Jeremy Corbyn |
John Harris 01/07/2016
El Partido Laborista debe estar teniendo en su conjunto pensamientos semejantes a los que formulaba aquel viejo jugador de cartas: Pero, ¿quién ha organizado este follón? Más del 80% de sus parlamentarios se han separado formalmente ya no solo del líder sino de los otros 40 diputados que le apoyan. En un cruel giro del destino, el espectro del canonizado Tony Benn sobrevuela todo este sombrío drama: él hizo de gurú de la posición de izquierdas contraria a la UE que hoy llamamos Lexit, pero también fue el hombre que impulsó sin cesar la idea de que son los activistas los que deberían tener a raya a los parlamentarios.
Pese a todas sus encomiables posiciones políticas, Jeremy Corbyn ha sido un líder bastante horroroso. Pero en todo lo fundamental, apenas se puede afirmar que el estado del Partido sea culpa suya. Echarle la culpa es caer en la misma ilusión según la cual un contendiente que supuestamente le desafie – Angela Eagle, Tom Watson, Dan Jarvis – puede encaminar al partido por la senda de la recuperación. La verdad, difícil de aceptar para algunos pero que es a buen seguro evidente, es que el laborismo está en medio de un malestar de larga data y posiblemente terminal, y se encuentra hoy con que se enfrenta a dos opciones igualmente inviables.
De un lado tenemos al actual líder y a un pequeño grupo de acérrimos izquierdistas, respaldados por un movimiento enérgico y bien entrenado, pero faltas de todo proyecto coherente y desconectados de los votantes que han desafiado al partido a mansalva. Del otro lado, hay una contrarrevolución dirigida por diputados que en su mayoría no vieron venir esta crisis, tienen muy pocas ideas que valgan la pena y son en buena medida, y para empezar, la razón por la que se ha producido la revuelta del Brexit. Tal como dice el activista Neal Lawson, la elección está en lo esencial entre varios capitanes distintos del Titanic, y por lo tanto no es elección en absoluto.
Como en el caso de los partidos de centro-izquierda en los mismos apuros por toda Europa, el laborismo es un partido del siglo XX sin rumbo en una nueva realidad. Sus cimientos sociales – los sindicatos, la industria pesada, las iglesias menos conformistas, una deferencia hacia un Estado grande que hace tiempo que se ha evaporado – o bien están en profunda retirada o se han desvanecido por completo. Su nombre encarna un apego a las supuestas glorias del trabajo que ya no casa con el empleo inseguro y la automatización insurgente.
Su cultura sigue siendo todavía bastante machista, y didáctica; tiene una aversión de toda la vida al análisis y las ideas, que lleva arrastrándose a lo largo de su existencia, y ahora se ha quedado sin ningún sentido real de lo que está pasando. Yo he sido miembro del partido toda mi vida, criado en una familia laborista – mi abuelo fue un minero del carbón del sur de Gales, mi padre, un activista laborista – para el que el Partido ha sido una especie de iglesia secular. Pero si no afrontamos hoy la crisis, entonces ¿cuándo? Véanse cifras cualquiera de lo que todavía llamamos risiblemente zonas laboristas “centrales” y encontraremos las mismas cosas: un porcentaje de voto que ha ido descendiendo regularmente desde 2001, un diputado que aterriza en paracaídas desde un mundo diferente, y votantes que o bien votan por el partido merced a lealtades familiares que se desvanecen (“Voto laborista porque mi abuelo lo votaba”) o no tienen ni idea de qué es lo que defiende el Partido.
En 2014, en la antigua villa minera de Penygraig, en el valle de Rhondda, me encontré con mujeres que me dijeron que vinculaban el laborismo a “hombres mayores”, gente de mediana edad que todavía apoyaba al Partido, pero no podía explicar por qué (“Lo apoyo y ya está”), y gente joven que nunca había votado. En medio del pueblo había un destartalado club laborista que parecía la encarnación del declive y la derrota que se habían puesto de manifiesto tras la huelga de los mineros de 1980.
Dos años después, el 53% de la gente de los valles (la zona de municipios de Rhondda Cynon Taf) a favor del Brexit. En las últimas elecciones para la asamblea de Gales, el laborista que ostentaba el escaño lo perdió frente a la líder del Plaid Cymru [partido nacionalista galés], Leanne Wood– nacida y criada en la zona, lo que significaba mucho – que ganó por una mayoría de 3.500 votos.
