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En un reciente Manifiesto RetroDadá escrito por el
teórico Mckenzie Wark, se leía una oportuna adaptación del lema de Goya:. Queda
por ver cuánto de razón hay en todo lo que estamos viviendo.
En este capitalismo 24/7, que diría Jonatham Crary,
abierto las 24 horas al día, los 7 días de la semana, cobra su pleno sentido la
inflexión goyesca. La lógica del apagado y del encendido, la distinción entre
tiempo de ocio y de trabajo, que Marx consideraba característica de la
modernidad post-campesina en el capitalismo industrial, ha sido puesta en
suspenso, sustituida por el sleep mode o modo de espera. La
máquina sigue trabajando aún en estado de latencia, entre las sábanas, hasta
que de pronto salta el resorte que te lleva a revisar tu e-mail, a
dejar anotada una idea para que no se escape y se pierda en la maraña de
información, o a añadir un nuevo ítem en tu calendario o en lista de tareas
pendientes.
A diferencia de los humanos, mucho más primitivos y defectuosos según este
punto de vista, los mercados financieros ni siquiera necesitan dormir. Por más
que haya que aguardar a las 11am británicas para conocer la cotización diaria
del Libor, o las 11am centro-continentales para los datos del Euribor, los
mercados siguen en funcionamiento durante toda la noche, tramitando millones de
procesos a menudo automatizadas por ordenadores que realizan operaciones de
compra-y-venta en fracciones de segundo.
A lo largo de las últimas décadas el grueso de las finanzas ha basculado
hacia los mercados secundarios. Allí, los traficantes de valores venden los
riesgos comprados a otro. Si toda especulación bursátil es una apuesta sobre lo
que algo vale y valdrá, en los mercados secundarios se da una apuesta (la
del trader que compra) sobre la apuesta (hecha por el trader que
ha vendido) de la apuesta (acerca del valor que un siguiente comprador podría
otorgarle). Desde la Directiva Volcker de la Reserva Federal en el 1979 hasta
el día de hoy, pasando por el irresponsable respaldo de Allan Greenspan a
los derivados financieros a finales de los noventa, la liberalización de las
finanzas ha aupado hasta tal punto a los mercados secundarios que sus valores,
como afirma Colin Crouch, se han terminado por convertir
en el “valor real”. Son los datos principales que escrutan las Agencias de
Calificación de Riesgos, como Goldman Sachs, y el hábitat natural donde crecen
y se reproducen, empaquetadas con algoritmos, las hipotecas basura (subprime)
y otros derivados igualmente explosivos. Por ejemplo, más de la tercera parte
de la deuda estudiantil estadounidense está ahí. La deuda de los estudiantes no
es poca cosa; más abultada aún que la deuda pública española, su tamaño es
cinco veces la griega.
La exposición a derivados de toda índole del tambaleante Deutsche Bank, sobre cuya
solvencia no ha dejado de especularse durante los últimos años, llegando a un
punto crítico el pasado mes de febrero, es ya 5 veces mayor que el PIB de toda la zona euro, 20 veces
el PIB alemán. Puesto en marcha en junio del 2015, el Programa de
Expansión Cuantitativa (Quantitative Easing, QE) del Banco Central Europeo
(BCE) tenía por principal objetivo actuar sobre los mercados financieros. El
problema: los precios a pagar por las distintas deudas gubernamentales, los
bajos niveles de préstamos interbancarios, de inversión y de consumo, unido a
una inflación demasiado baja que encarece el precio de venta del euro en los
mercados de divisas. La idea del QE en la eurozona, como del QE británico,
japonés o estadounidense, bien puede resumirse en un sucinto enunciado
condicional: “Puedes imprimir dinero, siempre y cuando no sea para dárselo
a la gente”.
El gasto en “imprimir” dinero del BCE, inicialmente programado para un año
y medio, daría para asignar un ingreso a cada mayor de edad residente en la
eurozona de más de 650 euros mensuales durante todo un año. Ampliado ahora por
Draghi, el plan durará 3 años. Ya no se invertirá en lo sucesivo 60.000 sino
80.000 millones al mes (“renta básica” de 850 euros mensuales). Sea o no la
renta básica la mejor de las opciones, sin duda es mucho mejor que lo que se
está haciendo. En cualquier caso, no faltan voces que abogan por un sustancial
cambio de rumbo, ya sea resucitando aquella “teoría del dinero arrojado desde un helicóptero” del
neoliberal Milton Friedman, o abogando por un Quantitative
Easing for the People. Esto último ha sido discutido en el Parlamento Europeo, y se hacen eco del
mismo importantes think tanks sitos en Bruselas, en absoluto
radicales, como el transnacional Brueghel.
