Mario Rísquez
Miembro de econoNuestra
La austeridad, entendida ésta como el proyecto político-económico que las élites han articulado como estrategia para la gestión de la crisis en Europa, ¿ha sido un fracaso? Y si es así, ¿para quién?
Si partimos del hecho de que las políticas económicas implementadas a lo largo de los últimos años tenían como objetivo trazar un escenario de salida de la crisis basado en un crecimiento sostenido y en una corrección de los factores estructurales que se encuentran en el origen de la crisis, obviamente se trata de un fracaso. Sin embargo, más que de una errónea gestión de la crisis, habría que hablar de una interesada gestión de la misma.
Las dos puntas de lanza que han servido de coartada para aplicar las políticas de austeridad, o mejor dicho, de ajuste estructural, han sido, por un lado, la falta de competitividad, entendida como la deficiente y desequilibrada inserción comercial de la economía española en el espacio comercial europeo; por el otro, el elevado nivel de deuda, resultado de un proceso de notable endeudamiento del sector privado en el contexto de expansión crediticia de los años que preceden a la crisis, y de endeudamiento del sector público una vez estalla la misma, por el propio efecto de la crisis en los estabilizadores automáticos, y como fruto de la socialización de parte de la deuda privada.
Poniendo el foco en la competitividad, la interpretación económica convencional alude a los diferenciales de precios entre unas y otras economías como la principal causa de las divergencias comerciales, siendo los costes laborales, y en concreto, el comportamiento de los salarios, el elemento que en mayor medida determina dichos precios. De igual manera, se parte del diagnóstico de que países como Alemania llevaron a cabo procesos de reforma del mercado de trabajo y de contención salarial que otros países, como España, no han acometido. La terapia, por tanto, parece clara: es en los países periféricos en donde debe recaer la carga del ajuste salarial para tratar de cerrar esa brecha de competitividad con respecto a los países centroeuropeos.
El eje central sobre el que se ha articulado una estrategia de mejora de la competitividad en España, que no dispone de soberanía en la política cambiaria, ha sido la denominada ‘devaluación interna’, esto es, el ajuste de los costes laborales. Las dos reformas laborales aplicadas en los últimos años, que han enfatizado la reducción de las ‘barreras’ de acceso y salida del mercado de trabajo, modificando también la estructura de la negociación colectiva con el fin de fomentar la negociación individualizada de las condiciones de trabajo, apuntalan ese modelo de salida de la crisis basado en el ajuste salarial.
Pese a que los resultados revelan una leve mejora de la balanza comercial española, dicha mejoría ni mucho menos se puede deducir de esta estrategia de ajuste salarial. La mejora del desempeño comercial viene explicada, más que por un aumento de las exportaciones, por una considerable caída de las importaciones en el período de crisis. Esa caída de las importaciones no son resultado de una mayor independencia y autosuficiencia de la industria española, en términos productivos y comerciales, sino que viene provocada por una caída de las compras extranjeras fruto de la contracción en la capacidad de consumo de los últimos años, derivada en buena medida del ajuste salarial. De hecho, el patrón de crecimiento español es altamente dependiente de importaciones, por lo que todo parece indicar que, en el retorno a un ciclo expansivo de la economía, vuelvan a incrementarse de nuevo los déficits comerciales.
Por otro lado, la disminución de los costes laborales no se ha debido tanto a la contención de los salarios, como al aumento de la productividad. Sin embargo, este aumento de la productividad en ningún caso se debe a una mejor reorganización del trabajo, o a la incorporación del progreso técnico a los procesos productivos, sino que se trata más bien de un efecto estadístico provocado por una mayor caída del número de empleados, que de las horas de trabajo y el producto generado. En definitiva, unas ganancias de productividad basadas principalmente en el incremento de los ritmos de trabajo y en el alargamiento de la jornada laboral más allá del marco horario legalmente establecido. La búsqueda de competitividad como coartada para la precarización laboral.
En segundo lugar, y centrándonos ya en la deuda, a priori se podrían plantear dos escenarios para atajar dicha problemática. Uno basado en el crecimiento económico, de manera que se puedan generar flujos de liquidez que permitan ir acometiendo los pagos de la deuda de manera sostenible; otro, en un contexto de estancamiento económico, basado en la extracción de rentas de las clases populares (subidas de impuestos, recortes de gasto público, privatizaciones, etc.). En España, como en Grecia, se ha optado por esa segunda vía, es decir, por el ajuste estructural del sector público.
Camino de una década desde que comenzó la crisis, se han desembolsado más de 200 mil millones de euros tan solo en intereses de la deuda pública, y ésta ha pasado de representar algo más de un tercio del PIB español en 2007, al 100% del PIB nacional en 2016. En este sentido, si bien al comienzo de la crisis eran las compañías no financieras el sector institucional de la economía más endeudado, hoy lo es la administración pública.
La deuda actúa aquí como palanca de desposesión, pues toda crisis de deuda no es sino una disputa política por ver quién asume las pérdidas, y en este caso han sido las mayorías sociales las que han cargado con buena parte del coste de una problemática que no han generado.
Por tanto, las políticas de austeridad, vehiculizadas a través del ajuste estructural en el mundo del trabajo y en la esfera de lo público, ni han mejorado la competitividad, ni han disminuido el endeudamiento, ni han generado crecimiento, sino todo lo contrario. Lo que sí ha sucedido es que se han establecido toda una serie de reformas estructurales (desregulación del mercado laboral, modificación del Art. 135 de la Constitución, privatización de lo público, etc.) que han venido para quedarse. Es más, no solo hay que hablar de las reformas que se han producido, sino de las que no se han llevado a cabo, pues la gestión de la crisis está sirviendo para reforzar las dinámicas, los agentes y las prácticas que se encuentran en el origen de la crisis.
Ni que decir tiene que la evidencia tanto teórica como empírica que cuestiona la eficacia de las políticas de austeridad para generar un contexto de crecimiento no deja de reforzarse con el paso del tiempo. Es por este motivo que no se trata, o no solo, de una cuestión de fundamentalismo de mercado a la hora de entender el funcionamiento de la economía por parte de los encargados de diseñar y ejecutar las políticas económicas, sino de la imposición de un proyecto político y económico diseñado con unos objetivos claros: profundizar en el modelo “neoliberal” que se viene desarrollando desde hace décadas y que sirve a los intereses de las élites que conducen y articulan dicho proceso, a saber, las grandes compañías transnacionales del ámbito productivo y financiero, y las estructuras políticas de gobernanza supranacional, todos ellos actores que escapan a los controles democráticos.
El éxito de la austeridad, por tanto, resulta evidente para estos agentes. Sin embargo, cabría preguntarse si incluso para ellos esta estrategia será sostenible, y hasta cuándo.
Fuente: Público.es
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