El lado tóxico del declive del Partido Laborista estriba, por supuesto, en el ascenso del UKIP en zonas antaño seguras, del noroeste al sur de Gales. Y aquí hay mucho que temer. Puede que se estén acercando unas elecciones generales. Quienes desde la izquierda llevan a cabo actualmente una labor de agitación para que el Parlamento anule de algún modo los resultados del referéndum deberían tener una cosa presente: que si el apoyo al Brexit se ha basado en desconfiar y detestar directamente a Westminster, todo lo que pueda presentarse como un apaño parlamentario podría dar un enorme empujón al apoyo al UKIP.
También podría dárselo el único modo viable de minimizar el daño económico del Brexit: ingresar en el Área Económica Europea y quedarse en el mercado único (junto a la libertad de movimientos), lo que permitiría presumiblemente al UKIP enfurecer a miles de potenciales tránsfugas laboristas obsesionados con la inmigración. Así que, por tanto, no hay forma evidente de salir de este callejón sin salida, lo que arroja una pregunta escalofriante: ¿queremos un aluvión de diputados del UKIP, o incluso a Nigel Farage y los de su calaña participando en una coalición?
En ese sentido, el pánico de Westminster es comprensible: la proximidad del desastre total y la feroz urgencia de la política electoral podría exigir un nuevo líder, aunque eso rompiera al partido. Ahí de nuevo, con los corbynistas organizando un contraataque entre los afiliados – amenazando incluso con atraer a más gente al partido – y la perspectiva de un gran apoyo a su persona por parte de los sindicatos, tratar de derrocarle podría provocar asimismo una división fatal. Y aunque el intento de echar a Corbyn tuviese éxito, podría ocasionar como resultado un dirigente igual de ineficaz, sólo que de modo distinto.
La cuestión clave es ésta: como mínimo, la idea del laborismo como fuerza política potente, monopolizadora, ha concluido. Puede que el partido, tal como lo conocemos, esté acabado.
En cualquier caso, no hay respuestas rápidas. Cualquier política viable de izquierdas va a tardar de diez a quince años en materializarse de modo decisivo y, entretanto, el ambiente evidente de desunión y disgusto en algunos lugares bien puede ser que empeore. Se avecina con certeza una nueva crisis económica nacional; y siendo en parte responsable de este desbarajuste, George Osborne está hablando ya de nuevos recortes.
El progresismo del siglo XX tendrá que actuar de modo profundo y vasto. En lo que toca a los dos campos que están haciendo trizas el laborismo – uno de los cuales desearía que fuera en efecto 1945, mientras el otro se remonta a 1997 [fecha del triunfo electoral de Blair] – se precisará un inmenso cambio de perspectiva. Si no, bien pueden quedar por los suelos.
El futuro de la izquierda implicará a mucha gente del laborismo, pero también de los verdes, de los liberal-demócratas – hasta de los tories “one-nation” [“sociales”] – y a miles de personas sin afiliación alguna. Como sea que se organice, tendrá que empezar por comprender el hecho de que se trata de una crisis de la democracia, y apoyar el cambio del sistema electoral y una transformación dirigida a una política multipartidista.
Tendrá que adherirse a la defensa de un Reino Unido federal (o, de un modo más realista, a una nueva forma de asociación entre Inglaterra, Gales e Irlanda del Norte). Su mayor desafío estará una vez más en unir a la gente que valora la amplitud de miras y las rica cultura de nuestras ciudades a aquellos que hoy temen esas mismas cosas; quizás por media de algún nuevo acuerdo sobre libertad de movimientos, un programa de intervención económica de largo alcance, la reinvención de nuestros servicios públicos, y un programa de vivienda pública a la altura de algo de lo conseguido en el siglo XX. Sabe Dios lo que tendremos que soportar entretanto. La tarea será onerosa, a menudo sombría y con frecuencia fuente de confusión. Pero como siempre, ¿qué empeño hay que merezca la pena que haya sido distinto de eso?
John Harris
es reportero del diario The Guardian, donde escribe sobre política y cultura popular, y autor de varios libros sobre música pop como The Dark Side of the Moon: The Making Of The Pink Floyd Masterpiece.
Fuente: The Guardian, 29 de junio de 2016
Traducción: Lucas Antón
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