Augusto
Klappenbach |
Augusto
Klappenbach
Escritor y filósofo
Escritor y filósofo
Un reclamo
insistentemente repetido que figura en carteles y pintadas callejeras de la
ultraderecha, que consigue el apoyo de un número importante de ciudadanos y que
hace algún tiempo fue escenificado en las campañas destinadas a proporcionar
ayuda a familias afectadas por la crisis pero que limitaban su asistencia a
ciudadanos españoles. Y una prueba más de que cuando determinadas abstracciones
consiguen ocupar el lugar de los seres humanos de carne y hueso las consignas
simplistas obtienen un éxito que resiste cualquier reflexión razonable. Las
movilizaciones a favor de los privilegios de los nativos y al rechazo de los
extranjeros todavía son relativamente minoritarias en España, pero han
conseguido un lugar público importante en la vida política de países como los
del este de Europa, Suecia, Francia, Austria, Alemania y en la campaña
electoral de los Estados Unidos. Y, lo que es más importante, han tenido su
concreción en la política de la Unión Europea acerca de los refugiados que se
ha desecho de ellos sin cuidarse de cumplir su propia legislación.
No cabe duda
de que las nacionalidades tienen un lugar en nuestra vida pública, que se
organiza a través de los Estados. Parece razonable que determinados derechos,
obligaciones y normativas afecten solo a aquellos ciudadanos que comparten la
misma nacionalidad. Como también parece inevitable establecer ciertos controles
y restricciones en el tránsito de personas entre naciones distintas. (Aunque
resulte paradójico que estos tiempos de globalización y libre circulación de
capitales y mercancías sean los mismos en que se levantan más vallas y
controles para impedir el tránsito de personas). Pero cuando esos derechos y
obligaciones se refieren a derechos fundamentales, incluyendo el derecho a la
vida, pierden sentido los certificados administrativos.
En nuestro
país, por ejemplo, se promulgó un decreto-ley en el año 2012 que excluía de la
sanidad pública a quienes no tuviesen sus papeles en regla, con algunas
excepciones. Una medida vigente con distintos matices en muchos países de
Europa, cuyos efectos, por fortuna, aquí han sido paliados en algunas
comunidades autónomas. Exigir condiciones puramente administrativas para
asegurar el cumplimiento de uno de los derechos fundamentales reconocidos en la
Declaración de los Derechos Humanos de las Naciones Unidas implica una evidente
distorsión de una razonable jerarquía de valores, más allá de lo que se pueda
opinar desde un punto de vista estrictamente jurídico. Y lo mismo sucede con el
caso de los refugiados: hay que recordar que quienes huyen de un país en el
cual corren peligro sus vidas tienen un derecho reconocido no solo en la
Declaración de Derechos Humanos sino también en muchos tratados internacionales
a exigir asilo en otros países. La política de la Unión Europea de
“externalizar” la gestión de los refugiados, expulsándolos antes de que
puedan solicitar asilo y confiando su gestión a un país que no ofrece
garantías en temas de derechos humanos (según la misma UE) y que incluso ha
sido denunciado por disparar contra ellos, implica también poner requisitos
burocráticos por delante de derechos fundamentales.
En general,
comparar la situación extrema de los refugiados y migrantes con las necesidades
de los ciudadanos españoles y europeos y pretender que las segundas tienen
prioridad sobre las primeras constituye un ejercicio de cinismo. Cuando el tema
de que se trata afecta a derechos que van unidos a la misma condición humana
—como el derecho a la vida, a la alimentación, a la vivienda, a la salud o a la
educación— la única jerarquización razonable consiste en el grado de necesidad
que se trata de remediar. Porque no hay que olvidar que la nacionalidad no pasa
de ser un accidente involuntario y casual, que por sí mismo solo sirve para
organizar la vida de la sociedad pero que no puede convertirse en un criterio
para jerarquizar los derechos de las personas.
En sus
comienzos, parecía que el proyecto de la Unión Europea podía ser el embrión de
un modelo de civilización que pusiera a los seres humanos por encima de estas
divisiones entre fronteras y pasaportes, construyendo una unidad que nunca
tuvo. Los que tenemos poco aprecio por las aduanas pensamos que Europa
podría comenzar un camino que superara los constantes conflictos nacionales que
han cambiado tantas veces su mapa. Nada de eso ha sucedido ni parece que vaya a
suceder. No solo la Unión Europea ha cerrado cada vez más sus fronteras
exteriores sino que ha sido incapaz de superar sus fronteras internas. La mil
veces anunciada armonización fiscal no está ni se la espera y siguen intactos
los paraísos fiscales cuya eliminación se anunció en 2009. La política
económica durante la crisis se diseñó —y se diseña— a la medida de los países
económicamente más fuertes, dificultando la vida de las naciones menos favorecidas;
el caso de Grecia es paradigmático, pero no único. Y al calor de esas políticas
hemos visto crecer en los últimos tiempos partidos políticos y hasta gobiernos
que se declaran abiertamente xenófobos y -lo que es más preocupante-
aumentar el número de sus seguidores.
Como sucede
siempre, la economía y la política siguen caminos paralelos. La creciente
desigualdad económica de los últimos años en Europa y en el mundo, desigualdad
en la cual España es líder europeo, se extiende desde la economía hasta las nacionalidades
y las etnias, incluyendo brotes separatistas e independentistas. La deseable
igualdad de derechos se está sustituyendo por la exigencia de una igualdad
empírica, en la cual los diferentes deban sacrificar sus singularidades para
asimilar una uniformidad en la que solo caben quienes comparten sus
privilegios. Y, como sostienen muchos economistas, el crecimiento de esa
desigualdad no constituye una situación accidental debida a la crisis sino que
forma parte de las consecuencias inevitables del modelo de desarrollo del
capitalismo financiero. En este modelo solo hay lugar para una minoría de la
humanidad, y las discriminaciones por etnia, color de piel, nacionalidad o
religión refuerzan este modelo. Y no se trata de que sea necesario dar tiempo
para llegar a una civilización universal, cosa que sería plenamente aceptable:
aunque hemos hecho progresos desde el siglo pasado, ahora estamos avanzando en
la dirección contraria. El sueño ilustrado de una civilización universal está
cada día más lejano; como decía Tony Judt en la edición española de su libro “Algo
va mal”.
Fuente: Público.es
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