El nuevo programa de QE que Draghi acaba de anunciar nace sin generar el
más mínimo entusiasmo. Ese mismo día las principales bolsas europeas cerraban en cero o en
números rojos. Los inversionistas dudan tanto de la economía europea
como de la capacidad que pueda tener el BCE para forzar (“coordinar”) a los
estados miembros a secundar sus medidas. Véase la ilustrativa reacción del
portal financiero Bloomberg, por ejemplo el artículo “Europe Presses de Panic Button”.
Lo que hasta ahora ha hecho y hará el QE europeo no es más que poner
parches a un estallido en ciernes y aumentar el volumen de los derivados en los
mercados secundarios. Como decía el sociólogo económico Wolfgang Streeck: de lo que se trata es
comprar tiempo con deuda, inflar la burbuja, empujar hacia un futuro no muy
distante el siguiente estallido, presumiblemente más agresivo. Un buen negocio
para unos cuantos, no obstante. Hace unos días el Berlin Hyp, que tuvo que ser rescatado por los
ciudadanos alemanes, comenzó a cobrar (por así decirlo) por pedir préstamos.
Nada inusual. Mientras las familias hipotecadas son desalojadas de las casas
con las que se quedan los bancos, la práctica de recibir dinero (los bancos) por pedir
créditos a los Bancos Centrales se extiende por Europa y Japón, ante
el estupor incluso de algunos de los más acérrimos partidarios del libre
mercado, que lo consideran “un acto de desesperación”. Todo sea por la
liquidez. Cuando ese banco privado que funciona como Banco Central de los USA,
la Reserva Federal, decidió implementar su programa de QE, Donald Trump fue
claro al respecto: “People like me will benefit from this“.
El QE no es sino una medida más en la línea de las emprendidas por el
rescate a los bancos “privados” por parte de las finanzas “públicas”, una
masiva transferencia de dinero al sector financiero, un keynesianismo
invertido, aunque no exactamente privatizado, pues vuelve a poner de
manifiesto que las barreras entre lo público y lo privado tienden a difuminarse
ante el funcionamiento de lo privado “too big to fail” como activo (o
pasivo) públicamente asegurado, y ante la conversión de las instituciones de la
vieja ciudadanía en shareholders o “bondholders” endeudados.
El comunismo del capital, lo llaman algunos. La ciudadanía (Staaksvolk)
sometida así, dicho con Streeck, al pueblo del mercado (Markvolk). Tal y como señala el filósofo Michel Fehér, el
gobierno y sus gobernados han pasado a ser redefinidos en términos “capital humano”.
Un capital humano en el que ya no se invierte, al que se le aplica la
austeridad presupuestaria, pues resulta preferible invertir en los grandes
inversores, aunque esto signifique “devaluarnos” al resto.
Mientras el BCE “imprime” 80.000 millones mensuales, Bruselas exige a
España un recorte de 10.000 millones que no hará más que contribuir a nuestra
propia deflación, con efectos negativos sobre el empleo. La situación supera lo
ridículo. El insomnio de la razón produce monstruos: 18 millones de desempleados
en la Eurozona; más de 4 millones sólo en España. En el 1930, pensando en cómo
vivirían sus nietos, el economista John Maynard Keynes escribió:
“Por muchas eras por venir, el viejo Adán
será tan fuerte en nosotros que seguiremos sintiendo la necesidad de algún tipo
trabajo si queremos que esté contento. Haremos más cosas por y para nosotros de
las que es habitual que hagan por ellos los ricos, felices de no tener sino
pequeñas obligaciones, tareas y rutinas. Más allá de éstas, nos esforzaremos
por esparcir fina la mantequilla sobre el pan; hacer que el trabajo que aún
quede sea repartido lo más ampliamente posible. Turnos diarios de tres horas o
una jornada laboral de quince horas a la semana, solucionarán las cosas por un
buen tiempo. ¡Tres horas al día será más que suficiente para satisfacer al
viejo Adán en la mayoría de nosotros!”.
Según el vaticinio de Keynes, hoy deberíamos estar trabajando 15 horas a la
semana, sin tener que preocuparnos por si la población en activo puede mantener
o no a los jubilados, o si Europa puede sostener económicamente o no a 150.000
refugiados. La respuesta, simplemente, tendría que ser afirmativa. Si no se ha
cumplido su pronóstico, es sin duda por toda una serie de razones. El
antropólogo David Graber menciona una de ellas: mientras son
millones los que se encuentran desempleados, son otros tantos millones los que
trabajan en empleos sin sentido (bullshit jobs). ¿Cómo hemos llegado a
una situación en la que las empresas contratan a tanta gente para no hacer
prácticamente nada, se pregunta Graeber, poco más que acumular papel tras
papel, informe tras informe que engorda las burocracias privadas, y donde hay
tantos trabajos y profesiones (abogados corporativos, telemarketing,
repartidores de pizza o publicidad, MAPFRE Seguros, peluqueros caninos,
capacitadores de desempleados trabajando para el SEPE, relaciones públicas,
vendedores puerta-a-puerta, cobradores del frac, constructores que levantan
viviendas junto a edificios vacíos, operadores de derivados financieros, managers empresariales, coaches personales,
y gestores de todo tipo) que no sirven para nada, o para nada necesariamente
bueno?
