Editorial
Ha formado parte del protocolo que al Papa se le
concedan todo tipo de honores terrenales debido al alto simbolismo que
su figura representa. Así consta en la larga y prolija historia del
cristianismo. Y aunque Francisco haya decidido rehusar por norma
cualquier tipo de galardón, aceptó en esta ocasión el premio Carlomagno,
que le fue entregado ayer. Instituido en 1950 en Aquisgrán, la que fue
capital del imperio carolingio, con el objetivo de defender los más
altos valores continentales, el Carlomagno distingue al papa Bergoglio
por haber asumido el papel de ser la “voz de la conciencia de Europa”.
En la recepción del premio, el Papa dijo: “Sueño una Europa donde ser
emigrante no sea un delito, sino una invitación a un mayor compromiso
con la dignidad de todo ser humano”.
El Papa argentino se ha convertido en un eje moral de
una Europa en crisis. A la vuelta de su reciente visita a Lesbos, adonde
acudió para visitar a los refugiados que huyen de las guerras en
Oriente Medio y el norte de África, el obispo de Roma se llevó consigo a
los doce miembros de dos familias sirias musulmanas para que sean
atendidos en el Vaticano, un gesto que puso en evidencia a los líderes
europeos que, con mucho más poder de decisión política y ejecutiva, no
han sido capaces de articular un sistema de solidaridad que, por otra
parte, forma parte de su esencia constitucional.
Pero el gesto de Francisco no iba sólo dirigido a los
políticos, también a aquellos europeos que afrontan la ola de
refugiados con temor, cuando no con un abierto rechazo, lo que ha
abierto una de las crisis más graves por las que ha pasado la Unión
Europea y pone a prueba sus bases programáticas y sus logros más
celebrados, como la práctica desaparición de las fronteras internas del
acuerdo de Schengen y la siembra de muros y rejas vigilados por
policías con los que contener la entrada de demandantes de asilo.
Frente a este claro retroceso europeo, el papa
Francisco ha emergido como un faro que marca la senda que seguir. Un
Papa “llegado del fin del mundo” –tal como se presentó el día en que fue
elegido– recuerda a los europeos que la solidaridad y la libertad están
en sus esencias y pide a Europa que “no gire en torno a la economía,
sino a la santidad de la persona y sus valores irrenunciables”, tal
como dijo en su día ante el Parlamento Europeo. Y ayer añadió: “Sueño
una Europa de la cual no se pueda decir que su compromiso por los
derechos humanos ha sido su última utopía”.
El sueño europeo del Papa no es, sin embargo, una voz
en el desierto. Hay millones de europeos descontentos con la inacción de
sus líderes que sueñan también con una UE solidaria y humana. Ahí están
los voluntarios que acuden en ayuda de los refugiados y también quienes
están dispuestos a recibirlos en sus barrios y en sus casas. Frente a
las políticas de echarlos de las fronteras con gases lacrimógenos, hay
miles de ciudadanos que se asocian para hacer llegar su ayuda a los
inmigrantes, y alcaldes dispuestos a convertir sus ciudades en refugio
para los asilados. Frente a la Europa temerosa y reaccionaria, cuando no
xenófoba, se alza otra Europa que no tiene miedo al diferente, por
mucho que el terrorismo internacional de base islamista intente hacer
saltar por los aires lo construido tras la Segunda Guerra Mundial. El
reto es una UE que avance en lo que fue el sueño de sus fundadores: un
espacio de paz y solidaridad humanas que sea ejemplo para el mundo.
Jorge Bergoglio no ha dudado en ponerse delante de la manifestación.
Editorial
Fuente: La vanguardia
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