erráticos– que estamos observando responden a una lógica principal y a otra subsidiaria. La principal: posicionarse cada partido de la mejor manera para encarar unos nuevos comicios. La subsidiaria: acomodarse en el terreno más idóneo de negociación para alcanzar un pacto de gobierno. Ahora bien, los papeles están repartidos. Apuestan por el acuerdo tanto el PSOE como Ciudadanos y parecen hacerlo por las nuevas elecciones el PP y Podemos, aunque no se alcance a calcular qué beneficios adicionales les reportaría una nueva llamada a las urnas. En un terreno de nadie, más con la condición de observadores que de actores, los partidos nacionalistas catalanes y vascos.
Pero los tiempos de marasmo, es decir, de parálisis, son como los de quietud para los enfermos encamados: se pierde músculo y decae el ánimo. El ocio es madre de muchos vicios y la holganza de políticas constructivas hace estallar en el seno de las formaciones políticas conflictos hasta ahora contenidos. El más silente de todos es el que existe en el PSOE al que Pedro Sánchez ha dado un tratamiento audaz: al comportarse como un blanco móvil, los dardos de los barones territoriales le hostigan pero no le impactan. Albert Rivera está obligado a un complicado equilibrio: mantener el pacto de gobernabilidad con los socialistas pero sin dar la impresión de que C’s es un apéndice de la estrategia del PSOE, exhibiendo un grado de autonomía compatible con el compromiso suscrito con Ferraz. El desafío del catalán es que los electores que le apoyaron el 20-D sigan interpretando que su voto fue útil y ha lubrificado un nuevo modo de hacer política.
En el PP las cosas discurren por derroteros casi dramáticos. Los conservadores están fuera de cualquier ecuación de Gobierno porque imponen unas condiciones que no se han ganado, no sólo en las urnas, sino también en su gestión postelectoral. Rajoy no ha asumido su fracaso el 20-D y, lo más grave: a diferencia de Sánchez, no ha hecho nada para superarlo. Al tiempo, Pablo Iglesias se está revelando como lo que parecía: un déspota radical que dirige un partido de aluvión que con sus fracturas internas no garantiza solvencia de clase alguna, ni siquiera de resultados mejores a los de diciembre en unas nuevas eventuales elecciones. Pudiera suceder que la garantía de cohesión para Podemos consista en mantener la posición obtenida el 20-D sin forzar la situación para ir a nuevos comicios. Si hay gobierno antes del 2 de mayo, vendrá por la fragilidad de Podemos. De no haberlo antes de esa fecha, llegaremos al 26 de junio con una España más parecida al patio de Monipodio que a una democracia madura. Entre tanto, Rajoy apuesta por “enfriar” la situación. O sea, por el rigor mortis.
Fuente: La Vanguardia
No hay comentarios:
Publicar un comentario