El escenario en el que estamos inmersos comienza a cobrar sentido si lo
enfocamos en perspectiva atendiendo a los procesos históricos y a los
protagonistas que gobiernan el drama actual.
1) Los personajes del drama: un ejemplo. Cuando hubo que
limpiar o camuflar las cuentas nacionales para entrar en la UE, el gobierno
griego contrató a Goldman Sachs para que les hiciese el trabajo sucio y les
diese una buena calificación. Quien era entonces presidente del Banco Central
griego, Lukás Papademos, fue premiado dándole la vicepresidencia del Banco
Central Europeo. Al estallar la crisis, al intervenir el país, la Troika lo
puso como Primer Ministro heleno, pasando por alto cualquier consideración
democrática. Mario Draghi, vice-chairman de Goldman Sachs para
asuntos europeos cuando Papademos entró en el BCE, fue primero nombrado
presidente del Banco de Italia, y es ahora el presidente del BCE.
2) El contexto histórico: una burbuja de cuatro décadas.
Bien puede considerarse esta crisis como un episodio más de una más larga
crisis de la cual jamás hemos salido, y que tiene sus orígenes en los años
setenta. Para salir de la estanflación de los setenta (estancamiento económico
con inflación) los gurús neoliberales propusieron la llamada “desregulación
financiera” y la “democratización del crédito”. Con ello se pretendía relanzar
el crecimiento, bajar la inflación y disminuir la deuda pública mediante el
aumento de la privada. En lo único que han tenido éxito ha sido en contener la
inflación, que ahora resulta demasiado baja. El precio a pagar por esta
política deflacionista fueron entonces altos niveles de desempleo y
precariedad, cuyas tasas hemos superado cuatro décadas después tras el
estallido financiero del 2008. Con la deflación ha vuelto el estancamiento. El
aumento de la deuda privada no ha conllevado el “lógico” descenso de la
pública, sino todo lo contrario. Malos augurios. Peores augures. Y, entretanto,
casos de los que aprender: el país del QE casi permanente, Japón, camina sobre
la cuerda floja con una deuda pública que representa el 260% de su PIB, ochenta
puntos porcentuales más que la deuda griega en su peor momento.
El QE de Draghi no resolverá los problemas, sino que seguirá dilatando la crisis
acumulada de las últimas décadas. El tipo de interés de referencia queda ahora
en el 0%. Toda una invitación a la especulación interna a los mercados
financieros. El aumento del 0,3% al 0,4% en los intereses de los depósitos en
el BCE debe llevar a los bancos a invertir el capital, a inyectar liquidez al
sistema en lugar de apalancamientos. O eso dicen. Pero, ¿cuánta de esta
liquidez no irá sino a la refinanciación, que ahora es más lucrativa que nunca,
y a engordar la deuda que circula por los mercados secundarios? La cuestión no
es salvar a Europa, sino salvar al Deutsche Bank y compañía, cuyos intereses
consideran que son coincidentes con los de los europeos. Una novedad: a partir
de ahorapodrán participar en este juego ya no sólo los agentes
financieros sino también las corporaciones. Como si fuesen en
verdad, unos y otros, todavía en el siglo XXI, cosas tan diferentes.
Lo cierto es que se amplía el número de los invitados a este festín y las
formas por las cuales puede jugarse a este juego. La retórica es insistente: de
lo que se trata es de que las grandes corporaciones y los bancos disfruten de
las condiciones más favorables para animarles así a invertir en la “economía
real”. Que esa inversión pueda llegar hasta abajo en cantidades significativas,
es algo que en absoluto queda garantizado. Lo que no se plantean, como sugieren Mark Blyth y Eric Lonergan,
entre otros, es que quizás haya que “imprimir” menos y transferir más y de un
modo distinto, de forma que la inversión vaya directamente a la gente. La
Internacional del Capital sigue al mando, con un completo desprecio por la
democracia. Los 80.000 millones de euros al mes que manejará Draghi son
nuestros, pero la ciudadanía continental no tiene ni voz ni voto en el
“independiente” Banco Central Europeo.
Fuente: Público.es
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